Authors: Paolo Bacigalupi
—Sí. Por supuesto.
—Te lo digo en serio.
Hock Seng levanta la mirada un momento antes de volver a concentrarse en la pantalla. La prominencia de sus pómulos y las cuencas de sus ojos resaltan en altorrelieve al resplandor del monitor. Continúa oprimiendo las teclas con unos dedos que recuerdan a patas de araña.
—Da buena suerte —murmura. Una risita sibilante sigue a sus palabras—. Hasta los diablos extranjeros necesitan tener suerte. Con todos los problemas que hay en la fábrica, creo que no te vendría mal que Hotei te echara una mano.
—Aquí no. —Anderson deja el
ngaw
recién adquirido encima de la mesa y se repantiga en la silla. Se seca la frente—. Quémalo en casa.
Hock Seng inclina la cabeza en señal de aquiescencia. En el techo, las hileras de ventiladores de manivela rotan con desgana; las aspas de bambú jadean frente al bochorno que impera en el despacho. Los dos se sientan como náufragos en una isla desierta, rodeados por el mapa del plan maestro de Yates. En la planta que debería haber albergado a agentes de ventas, encargados de logística, empleados de Recursos Humanos y secretarias solo hay filas de mesas y bancos de trabajo desiertos, rendidos al silencio.
Anderson rebusca entre los
ngaw
. Le enseña una de las frutas verdes y peludas a Hock Seng.
—¿Habías visto antes uno de estos?
Hock Seng lo mira de reojo.
—Los thais los llaman
ngaw
. —Vuelve a enfrascarse en el trabajo, pedaleando entre hojas de cálculo que nunca arrojarán la cifra deseada y números rojos que jamás serán denunciados.
—Ya sé cómo los llaman los thais. —Anderson se levanta y se dirige a la mesa del anciano. Hock Seng se encoge cuando Anderson deja el
ngaw
al lado de su ordenador y observa la fruta de hito en hito, como si de un escorpión se tratara—. Los granjeros del mercado supieron decirme el nombre tailandés. ¿Los has visto también en Malasia?
—Me... —Hock Seng empieza a hablar, pero se interrumpe. El esfuerzo por controlarse es palpable, las emociones se suceden a una velocidad de vértigo en sus rasgos—. Me... —Vuelve a dejar la frase en el aire.
Anderson ve cómo el miedo cincela y malea las facciones de Hock Seng. Menos del uno por ciento de los chinos malayos escaparon del Incidente. Es indudable que Hock Seng puede considerarse afortunado, pero Anderson lo compadece. Una simple pregunta, una mera fruta, y es como si el anciano se dispusiera a huir de la fábrica.
Con la respiración entrecortada, Hock Seng contempla fijamente el
ngaw
. Al cabo, murmura:
—En Malasia, ninguno. Solo a los thais se les dan bien estas cosas. —Y acto seguido retoma el trabajo, con los ojos clavados en la pequeña pantalla del ordenador y sus recuerdos a buen recaudo.
Anderson espera a ver si Hock Seng revela algo más, pero el anciano no vuelve a levantar la cabeza. El enigma de los
ngaw
tendrá que esperar.
Anderson regresa a su mesa y empieza a revisar el correo. Los recibos y los documentos fiscales que Hock Seng ha preparado se apilan en una esquina del escritorio, exigiendo atención. Comienza a examinar el montón, añadiendo su firma a los cheques del Sindicato de Megodontes y el sello de SpringLife a las aprobaciones de eliminación de residuos. Se tira de la camisa mientras se abanica frente al calor y la humedad crecientes.
Un rato después, Hock Seng levanta la cabeza.
—Banyat te estaba buscando.
Anderson asiente con la cabeza, distraído con los formularios.
—Han encontrado óxido en la troqueladora. El recambio ha mejorado la fiabilidad en un cinco por ciento.
—¿Veinticinco por ciento, entonces?
Anderson se encoge de hombros, pasa más hojas, estampa su sello en un informe de evaluación de carbono del Ministerio de Medio Ambiente.
—Eso dice. —Dobla el documento y vuelve a guardarlo en su sobre.
—Sigue sin ser una estadística rentable. Esos muelles tuyos están tan apretados que no sueltan nada. Custodian los julios igual que el somdet chaopraya custodia a la Reina Niña.
Anderson pone cara de irritación pero no se molesta en salir en defensa de la errática calidad.
—¿Te ha hablado Banyat también de los tanques de nutrientes? —pregunta Hock Seng—. ¿De las algas?
—No. Solo del óxido. ¿Por qué?
—Se han contaminado. Algunas de las algas no producen la... —Hock Seng titubea—. La espuma. No son eficientes.
—No me ha dicho nada.
Hock Seng vacila de nuevo antes de responder:
—Seguro que lo intentó.
—¿Ha mencionado si es grave?
Hock Seng se encoge de hombros.
—No, solo que la espuma no cumple los requisitos.
Anderson frunce el ceño.
—Está despedido. Un encargado de Control de Calidad que no es capaz de darme las malas noticias no me sirve de nada.
—A lo mejor es que no estabas prestando atención.
Anderson tiene muchos apelativos para la gente que intenta sacar un tema y no lo consigue, pero lo interrumpe un alarido del megodonte de la planta baja. El estruendo es tal que las ventanas tiemblan. Anderson guarda silencio, atento a cualquier posible sonido en respuesta.
—Es el tambor de bobinado Número Cuatro —señala—. Ese
mahout
es un incompetente.
Hock Seng no aparta la mirada del teclado.
—Son thais. Todos son unos incompetentes.
Anderson intenta no reírse del comentario del tarjeta amarilla.
—Ya, pero ese es peor. —Vuelve a concentrarse en el correo—. Quiero que lo reemplaces. Tambor Número Cuatro. Acuérdate.
La cadencia del pedaleo de Hock Seng se tambalea.
—Será problemático, me parece. Hasta el Señor del Estiércol debe inclinarse ante el Sindicato de Megodontes. Sin el trabajo físico de los animales, uno debe recurrir a los julios de los hombres. Es difícil negociar desde esa posición.
—Me da igual. Lo quiero en la calle. No podemos arriesgarnos a que se produzca una estampida. Busca la forma más diplomática de librarte de él. —Anderson coge otro montón de cheques que aguardan su firma.
Hock Seng vuelve a la carga.
—
Khun
, negociar con el sindicato es complicado.
—Para eso te pago. Se llama delegar. —Anderson continúa ojeando los papeles.
—Sí, desde luego. —Hock Seng lo observa con expresión adusta—. Gracias por la clase de dirección empresarial.
—Eres tú el que no para de decirme que no entiendo la cultura de aquí —replica Anderson—. Pues demuestra lo que sabes. Líbrate de ese. Me importa un bledo si eres discreto o si todo el mundo queda en mal lugar, pero encuentra la manera de darle puerta. Es un peligro tener a alguien así en la fuente de suministro.
Hock Seng frunce los labios, pero desiste de seguir protestando. Anderson decide asumir que el anciano atenderá su petición, tuerce el gesto y pasa las páginas de otra carta de autorización del Ministerio de Medio Ambiente. Solo los thais podrían dedicar tanto tiempo a intentar que un soborno parezca un acuerdo de servicios. Nunca pierden las formas, ni siquiera cuando lo extorsionan a uno. O cuando hay un problema con los tanques de algas. Banyat...
Anderson rebusca entre los formularios que cubren la mesa.
—¿Hock Seng?
El anciano no levanta la cabeza.
—Me encargaré del
mahout
—promete mientras sigue tecleando—. Lo haré, aunque lo pagarás caro la próxima vez que vengan a negociar las bonificaciones.
—Bueno es saberlo, pero la pregunta no es esa. —Anderson da un golpecito encima de la mesa—. Has dicho que Banyat se había quejado de la espuma de las algas. ¿Qué tanques son los que dan problemas, los nuevos o los viejos?
—Pues... No lo especificó.
—¿No me dijiste que íbamos a recibir equipo de los amarraderos la semana pasada? ¿Tanques y cultivos de nutrientes nuevos?
Los dedos de Hock Seng vacilan sobre el teclado por un momento. La perplejidad de Anderson es fingida mientras vuelve a barajar los papeles, convencido ya de que los recibos y los formularios de cuarentena no se encuentran allí.
—Tendría que haber una lista por alguna parte. Estoy seguro de que me avisaste de su llegada. —Levanta la cabeza—. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que no deberíamos tener ningún problema de contaminación. No si el equipo nuevo pasó el control de aduanas y ya está instalado.
Hock Seng no responde. Sigue tecleando como si no hubiera oído nada.
—¿Hock Seng? ¿Se te olvidó contarme algo?
Los ojos de Hock Seng permanecen fijos en el fulgor ceniciento del monitor. Anderson espera. Solo el rítmico chirrido de los ventiladores de manivela y el tabaleo del pedal de Hock Seng rompen el silencio.
—No hay ningún manifiesto —reconoce por fin el anciano—. El cargamento todavía está en la aduana.
—Se supone que debía salir la semana pasada.
—Siempre se producen retrasos.
—Me dijiste que esta vez no habría ningún problema —insiste Anderson—. Estabas seguro de ello. Me dijiste que te encargarías de acelerar el proceso personalmente. Te di dinero de sobra para ello.
—Los thais miden el tiempo a su manera. Quizá llegue esta tarde. Quizá mañana. —Hock Seng compone un gesto que podría pasar por una sonrisa—. Son unos holgazanes, no como los chinos.
—¿Pagaste los sobornos? Se supone que los del Ministerio de Comercio iban a recibir una parte para apaciguar al inspector camisa blanca que tienen a sueldo.
—Los pagué.
—¿Todo?
Hock Seng levanta la cabeza con los párpados entornados.
—Pagué.
—¿No les diste la mitad y te quedaste con el resto?
Hock Seng suelta una risita nerviosa.
—Por supuesto que lo pagué todo.
Anderson observa al tarjeta amarilla un momento más, intentando determinar su sinceridad, antes de rendirse y soltar los papeles. Ni siquiera está seguro de por qué se preocupa, pero le molesta que el viejo crea que puede engañarle con tanta facilidad. Contempla de reojo la bolsa de
ngaw
. Tal vez Hock Seng presienta que la fábrica desempeña un papel muy secundario... Se obliga a arrinconar esa idea y vuelve a presionar al anciano.
—Entonces, ¿mañana?
Hock Seng inclina la cabeza.
—Creo que es lo más probable.
—Esperaré sentado.
Hock Seng no reacciona ante el sarcasmo. Anderson se pregunta si lo habrá entendido siquiera. El hombre habla inglés con una facilidad asombrosa, pero de vez en cuando se topan con barreras lingüísticas cuyas raíces parecen estar más hundidas en la cultura que en el vocabulario.
Anderson vuelve a concentrarse en el papeleo. Formularios fiscales por aquí. Cheques por allá. Los trabajadores cuestan el doble de lo que deberían. Otro de los problemas de tratar con el reino. Mano de obra tailandesa para empleos tailandeses. Las calles están llenas de refugiados tarjetas amarillas que se mueren de hambre, pero no puede contratarlos. En teoría, Hock Seng debería estar en las colas del paro, tan acuciado por la inanición como los demás supervivientes del Incidente. Sin sus dotes especiales para los idiomas y la contabilidad, y sin la indulgencia de Yates, habría perecido ya.
Anderson se detiene al llegar a un sobre nuevo. Está dirigido a él, personalmente, pero como era de esperar, el lacre está roto. A Hock Seng le cuesta horrores respetar la inviolabilidad del correo ajeno. Es un problema que han discutido en repetidas ocasiones, pero aun así el anciano sigue cometiendo «errores».
Dentro del sobre, Anderson encuentra una pequeña tarjeta de invitación. Raleigh sugiere que se reúnan.
Anderson da unos golpecitos con la tarjeta encima de la mesa, contemplativo. Raleigh. Un resto del naufragio de la antigua Expansión. Un viejo pedazo de madera de deriva que llegó con la marea alta, cuando el petróleo era barato y se podía dar la vuelta al mundo en cuestión de horas en vez de semanas.
Cuando las ruedas del último jumbo se levantaron de las pistas inundadas de Suvarnabhumi, Raleigh lo vio partir hundido hasta las rodillas en las aguas marinas que no dejaban de subir. Se fue a vivir con sus novias, y cuando estas murieron buscó otras nuevas, forjando una vida de limoncillo, baht y opio de la mejor calidad. Si las historias que cuenta son ciertas, ha sobrevivido a golpes y contragolpes de Estado, a plagas de calorías y a hambrunas. En la actualidad, el viejo reposa como un sapo cubierto de verrugas en su «club» de Ploenchit, sonriendo complacido mientras instruye a los extranjeros recién llegados en las artes perdidas de la depravación pre-Contracción.
Anderson tira la tarjeta encima de la mesa. Sean cuales sean las intenciones del viejo, la invitación parece inofensiva. Raleigh no ha conseguido vivir tanto tiempo en el reino sin desarrollar cierto nivel de paranoia. Anderson observa de soslayo a Hock Seng y sonríe ligeramente. Los dos harían una pareja perfecta: dos almas expatriadas, dos hombres lejos del país que los vio nacer, supervivientes ambos gracias al ingenio y la paranoia...
—Si no vas a hacer nada aparte de ver cómo trabajo —refunfuña Hock Seng—, el Sindicato de Megodontes solicita una renegociación de las tarifas.
Anderson echa un vistazo a los gastos apilados encima del escritorio.
—Dudo que sean tan educados.
La pluma de Hock Seng se detiene en el aire.
—Los thais siempre son educados. Incluso cuando amenazan.
El megodonte de la planta de abajo vuelve a chillar.
La mirada que Anderson le dedica a Hock Seng habla por sí sola.
—Supongo que eso te da algo con lo que regatear cuando llegue la hora de despedir al
mahout
Número Cuatro. Diablos, a lo mejor dejo de pagarles hasta que se libren de ese cabrón.
—El sindicato es poderoso.
Anderson da un respingo cuando otro alarido sacude la fábrica.
—¡E imbécil! —Echa un vistazo de reojo a las ventanas de observación—. ¿Qué demonios le están haciendo a ese animal? —Le hace una seña a Hock Seng—. Ve a mirar.
Hock Seng parece a punto de empezar a discutir, pero Anderson lo fulmina con la mirada. El anciano se pone de pie.
Un ensordecedor trompetazo de protesta interrumpe cualquiera que fuese la queja que el anciano se disponía a formular. Las ventanas de observación tiemblan violentamente.
—¿Qué de...?
Otro barrito estremece el edificio, seguido de una estridencia mecánica: el tren de alimentación, sacudiéndose. Anderson se levanta de la silla de un salto y corre a la ventana, pero Hock Seng llega antes que él. El anciano se queda mirando fijamente al otro lado del cristal, boquiabierto.