La cazadora de Indiana Jones (5 page)

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Authors: Asun Balzola

Tags: #Infantil y Juvenil, Relato

BOOK: La cazadora de Indiana Jones
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9
Cambios

¡Albricias! ¡Por fin puedo levantarme de la cama! Me han dado de alta; estoy pálida, pero no amarilla. También puedo salir, si quiero.

Mamá me ayuda a vestirme.

—Lo sabia: has crecido y has adelgazado… —me dice llevándome al espejo del cuarto de Suzy, que es el único de cuerpo entero en toda la casa.

¡Ay qué susto! ¡No soy yo!

—Pero, mamá, ¡si casi te alcanzo! —digo horrorizada ante la giganta que me mira desde el espejo. La falda de pana marrón me queda por encima de la rodilla. Parece una «mini», pero como no lo es, queda rara.

—Hija, querías adelgazar y lo has conseguido; no te quejes… Voy a ver qué encuentro por ahí que te esté bien.

Mamá vuelve con unos vaqueros de Suzy que yo… ¡adoro! Son azul pálido y se los trajo de Londres no sé quien.

—¡Pero… ésos no me entran, mamá! —Si te pones faldas, lo que ya no puedes llevar son calcetines. Con esta altura, imposible. ¡Qué barbaridad, lo que has crecido! ¡Cómo estabas en la cama, la verdad es que no lo había notado! —mamá sigue con su rollo, sin hacerme ni caso.

Me siento en la cama de mi hermana porque me fallan las piernas. Sin darme cuenta me caen unos lagrimones gordos, gordos sobre las mejillas. Estoy débil por primera vez en la vida, pero, sobre todo…, asustada.

Mamá me abraza y yo lloro más todavía.

—Pero… ¿por qué lloras?

—Es que… me veo muy rara… Tan alta…, con estas piernecitas flacas y blancas…

—Has estado mucho en la cama.

—Ahora tienes que tomar el aire y dar paseos y comer bien. ¡Pruébate los vaqueros y este jersey y no seas pusilánime, por favor! —mamá me alarga un jersey de ochos.

—Pero… ¡éste es nuevo! —exclamo, y el hipo se me corta de la emoción.

—Si, hija, si. No es heredado y es tuyo, sólo tuyo, porque todo el mundo tiene jerséis de ochos.

—¡Buaaaaa!

—¡Pero, Chris! ¡Si es mi regalo por haberte puesto buena!

Me voy calmando en los brazos de mamá. Los vaqueros me están superbién y el jersey «ídem».

De repente, dejó de llorar: la chica del espejo me gusta.

Me voy a tomar el sol —un sol pálido, como yo— a la terraza; aunque me salgan pecas, por lo menos se me quitará este color tan sintético y fantasmagórico.

Me siento en una silla y alargo las piernas. ¡Rayos, qué largas las tengo!

¡Me tendré que adaptar a estas nuevas medidas! Me acuerdo de mis lecturas infantiles: Gulliver en el país de los enanos y Peter Pan. Peter Pan era «el niño que no quería crecer». Yo ya he crecido. Ya no puedo volver atrás. Soy mayor y todo ese rollo. Creo que estoy estupefacta.

Entra Suzy y da un silbido. Se me queda mirando.

—No estás nada mal, pequeña… A ver quién es más alta.

Nos miramos en el cristal de la ventana, la una junto a la otra.

—¡Qué demasiado! ¡Iguales! Pero tienes que aprender a sacarte partido. Bueno, si sales mañana sábado con Stevenson, te enseñaré a peinarte, y si quieres te pinto los ojos.

—¿Y por qué voy a salir con Stevenson, si puede saberse?

—Te apuesto lo que quieras a que «esto» es una cita para mañana…

Suzy bailotea por la terraza con una cartita en la mano. Pero como yo me he convertido en una giganta, me levanto y se la quito de un papirotazo.

Oímos un timbre histérico. Dos. Tres.

¡Es Jaime!

Chillidos. Risas. Besos. Sorpresa. Mochila. Regalos baratos.

—Si es que mamá me llamó…

—Pues a nosotras no nos ha contado nada…

—¡Qué alta y qué guapa estás, Chris!

Por fin, después de mucho jaleo, todos los hermanos nos sentamos a la mesa, con mamá en la cabecera. No sé que le pasa que está guapísima.

—Tengo que hablaros, por eso le dije a Jimmy que viniera.

Silencio. Mamá ha sacado una voz… rarísima.

—Estoy pensando en casarme otra vez.

¡Clinc! Mi tenedor rebota contra algo.

—¡Grant! —exclama Pedro.

—¡Grant! —dice Suzy.

—¿Grant? —pregunto.

—¿Qué Grant? —Jaime.

—Pues si —explica mamá, tranquila, aunque no tanto, porque hace migas de pan y las aplasta sobre la mesa, cosa que siempre ha dicho que es horrible—. Le he visto mucho los dos meses que Christie ha estado mala. Me pasaba apuntes y libros, me acompañaba a casa…

—¡Se ha aprovechado de tu debilidad!

—Suzy tiene la cara en llamas y apunta a mamá con el cuchillo.

—¡Calma, Suzy! —le dice Jaime, y le da palmaditas en la espalda.

—¡Ya lo sabia! ¡Se ha comprado camisas nuevas, azul cielo, y siempre me paraba en los pasillos y me preguntaba por Christine, pero yo sabia que eras tu la que le interesabas…! —se atraganta de la ira.

Yo estoy como si fuera de corcho. No siento nada. Ni tampoco entiendo por qué Suzy pierde los nervios, ella, siempre tan comedida.

—¿Tu cómo lo sabias, Peter?

—Os vi llegar juntos un día, mamá. Se os nota algo.

Mamá sonríe de pronto, y es algo tan bonito que nos quedamos mirándola, embobados.

—A mi me parece bien —digo yo.

—A mi… —dice Susana con una voz tan rabiosa que Pedro le tapa la boca. Suzy se levanta y le pega una bofetada de través. Pedro se levanta también, le agarra por las muñecas con una mano y con la otra le vuelca la jarra de agua encima.

—Cuando te calmes, vuelves, querida… —le dice Pedro con mucho retintín.

Suzy sale del comedor a todo llorar, mojada como una sopa y dando tropezones.

—Pero… —dice mamá.

—¡No te preocupes, madre! ¡Ya se le pasará! —sentencia Pedro con su mejor cara de hijo primogénito.

—En todo caso, creo… —dice Jaime­ que es cosa tuya. Personalmente, yo tendré que estar viviendo en Biarritz lo menos dos años más.

—¿Entonces? —pregunta mamá.

—Okay, Jaime.

—Okay, Pedro.

—Estos años pasados, cuando aún erais pequeños, han sido muy duros. Me encontraba muy sola. Ahora es distinto: Pedro ha empezado la carrera, Jaime está fuera, Suzyirá a estudiar a Londres… Estáis cerca de llegar a ser independientes. Creo que ya he… «cumplido» con vosotros. En realidad, la única que podría objetar algo es precisamente Christine, porque vivirá con nosotros todavía bastante tiempo… El recuerdo de… papá será siempre maravilloso, pero… necesito compartir la vida con alguien.

—Mami, yo lo único que quiero es que seas feliz… —digo yo.

—¡Qué cursi eres, niña! —chilla Jaime. Yo abrazo a mamá. Mamá se ha emocionado.

—Pues Grant es muy majo, mamá… —le digo yo para consolarla, y entonces entra Suzy con los ojos como pelotas de tenis de tanto llorar y dice:

—Madre, que perdones. No sé qué me ha pasado. Me parece bien.

A la tarde fuimos de compras porque mamá decía que yo ya no podía heredar nada de nadie. Me sentía millonaria. Me compró hasta un par de mocasines totalmente maravillosos y pijos. Luego, Grant se pasó un rato por casa. Fui a la cocina por el té y me encontré con Jimmy, que bailaba el charlestón por el pasillo, cantando:

Ain't she sweet

coming down the street

Iask you very confidentially ain't she sweet.

—Pero ¿qué haces?

—Es la cara de Grant, cuando mira a mamá… Igual que la letra de la canción… Nos reímos como dos histéricos. Creo que estábamos agotados de tantas emociones.

Y por fin llegó el sábado.

Georges se me quedó mirando en el portal.

—¿Has visto cómo he crecido?

—No… Si…

—¿Si o no? Georges suspiró:

—Si. Has crecido y has adelgazado, tienes jersey nuevo, los vaqueros de tu hermana, zapatos nuevos, te has peinado diferente y te has pintado las pestañas…

¡Sopla!

—Si, además, lo que quieres oír es que estás guapísima, pues… ¡estás guapísima!

—Y tú, ¿qué ibas a decirme?

—Que…, que tenía unas ganas… absurdas de verte: gorda, flaca, alta o baja.

Bueno, ¡vámonos!

Le conté lo de Gran!, claro, y le pareció muy bien.

—Dentro de nada, fin de curso…

—¿Dónde irás?

—Supongo que a Italia. Mi padre tiene allí una casa, cerca… de Verona.

—¡Ah, claro! ¡Tienes que hablarme de Italia!

—Te quería decir que por qué no vienes con Suzy a pasar el mes de agosto en mi casa. Luego volveríamos todos juntos en coche…

—¡…!Yo…

Estábamos sentados en un banco del parque. Yo pensé que estas cosas no suceden. Una no crece o adelgaza, ni se la llevan a Italia, ni nada. Esto es cine. Indiana Iones.

—Italia huele a tomate, a tomillo, a ajo y todo el día comes espaguetis. Verona es preciosa. Allí está la tumba de Julieta y la gente le escribe.

—¡Qué morbo!

—El rio Adige rodea la ciudad casi por completo y hay construcciones románicas y góticas y algunas son de un ladrillo rojo, que refulge cuando se pone el sol.

—¿Refulge?

—Pues si, refulge. Y no te pongas irónica, que no te va nada… Y si vienes, un día nos compramos una botella de Valpolicella…

—¿Qué es?

—Un vino con burbujitas…

—¿Y qué?

—Que nos agarramos un pelotazo y te podré contar… ¡cosas insólitas!

—¿Qué cosas?

—Pues eso, las cosas que nunca me atreveré a decirte sin un pelotazo de Valpolicella, y entonces verás cómo refulge el ladrillo rojo bajo el sol.

Cuando volví a casa a cenar, notaba de felicidad.

Jaime me pilló ensayando posturas frente al espejo.

—¿Satisfecha de ti misma, colega?

—Pues sí.

—Te voy a contar algo moralizante…

—Cuenta, cuenta —no estoy dispuesta a que mis hermanos me achanten en lo más mínimo.

—Pues escucha esto: había una vez en Bilbao un señorito que se miraba al espejo y se decía en voz alta: «Eres guapo, eres rico, ¿qué te falta, Federico?».

A lo cual, un día su anciana tata comentó de pasada: «Juicio, hijo, juicio».

De poco, le mato.

10
Un té de postín

DESDE que he crecido, ha aumentado mi audacia. Eso dice mi madre. Y también dice que soy una aventurera y una comedianta. Todo por lo del té en casa de Georges. La verdad es que todo sucedió muy deprisa y, como siempre que se me mete una idea en el coco, pues no me paré a reflexionar.

Georges siempre me decía que su madre es una patosa con las cosas de la casa; que lo que le gusta es la filatelia y que se pasa horas ordenando sus sellos y mirándolos con lupa.

El miércoles de la semana pasada, que no teníamos cole por la tarde, me dijo que la buena señora estaba desesperada porque la chica se había despedido y esa misma tarde tenía invitados importantes.

—Mi padre también está desesperado.

Una vez mi madre, en lugar de té, sirvió manzanilla. Otra, en vez de azúcar, sal.

¿Sabes? Es la típica que todo lo tira, que todo se le cae. ¡Se trae un despiste! O sea, como persona, un encanto, pero como diplomática es un cero a la izquierda. No sé que pasará esta tarde. Me temo lo peor.

Yo asentí hipócritamente. Sabía lo que iba a pasar.

A las cuatro en punto llamé al timbre de los Stevenson y, gracias a Dios, me abrió la puerta la mismísima señora Stevenson.

—Vengo de la agencia, señora.

—¿Agencia?

—Si, señora. Ha telefoneado… —saqué un papel de la bolsa que llevaba encima­ el señor Georges Stevenson pidiendo una doncella por horas.

—¿Mi hijo? ¡Qué inteligente! ¡Pase, pase! ¿Y es usted inglesa?

—Sólo en un cincuenta por ciento.

La madre de Georges es menuda y nerviosa. Tiene una sonrisa chachi, como inocente. Me llevó a la cocina, que estaba toda revuelta, llena de bandejas de plata a medio limpiar y de paquetes de pastelería.

—¿Cree usted que se arreglara? Parece tan jovencita…

—Soy una experta a pesar de mi edad —le contesté recordando los interminables tes y subsiguientes fregados de mi casa. Si mama comprara de una vez un lavaplatos…

No hubo tiempo para mucha charla.

Entre la señora Stevenson —amis órdenes— y yo preparamos tazas, platos, cubiertos, bandejas de sándwiches, pastelitos, pastas. La plata relucía.

—Señora, ¿dónde puedo cambiarme?

—¿Cambiarse?

—El uniforme…

La pobre me miraba como si yo fuera una extraterrestre.

—Si, claro. Pase por aquí, por favor. Me puse el uniforme, que es una reliquia del pasado glorioso de mi familia. Negro, con delantalito blanco. Y me recogí el pelo en un moño que me hacia más mayor.

Abrí la puerta a los invitados, les hice pasar, preparé el té, serví la merienda. El padre de Georges me saludó efusiva­ mente. En sus ojos brillaba la incredulidad.

—Señora, si me necesita, llámeme, por favor —y desaparecí por el foro.

En la cocina di un suspiro de alivio, me tomé una taza de té, negro como la pez, y me comí un bocadillo gigantesco, como conviene a mi tamaño.

En ésas estaba, tranquila y relajada, cuando se abrió la puerta y apareció Georges. Era inevitable. Sus maravillosos ojos grises brillaban de cólera.

—¿Conque he llamado a una agencia?

—Agencia de servicios El Talismán.

—Christine, estás completamente loca.

—No tienes sentido del humor.

Sonó un timbre.

—Perdona. Tengo que cumplir con mi deber.

—¡Christie!

¡Qué rollo es este chico! Había conseguido culpabilizarme. ¡Qué barbaridad!

Recogí la merienda. Los invitados se despedían. Georges me ayudó a fregar los cacharros, pero casi no me hablaba. Yo empecé a hacerle cosquillas y él me quería agarrar y no lo conseguía y yo le di un beso en la nariz y en ese momento, que ya estábamos perdidos de agua, entraron sus padres en la cocina y todos nos quedamos sin saber qué decir.

—Papá, esta señorita de la agencia El Talismán es en realidad… ¡la única, la incomparable Christie-paranoia! Mi compañera favorita.

Pues sus padres se rieron muchísimo. No se parecen nada a él.

—Así que tú eres la famosa Christine. Georges no nos había contado que, además de lista, eres una perfecta ama de casa —dijo su padre.

—Y muy organizada —añadió su madre con admiración.

—Es que en casa somos muchos y un hermano mio, que estudia ingeniería, nos obliga a los demás a racionalizar el trabajo. Hace experimentos para ahorrar tiempo y espacio, etcétera.

—Me convendría conocerle –dijo el señor Stevenson, con expresión soñadora. Y tenía un aire tan gracioso que hasta Georges tuvo que reírse.

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