La chica con pies de cristal (11 page)

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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
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—Basura. Seguro que la ha lanzado algún vándalo a tu jardín.

El color —el poco color que se distinguía en la penumbra— abandonó el rostro de la mujer. Miró de reojo a su hijo, con gesto de desesperación. Pero ¿qué podía hacer Midas?

La mujer se mordió el tembloroso labio inferior, mirando a derecha e izquierda.

—Mira —dijo el padre frotándose el bigote—, no quiero volver a empezar. Pero me prometiste que no habría más paquetes. —Ella intentó balbucear algo, pero desistió—. Comprendo, querida, que no puedas hacer nada para impedir que te envíen esos paquetes. Y pese a que has expresado nuestras objeciones, la estafeta de correos sigue aceptando los paquetes que llegan a tu nombre. Es evidente que los empleados de correos están muy atareados y olvidan que quieres que devuelvan esos artículos al remitente.

—No... no hay ningún artículo, querido. Sólo era... u... un paquete normal y corriente.

—Que contenía ¿qué?

—Un... un...

El hombre suspiró.

—¿Dónde lo has escondido? No quiero poner la casa patas arriba. Confiaba en poder terminar mi Plinio antes de la cena.

—Yo no... No he... escondido...

El hombre se encogió de hombros y se volvió cansinamente para subir la escalera. La madre de Midas lo siguió hasta su dormitorio. Desde el umbral, el chico vio cómo su padre abría uno por uno todos sus cajones y encendía una lámpara para ver mejor. En un cajón inferior había ropa interior y camisones. Fue sacando todas las prendas, una tras otra. Sencillas bragas grises y, más al fondo, bragas de blonda gastadas y un sujetador adornado con unas arrugadas flores de tela.

—¡Ah! —exclamó el hombre asiendo el marco de las libélulas con sus largos dedos. La mujer se encorvó. Él la miró sonriente mientras retiraba la parte de atrás del marco; luego arrancó los alfileres, y los insectos muertos cayeron sobre la cama—. Fascinante, aunque un poco macabro.

—No las... Son bonitas. No las destruyas, por favor.

—Mi querida Evaline, la validación de su belleza es irrelevante. Mi pregunta es la de siempre: ¿quién te lo ha man— dado?

Ella guardò silencio.

El asintió con la cabeza y, con cuidado, cogió la primera libélula.

—La papelera, por favor, Midas.

El chico entró en el dormitorio, cabizbajo, y le acercó la papelera, pero su padre no la cogió. La libélula crujió como papel de seda dentro de su puño, lo que provocó un estremecimiento en su mujer. El padre abrió la mano y movió los dedos: trocitos de ala blanca y patas torcidas trazaron la espiral de su último vuelo y fueron a parar al fondo de la papelera.

Destrozó las libélulas una a una, mientras la madre de Midas permanecía desplomada en la cama. Luego su padre volvió a su estudio. Midas se quedó un momento en la habitación de sus padres, y a continuación regresó al pie de la escalera, donde reinaba una agradable oscuridad, a jugar con su
flash
electrónico.

Capítulo 13

Un grueso manto nevado, que se había ido formando durante toda la tarde, cubría el jardín de Gustav. Denver (protegida por cremalleras, botones y muletillas) recogía nieve con los brazos y la amontonaba para componer la base de un muñeco. Era una niña de siete años, con el cabello castaño claro, una sonrisa de dientes desorganizados y una margarita de invierno en el pelo. Gustav ayudaba a su hija haciendo el trabajo pesado bajo sus órdenes, mientras Midas se encargaba de los detalles: una zanahoria, una boina de fieltro desteñida y una bolsa de frutos secos que pensaban utilizar como botones.

Midas cerró los ojos y notó cómo unos fríos copos se posaban en su cara. A veces se sentía un impostor en aquellos momentos tan familiares. No hacía mucho, Gustav había bromeado diciendo que Midas se había convertido en una madre para Denver. Luego, al ver a Midas preocupado por esa idea, le había explicado que no era nada malo: él no podría llevar la floristería y cuidar de Den de no contar con su viejo amigo.

Eso sólo empeoraba las cosas, porque era verdad. A Midas le gustaba su compañía, desde luego, sólo que... Si Catherine hubiera estado allí, habría sido ella la que le habría puesto los ojos al muñeco, y no él; por eso, cada vez que clavaba una avellana en la nieve, pensaba en lo ocurrido en el peñón de Lomdendol, y deseaba con toda el alma darse la vuelta y verla agitando una zanahoria o sacando unos guantes para los dedos de ramitas del muñeco de nieve.

Una tarde agridulce con sus amigos era mejor, pese a todo, que quedarse solo en su cocina. Llevaba un par de días tratando de pasar por alto los remordimientos que sentía por haberle ocultado a Ida lo que sabía sobre Henry Fuwa. Ahora que esa mala conciencia había vuelto, le preocupaba pensar que quizá la única forma de liberarse de ella fuera admitirlo ante su amiga. Entonces se preguntó de qué serviría, porque, si bien le sonaba el nombre de Fuwa, no tenía más datos que Ida sobre su posible domicilio en el archipiélago de Saint Hauda. Para distraerse, se había puesto a descolgar las fotografías de las paredes de su casa, pero las fotos rescataban todo tipo de recuerdos y a veces creaban otros nuevos. Había salido de la cocina, había cerrado la puerta principal con llave y había ido a la carrera por aceras resbaladizas hasta la casa de Gustav. Sabía que entonces estaba reprimiendo otra cosa. Aunque ignoraba el paradero de Fuwa, conocía a alguien que quizá sí lo supiera.

—Mañana vamos a hacer pasteles de fruta —dijo Den— ver ya dentro de la casa, mientras Gustav la obligaba a cambiarse y a ponerse ropa seca. Era una niña seria, con cabello fino y de reflejos rojizos, los ojos demasiado grandes para su cara pecosa y unos dientes grandes y superpuestos como una mano de cartas—. Papá me ha prometido que buscará unos moldes para hacer galletas. ¿Nos ayudarás?

Midas contemplaba un mundo cada vez más blanco.

—¡Midas!

—Perdona, ¿qué decías, Den?

Gustav intervino con un comentario sobre el pelo mojado de su hija y la mandó fuera de la cocina. La niña salió sin protestar, mirando por encima del hombro a Midas, con gesto de preocupación. Gustav cerró la puerta.

—¿Qué pasa?

—Es Ida.

—Ah. ¿Quieres una cerveza?

—No, no me apetece.

—Midas, ya sé que hay mil cosas que jamás me contarás, y me parece muy bien, pero, si quieres desahogarte un poco, aquí me tienes para lo que haga falta. ¿Y un coñac? Algo para brindar.

—Hum... No, Gus, no son problemas sentimentales. Es que... ¿Has oído hablar alguna vez de un tal Henry Fuwa? Vive en la isla.

—Pues no. Podríamos buscar en la guía telefónica y en el registro de clientes de la floristería.

—Ya lo miré.

—¿Es que te ha contratado Ida? ¿Estás haciendo de sabueso para ella o algo así?

—Bueno, resulta que... borré ese nombre del registro de clientes.

—¿Qué has dicho?

Sonó el teléfono. Midas hizo una seña a Gustav para que contestara. Su amigo miró quién llamaba en el visor.

—Otra vez la madre de Catherine. Está pasando una mala racha.

—Será mejor que contestes.

Gustav lo hizo e inició otra aburrida conversación con su suegra sobre dónde iban a pasar la Navidad. No quería ir al continente a visitar a los padres de Catherine, que se habían mudado allí después del accidente. Y éstos tampoco querían viajar a Saint Hauda, adonde no habían vuelto desde la muerte de su hija. Todavía faltaban varias llamadas para que el asunto terminara en tablas; luego, alguna de las partes propondría que se reunieran al año siguiente.

Se abrió la puerta y entró Denver. Cogió a Midas de la mano y lo arrastró hasta el salón.

—Me he inventado un juego —dijo arrodillándose sobre la alfombra, detrás de unas cajas de zapatos—. Creo que bastante bueno.

Tras ellos se alzaba el árbol de Navidad de Gustav, recién cortado y todavía sin decorar. La habitación olía a pino.

—Bueno... —Denver levantó la tapa de la primera caja de zapatos, donde, envueltos en papel de seda, había bolas de colores y delicados adornos de madera.

Midas recordó las navidades pasadas, cuando había sorprendido a Gustav rompiendo una bola de nieve con un martillo cuando creía que nadie lo veía. Luego le había confesado que le había recordado al aire que se respiraba en lo alto del peñón de Lomdendol.

—Las normas son sencillas. Lo que tienes que hacer es decidir qué representa cada adorno antes de colgarlo en el árbol. Así... —Metió una mano en la caja de zapatos y sacó una bola metálica azul—. Esto es el mundo cuando Dios lo inundó. Y si miras desde muy cerca —añadió aproximándose la bola al ojo—, ves el Arca. Y a Noé. Que es calvo. Y a unos narvales nadando. —Colgó la bola del extremo de una rama y le acercó la caja de zapatos a Midas—. Ahora te toca a ti.

El metió una mano en la caja y sacó una bola anaranjada que emitía destellos irisados.

—Esto es una carroza-calabaza —dijo al cabo de un rato—, pero todavía tienen que encontrarse las ruedas.

—¿Quieres que te la cuelgue en el árbol? —preguntó la niña, tras asentir para expresar su aprobación.

—No, ya la cuelgo yo. —Buscó un sitio debajo de donde iría la estrella.

Denver sacó otra bola de la caja. Era de un rojo sangre, y estaba espolvoreada con purpurina también roja.

—Este —declaró— es Papá Noel cuando ha comido demasiado.

—No le veo la gracia al juego... —dijo Midas, rascándose la cabeza.

—¡Chist! —Miró hacia la cocina, donde Gustav, apoyado contra la pared con cara de resignación, se frotaba la frente con la mano que tenía libre y daba golpecitos en el suelo con el pie.

—Mi padre estaba espiando... La gracia del juego consiste en engañarte a ti mismo por un momento. Para que las cosas no sean lo que son.

—¿Qué?

—Te toca otra vez.

Midas cogió una bola de cristal transparente.

—Va —lo animó Denver—, tienes que decidir qué es.

La esfera de cristal distorsionaba la mano del joven.

—Es una bola de cristal —dijo encogiéndose de hombros.

Vio cómo su reflejo se deformaba sobre la superficie, más delgado y con los ojos más saltones: más parecido a su madre. Entonces, cuando hizo rodar la bola, se vio escuálido y descarnado: más parecido a su padre. Siguió haciéndola girar y viéndose oscilar entre un código genético y otro. Recordó el olor a turba; a su madre tarareando, más feliz que nunca; las libélulas de la ciénaga; un ramo de flores en la basura; inscripciones japonesas; agua que goteaba de unos tallos cortados; tinta corrida y letras ilegibles.

—¡Sí! —susurró Denver esbozando su dentuda sonrisa—. ¡Sabía que funcionaría!

—¿Qué dices? —preguntó él, embobado.

—Porque no le hacías caso a lo que tenías en el fondo de la cabeza. Y así es como yo paso tiempo en el fondo de mi cabeza: haciendo cosas así.

—¿Qué has hecho para ser tan valiente, Den? —preguntó Midas mirándola con admiración.

—Cosas de la vida, como dice papá —repuso la niña, con aire indiferente. Se levantó y arregló una de las bolas del árbol—. No creo que tenga nada que ver con ser valiente. Antes no pisaba los charcos por si me caía en ellos y me moría, como mamá. Pero en otoño, cuando hubo las inundaciones, me quedé atrapada y tuve que atravesar uno. No me sentía ni más ni menos segura. Sólo tenía que atravesar el charco o esperar a que saliera el sol y lo secara todo.

—Tienes razón, Den —asintió Midas, levantándose—. A veces uno debe pasar de ser valiente y hacer las cosas. He de irme. ¿Le dirás adiós a tu padre de mi parte?

Capítulo 14

Los puentes que unían Gurm y Lomdendol Island siempre le recordaban a torres de alta tension derribadas. Unas viejas vigas de acero, forradas del sarro blanco marino, se abrían paso entre islotes rocosos en una zona donde el mar solía estar agitado. Al llegar a Lomdendol, se metían en un túnel excavado en la pared de roca. Se trataba, de hecho, de la parte más baja del peñón. Al otro lado del túnel, la carretera ascendía en zigzag esquivando cornisas nevadas. En verano, la sombra de la montaña que se proyectaba sobre la isla estaba muy bien definida. Las laderas eran de un tono grisáceo, y el mar, entre los puentes, se veía oscuro y profundo pese a que, a lo lejos, el agua tenía un azul más brillante, allí donde las nubes no tapaban el sol. Cuando llegaba el otoño, era como si la sombra del peñón quedara suelta y se tornara gaseosa. Nada en Lomdendol Island se libraba de la oscuridad. La tierra reaccionaba produciendo una gran variedad de hongos y setas de color piedra. Las babosas, los caracoles y los anfibios disfrutaban de aquella sombra húmeda y a menudo uno se los encontraba atravesando las aceras de Martyr's Pitfall, la población más importante de la isla. Cuando llegaba el invierno, la sombra atrapaba la tierra en invisibles capas de hielo, convertía las aceras en toboganes, y los charcos, en espejos.

Según Midas, Martyr's Pitfall era el corredor de la muerte de la vejez. Las casas estaban astutamente construidas lejos de la vista unas de otras, para crear la ilusión de que se hallaban aisladas en el campo. Aparcó su coche y notó el sabor de la sombra del peñón en la lengua, como el de una moneda de cobre. Se estremeció. Allí arriba, en algún rincón de la neblinosa cima, estaba escondido el lago que se había tragado a Catherine.

Un manto nevado cubría la parte delantera y amortiguaba el sonido de las campanillas que colgaban en el jardín de su madre. Midas dio unos pisotones en el umbral para sacudirse la nieve y se frotó las enguantadas manos. Un querubín de latón sujetaba el aro de la aldaba con la boca; lo agarró y lo soltó contra la puerta. La casa era muy nueva; el ladrillo todavía no tenía pátina y el jardín no era más que un rectángulo impuesto al paisaje. Midas la odiaba: odiaba la chabacana aldaba con forma de querubín, la chabacana fuente del jardín, con forma de ninfa griega, y el chabacano reloj de sol con inscripciones en falso latín. Estaba de acuerdo en que no era el hombre más aventurero del mundo, pero su madre ni siquiera tenía sesenta años, y Midas pensaba que debería haber estado ocupada trabajando, y no refugiada en un pueblo que era poco más que un hogar tutelado para ancianos un poco disperso. Siempre se preguntaba por qué, cuando murió su padre, su madre había sido incapaz de librarse de su fantasma y vivir la vida que él siempre le había negado. En cambio, se había refugiado allí, feliz de saltarse la etapa del encanecimiento progresivo y pasar directamente a la de la dentadura postiza.

Recordaba el velatorio de su padre, donde se había dedicado a picotear la sosa comida preparada por su tía: pastelitos insípidos, sándwiches que parecían extraídos de un estanque, bizcochitos con cerezas confitadas espachurradas en el glaseado. Comida de muerto. Puso unas rodajas de pepino y una galleta de avena en un plato de papel y buscó un rincón donde pudiera evitar a los invitados. Su madre había encontrado el mejor: Midas todavía la recordaba sentada en la repisa de la ventana, con su vestido de encaje negro; los visillos temblaban detrás de ella, agitados por la corriente de aire, y dejaban entrar el olor a lluvia sobre asfalto. Tamborileaba con los dedos en un vaso de agua que no había tocado. No se había movido en toda la tarde, ni bebido el agua ni probado la comida. Ninguno de los escasos invitados que se hallaban allí había hablado con ella. Midas tampoco. Pero recordaba haberle suplicado mentalmente que volviera a empezar.

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