La chica mecánica (14 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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Distraído, Anderson acaricia los libros y los apuntes que tiene delante. En ninguna parte se mencionan los
ngaw
. Las únicas pistas de las que dispone son el término thai y la singular apariencia del fruto. Ni siquiera sabe si
ngaw
es la denominación tradicional del fruto verde y rojo o una palabra de nuevo cuño. Albergaba la esperanza de que Raleigh recordara algo, pero el tipo está muy mayor, y deteriorado por el opio; si conocía algún término
angrit
para esta fruta histórica, ya lo ha olvidado. En cualquier caso, no existe ninguna traducción evidente. Habrá de pasar al menos un mes antes de que Des Moines pueda analizar las muestras. Y ni siquiera así hay forma de saber si estará en sus catálogos. Basta con que haya sufrido suficientes alteraciones para que su ADN continúe eludiéndolos.

Una cosa es segura: el
ngaw
es nuevo. Hace un año, ninguno de los encargados de los inventarios describió nada parecido en sus informes del ecosistema. Los
ngaw
han surgido de un año a otro. Como si el suelo del reino hubiera tenido el antojo de recuperar el pasado y depositarlo en los mercados de Bangkok.

Anderson hojea otro libro, rastreando. Desde su llegada, se ha esforzado por crear una biblioteca, una ventana histórica a la Ciudad de los Seres Divinos, tomos que datan de antes de las guerras calóricas y las plagas, antes de la Contracción. Sus incursiones lo han llevado desde las librerías de viejo hasta los escombros de las torres de la Expansión. Casi todo el papel de esa época está ya quemado o podrido por culpa de la humedad tropical, pero a pesar de todo ha descubierto yacimientos de saber, familias que valoraban sus libros más que como una forma rápida de encender una fogata. La acumulación de conocimientos reviste ahora sus paredes, volumen tras volumen de información ribeteada de moho. Es deprimente. Le recuerda a Yates, su desesperado afán por exhumar el cadáver del pasado y resucitarlo.

«¡Imagina!», le gustaba exclamar a Yates con voz ronca. «¡Una nueva Expansión! Dirigibles, muelles percutores de última generación, vientos de comercio justo...»

Yates tenía sus propios libros. Tomos polvorientos que había robado de las bibliotecas y de las escuelas de toda Norteamérica, los conocimientos olvidados del pasado; un concienzudo saqueo de Alejandría que había pasado completamente inadvertido porque todo el mundo sabía que el comercio internacional estaba muerto.

Cuando llegó Anderson, los libros atestaban las oficinas de SpringLife y cubrían la mesa de Yates a montones:
La dirección global llevada a la práctica
,
Relaciones comerciales interculturales
,
La mentalidad asiática
,
Los tigres de Asia
,
Cadenas de abastecimiento y logística
,
Thai pop
,
La nueva economía internacional
,
Consideraciones de la tasa de cambio de las cadenas de suministro
,
Hacer negocios en Tailandia, Competencia internacional y regulación
. Cualquier cosa relacionada con la historia de la antigua Expansión.

En los últimos momentos de desesperación, Yates los señalaba con el dedo y decía: «¡Podríamos recuperarlo todo! ¡Absolutamente todo!». Después rompía a llorar, y Anderson sentía lástima por él. Yates había consagrado su vida a un imposible.

Anderson pasa las páginas de otro libro, examinando viejas fotografías una a una. Pimientos. Montones de ellos, exhibidos ante algún fotógrafo fallecido hace mucho. Pimientos. Berenjenas. Tomates. Otra vez todas esas solanáceas prodigiosas. De no ser por ellas, la sede jamás hubiera enviado a Anderson al reino, y Yates podría haber tenido una oportunidad.

Anderson busca la cajetilla de cigarros Singha liados a mano, enciende uno y se tumba de espaldas, contemplativo, estudiando el humo de la antigüedad. Tiene gracia que los thais, aun muriéndose de hambre, hayan sacado tiempo y energías para resucitar la adicción a la nicotina. Reflexiona sobre la inmutabilidad de la naturaleza humana.

El sol lo aporrea con su fulgor, bañándolo de luz. En medio de la humedad y el humo del estiércol quemado se distingue tenuemente el polígono industrial a lo lejos, con sus estructuras espaciadas a intervalos regulares, tan distinto del amasijo de baldosas y óxido de la antigua ciudad. Y detrás de las fábricas, el borde del rompeolas se yergue con el colosal sistema de compuertas que permite la salida de las mercancías al mar. El cambio está cerca. El regreso al verdadero comercio internacional. Líneas de suministro que den la vuelta al mundo. Todo ello está cerca, aunque les esté costando volver a aprender la lección. A Yates le encantaban los muelles percutores, pero el concepto de la historia resucitada le gustaba todavía más.

—Aquí no eres miembro de AgriGen, ¿sabes? Tan solo otro mugriento empresario
farang
intentando ganarse la vida con los buscadores de jade y los tripulantes de los clíperes. Esto no es la India, donde uno puede pasearse por ahí enseñando el símbolo del trigo de AgriGen y requisando lo que le apetezca. Los thais no se ponen panza arriba tan fácilmente. Te cortarán en pedazos y te mandarán de vuelta a casa convertido en carne picada si descubren quién eres.

—Te irás en el próximo dirigible —dijo Anderson—. Agradece que la sede aprobara eso al menos.

Pero entonces Yates había sacado la pistola de resortes.

Anderson da otra calada al cigarrillo, irritado. Vuelve a acordarse del calor. Sobre su cabeza, el ventilador de manivela de la habitación se ha detenido. El tensador que debía presentarse todos los días a las cuatro de la tarde aparentemente no había cargado julios suficientes. Anderson arruga el entrecejo y se levanta para correr las persianas y bloquear así el resplandor. El edificio es nuevo, construido según los principios térmicos que permiten que el aire fresco circule libremente por todo el inmueble, pero aun así sigue resultando difícil soportar el brillo directo del sol ecuatorial.

Ya en la sombra, Anderson vuelve con sus libros. Pasa páginas. Ojea tomos amarillentos y lomos agrietados. El papel se desmenuza, maltratado por la humedad y la edad. Abre otro libro. Aprieta el cigarrillo entre los labios, con los ojos entrecerrados frente al humo, y se detiene.

Ngaw
.

Montones de ellos. Los pequeños frutos rojos con sus extraños pelos verdes se alzan ante él, provocándole desde la fotografía de un
farang
que regatea con un campesino tailandés ya olvidado. Les rodean las brillantes estelas de taxis impulsados por combustión de gasolina, pero justo a su lado, una gigantesca pirámide de
ngaw
devuelve la mirada al espectador, desafiante.

Anderson ha pasado tanto tiempo rastreando fotos antiguas que rara vez consiguen impresionarle. Por lo general le cuesta poco trabajo perdonar la ridícula confianza del pasado (el desperdicio, la arrogancia, la absurda abundancia), pero esta vez le irrita: los rollos de grasa que cuelgan del
farang
, el asombroso excedente de calorías que queda en segundo plano frente al colorido y el atractivo de un mercado que ofrece treinta variedades de fruta: mangostanes, piñas, cocos, desde luego... pero ya no hay naranjas. Ya no existen estas... estas... pitayas, ni esos pomelos, ni esas pelotas amarillas... los «limones». No queda ni uno. Muchas de esas cosas se han ido para no regresar jamás.

Pero eso los protagonistas de la fotografía lo ignoran. Estas personas ya muertas no se imaginan que lo que tienen delante es el tesoro del tiempo, que viven en el edén de la Biblia grahamita, donde las almas puras van a parar a la derecha de Dios. Donde todos los sabores del mundo reciben los tiernos cuidados de Noé y san Francisco, y donde nadie pasa hambre.

Anderson escanea la imagen. Esos gordinflones complacidos no tienen ni idea de la mina de oro genética que se encuentra a su lado. El libro ni siquiera se molesta en identificar el
ngaw
. Solo es una muestra más de la fecundidad de la naturaleza, algo que dan por sentado porque les sobra.

Anderson desea por un instante ser capaz de sacar a rastras de la fotografía al obeso
farang
y al anciano campesino thai y traerlos al presente, para poder descargar la rabia directamente sobre ellos antes de tirarlos por el balcón, como sin duda tiraban ellos la fruta que tuviera la menor imperfección.

Pasa rápidamente las páginas del libro pero no encuentra más imágenes, ni tampoco ninguna mención de los tipos de fruta disponibles. Se levanta, agitado, y regresa al balcón. Sale al sol abrasador y contempla la ciudad que se extiende a sus pies. Abajo resuenan los reclamos de los vendedores de agua y los barritos de los megodontes. El sonido de los timbres de las bicicletas ensordece las calles. Al mediodía, la ciudad se quedará aletargada, esperando a que el sol comience el descenso.

En algún rincón de esta ciudad hay un pirata genético jugando como un niño con las piezas del rompecabezas de la vida. Rediseñando ADN extintos hace tiempo para adecuarlos a las circunstancias de la post-Contracción, para sobrevivir a pesar de los asaltos de la roya, del gorgojo modificado nipón y de la cibiscosis.

Gi Bu Sen. La chica mecánica estaba segura del nombre. Tiene que tratarse de Gibbons.

Anderson se acoda en la barandilla del balcón, con los ojos entrecerrados por el resplandor, y pasea la mirada por la enmarañada ciudad. Gibbons está ahí fuera, escondido. Trabajando en su próximo descubrimiento. Y dondequiera que se oculte, habrá un banco de semillas cerca.

6

Lo malo de guardar el dinero en un banco es que este se puede volver contra uno en menos que parpadea un tigre: lo que es tuyo pasa a ser de ellos; lo que era tu sudor, tu esfuerzo y las porciones empeñadas de toda una vida termina en poder de un extraño. Este problema (el problema de los bancos) carcome los pensamientos de Hock Seng como un gorgojo modificado, imposible de extirpar y reducir a un amasijo de pus y restos de exoesqueleto.

Imaginado en términos de tiempo (el tiempo empleado trabajando para ganar un sueldo que a continuación se deposita en el banco), un banco puede ser dueño de más de la mitad de una persona. Bueno, al menos de una tercera parte, si se es un tailandés indolente. Y una persona a la que le falte una tercera parte de su vida, en realidad, no tiene vida ninguna.

¿De qué tercio de su ser podría desprenderse uno? ¿Desde el pecho hasta la calva? ¿Desde la cintura hasta las amarillentas uñas de los pies? ¿Las dos piernas y un brazo? ¿Los dos brazos y una cabeza? Uno todavía podría albergar alguna esperanza de sobrevivir si le arrancaran una cuarta parte de su ser, pero un tercio es intolerable.

Eso es lo malo de los bancos. En cuanto uno pone el dinero en su boca, resulta que el tigre ha cerrado las fauces alrededor de su cabeza. Una tercera parte, o la mitad, o una simple sesera cubierta de verrugas, lo mismo da.

Pero si los bancos no son de confianza, entonces, ¿qué? ¿La endeble cerradura de una puerta? ¿Un colchón piojoso, minuciosamente destripado? ¿Las maltrechas tejas de un tejado, levantadas y envueltas en hojas de plátano? ¿Un agujero en las vigas de bambú de una choza, ingeniosamente cortadas y ahuecadas para contener los gruesos rollos de billetes embutidos en ellas?

Hock Seng escarba en el bambú.

El hombre que le alquiló la habitación se refería a ella como «piso», y en cierto modo lo es. Tiene cuatro paredes; no es una simple tienda de lona de polímero de aceite de coco. Tiene un patio diminuto en la parte de atrás, donde se encuentra el retrete, compartido (igual que las paredes) con otras seis chozas. Para un refugiado tarjeta amarilla, no es un piso sino una mansión. Y sin embargo no deja de oír los lamentos y las protestas de la humanidad que le rodea.

Las paredes de madera WeatherAll son una extravagancia, la verdad, aunque no lleguen a tocar el suelo del todo, aunque las sandalias de yute de sus vecinos asomen por debajo, y aunque apesten a los aceites que impiden que se pudran con la humedad de los trópicos. Pero son necesarias, siquiera para proporcionarle un lugar en el que guardar el dinero aparte del fondo del barril para recoger el agua de lluvia envuelto en tres capas de piel de perro, las cuales ruega él que sigan siendo impermeables tras seis meses de inmersión.

Hock Seng hace un alto en su tarea y escucha.

De la habitación contigua llegan movimientos susurrados, pero nada indica que haya alguien atento a sus excavaciones, discretas como las de un ratón. Reanuda el proceso de aflojar un panel de bambú disimulado en la junta, reservando juiciosamente el serrín para más tarde.

Nada es seguro: esa es la primera lección. Los
yang guizi
diablos extranjeros aprendieron la lección durante la Contracción, cuando la pérdida del petróleo los envió corriendo de regreso a las costas que les habían visto partir. Él la aprendió en Malaca. Nada es seguro, nada dura eternamente. El rico se vuelve pobre. El bullicioso clan chino, bien alimentado y feliz durante el Festival de la Primavera, ahíto de tiras de cerdo,
nasi goreng
y pollo al estilo Hainan, se reduce a un solo tarjeta amarilla demacrado. Nada es para siempre. Eso, al menos, los budistas lo saben.

Hock Seng esboza una sonrisa pesarosa y continúa escarbando en silencio, trazando una línea de lado a lado en lo alto del panel, extrayendo más serrín prensado. Ahora vive rodeado de lujos, con su mosquitera remendada y el hornillo en el que puede quemar metano verde dos veces al día, siempre y cuando esté dispuesto a pagar al gran hermano
pi lien
de la zona para que pinche ilegalmente las tuberías de suministro de las farolas de la ciudad. Posee su propio juego de urnas de arcilla para recoger el agua de lluvia en el patio diminuto, un lujo extraordinario de por sí, protegidas por el honor y la integridad de sus vecinos, desesperadamente pobres, quienes saben que debe haber un límite para todo, hasta para la miseria y la estrechez, y por eso tiene barriles repletos de viscosos huevos de mosquito verdes que puede estar seguro que no tocará nadie, aunque eso no significa que no puedan asesinarlo al otro lado de su misma puerta, ni que la mujer del vecino no pueda ser violada por el primer
nak leng
que se encapriche de ella.

Hock Seng tira del diminuto panel de la caña de bambú, aguantando la respiración, intentando no hacer el menor ruido. Eligió este punto por las vigas expuestas y las tejas que se entrevén desde abajo en el techo oscuro. Por los huecos, las rendijas y las oportunidades. A su alrededor, los habitantes del arrabal despiertan, gimen, protestan y encienden cigarrillos mientras él suda por la tensión de abrir el escondrijo. Es una locura guardar tanto dinero aquí. ¿Y si se incendian las chozas? ¿Y si la WeatherAll prende por culpa de la vela caída de algún imbécil? ¿Y si la turba viene e intenta dejarle atrapado dentro?

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