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Authors: Alfredo Grimaldos

La CIA en España (9 page)

BOOK: La CIA en España
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Algunas de las técnicas de captación empleadas por los militares de Estados Unidos son elementales pero muy eficaces. Por ejemplo, el caso del campechano general norteamericano que se acerca a un comandante o un capitán español pronosticándole una larga y fructífera carrera profesional. Y a continuación, le pide que siga manteniendo contactos con él. En otras ocasiones, se va más lejos: «Cuando se cae en la primera tentación y se coge dinero, ya te tienen trincado», prosigue Vinuesa. «Eligen a los que son "vulnerables" por ambición profesional, por el sexo o por asuntos económicos. Había gente que tenía trampas para cazar elefantes. Aquí no se nos pagaba bien a los militares. Buscaban al que se había comprado una casa y estaba ahogado con la hipoteca... Ellos controlaban todo eso. Como, además, no te sentías traidor...»

Se suele empezar por las «colaboraciones» más llevaderas, pero luego vienen las cloacas. «Como filmar las relaciones homosexuales de la hija de un personaje político», señala Vinuesa. «Con lo que suponía una cosa como esa en los años sesenta o setenta. O un pagaré sin cumplir, las propias relaciones homosexuales del personaje... Muchas veces provocadas por un cebo. Esas son prácticas normales en los servicios secretos. Mecanismos para doblegar la voluntad de alguien a quien se quiere manejar.»

Por otra parte, las bases de «utilización conjunta» se convierten en reductos donde los norteamericanos hacen lo que quieren sin que nadie les fiscalice. «Yo visité la base de Morón con motivo de un curso de cooperación aeroterrestre», relata el general Fernández Monzón.
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«Y un día que salí a pasear por el interior de las instalaciones, con un compañero, vi cuatro gigantescos B-52, cercados con vallas de restricted area. Le dijimos al jefe de la base, un coronel español, que nos gustaría mucho observar los aparatos de cerca, y él nos contestó: "Toma, y a mí, pero no permiten que nadie se acerque". Aquí, los norteamericanos han hecho siempre lo que han querido; sólo se ha sabido lo de la bomba de Palomares.»

En 1970, cuando se produce la entrega a España del oleoducto Rota-Zaragoza, que hasta entonces había estado controlado por los estadounidenses, Fernández Monzón tiene el rango de capitán. Está previsto que, a partir de ese momento, la conducción se utilice no sólo para cubrir las necesidades de las Fuerzas Armadas, sino también, a través de Campsa, para usos civiles. «Se pretendía definir el oleoducto como "instalación petrolera civil"», recuerda el hoy general en la reserva.

«Pero ellos insistieron en que figurara en los acuerdos, expresamente, como una instalación militar española. Al final, hubo que registrarla así, aceptar lo que querían los norteamericanos, porque, de ese modo, al no ser civil, su ejército siempre tiene derecho a utilizarla. Además, impusieron unas condiciones onerosas en el funcionamiento del oleoducto. Por ejemplo, en caso de emergencia, hay que detener inmediatamente todo el bombeo de productos españoles, gasolina y cualquier crudo, y tienen prioridad el queroseno y los productos de sus fuerzas armadas.»

En 1953, tras la firma de los acuerdos de cooperación, empiezan a viajar a Estados Unidos, para realizar los correspondientes cursos de formación, los oficiales del Ejército del Aire que van a pilotar aviones T-33 y F-86. Una ocasión inmejorable para que los instructores hagan proselitismo. «Los cursos duraban un año y, durante ese tiempo, los instructores intentaban captar a quienes más les interesaban», explica el capitán José Ignacio Domínguez, antiguo miembro de la UMD (Unión Militar Demócrata).
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«Cada vez que se traían nuevos aviones había cursos de ese tipo. Para el F-104 y, sobre todo, para el F-5. Lo tenían todo controlado. Por ejemplo, el profesor de inglés de la Academia del Aire era un capitán de las Fuerzas Aéreas norteamericanas que siempre nos estaba sondeando. Decían que las bases eran conjuntas, pero en realidad eran sólo suyas. Recuerdo que, cuando estuve destinado en Morón, de teniente, un día iba a salir de la base y no me dejaron los norteamericanos. El capitán del cuartel, un español, no pintaba nada allí, era un cero a la izquierda.»

La Contrainteligencia del Tío Sam

Durante los años sesenta, la influencia de la CIA en los servicios de información del Ejército español es absoluta. Hasta tal punto que el pluriempleo a dos bandas de nuestros oficiales está considerado como algo normal: la mitad de la jornada se trabaja para casa y las horas extras de la tarde se dedican a los encargos de los socios. Los salarios de los militares son relativamente modestos y a nadie le parece mal que los miembros de los servicios de información sumen así un sobresueldo.
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Durante la segunda mitad de los sesenta, Manuel Fernández Monzón está destinado en Contrainteligencia. El número clave de este servicio es 042 y su sede ocupa el número 49 de la calle de Menéndez Pelayo, bajo el paraguas de una supuesta «Comisión de estudios». Esta sección pertenece al departamento de información clandestina, el 04, que engloba espionaje y contraespionaje. La sección destinada a espionaje, el 041, está ubicada en la calle de Vitrubio. El edificio ocupado por Contrainteligencia junto al Retiro es tan discreto que llama la atención. «No había ni una antena de televisión en el tejado, ni en la azotea, y todos los coches que paraban en la puerta eran de color negro, cuando entonces en Madrid sólo iban pintados de negro los taxis, pero con una línea roja», recuerda Fernández Monzón. «Allí trabajábamos hasta las tres de la tarde. El horario normal del Ejército entonces. La tarea extra de las tardes nos la pagaba la CIA. Tampoco hacíamos mucho, pero a ellos les interesaba tenernos como colaboradores. Cada mes aparecía el señor Lee con el dinero en un maletín y nos pagaba abiertamente. Ya en aquella época estaban conectados todos los servicios de inteligencia de Europa Occidental, mucho antes de que existiera la Unión Europea. Eso no es nuevo de ahora. Teníamos contacto con el servicio alemán, inglés, francés...»

Precisamente la colaboración con los servicios norteamericanos y británicos le lleva a Fernández Monzón hasta la URSS. En 1966 entra en el servicio de Contrainteligencia y le destinan al Estado Mayor. Posteriormente es seleccionado para recibir adiestramiento especial en el castillo de Wildenrath, en Escocia, con el fin de participar en una red que saca a disidentes y a sus familiares de la URSS. Bajo las órdenes del coronel McKenan, llega a participar en cinco operaciones. Gracias al origen germano de una de sus abuelas, su educación ha sido bilingüe y habla perfectamente alemán. Durante la quinta incursión en suelo soviético, haciéndose pasar por ciudadano de la RDA, en compañía de dos agentes germanooccidentales, es detenido nada más llegar al puerto de Leningrado. «Estuvimos dos años allí, hasta que nos pusieron en libertad, gracias a las gestiones de la Cruz Roja», recuerda. «Un barco italiano nos llevó hasta Génova y allí nos soltaron. Aquí ya me habían hecho hasta un funeral y misas gregorianas. Incluso habían salido esquelas en los periódicos. Al año de desaparecer, como no tenían noticias mías, me dieron por muerto.»

Durante años, el área de Contrainteligencia del Ejército español continúa siendo un reducto controlado y financiado por la CIA. El coronel Perote forma parte de ese servicio durante la segunda mitad de los setenta. Aún recuerda su sorpresa al descubrir que aquello estaba completamente tutelado por los norteamericanos.

«Oficialmente dependíamos del CESID, pero en realidad, nuestros patrones eran los jefes de Estación de la CIA. Ellos eran los que pagaban la sede de Menéndez Pelayo y también nuestras gratificaciones, en calidad de fondos reservados. Ese dinero no salía de los presupuestos. Yo cobraba un plus de los norteamericanos y, al principio, ni siquiera sabía que me lo daban ellos. Nos entregaban un sobre a fin de mes. Eso estaba institucionalizado en el servicio, se veía como algo normal. Y el que paga manda. Semejante dependencia fue siempre escandalosa, y la colonización de nuestros servicios no se quedaba sólo ahí. Así que cuando llegué al CESID, como responsable de la AOME, me empeñé en quitárnosla de encima.»

Ronald Edward Estes, jefe de estación de la CIA en Madrid a finales de los setenta y durante los primeros ochenta, visita todas las semanas el inmueble de Menéndez Pelayo ocupado por la sección de Contrainteligencia del Alto Estado Mayor del Ejército español, un departamento exclusivamente militar. «Los delegados de la CIA, y también los del Mossad israelí, entraban por allí cuando querían, como si estuvieran en su casa», señala Perote.

«Con lo que supone eso, que los delegados de dos servicios de información extranjeros se muevan así en la sede de Contrainteligencia, que está precisamente para controlar sus actividades aquí. Éramos un apéndice de ellos. Después, cuando llegué al CESID, conseguí que el delegado de la CIA viniera a nuestra sede con unos horarios marcados. Era un intercambio, ya no hacían lo que querían ni aparecían cuando les daba la gana.»

Las actividades de Contrainteligencia están dirigidas, fundamentalmente, contra el Pacto de Varsovia, considerado el principal enemigo del régimen y del patrón norteamericano. Pero Cuba, por ejemplo, no entra en los planes de los servicios de información españoles en ese momento. Es otro mundo. Sin embargo, se acaba convirtiendo en un objetivo prioritario para Contrainteligencia, porque les interesa a los agentes de la CIA que actúan en Madrid. «En un determinado momento, nos planteamos el control del consulado cubano en Barcelona», explica Perote. «Ellos nos habían incitado a hacer esas escuchas. Estábamos a su servicio. ¿Y qué nos importaba China a finales de los setenta? ¿Qué problemas teníamos con sus diplomáticos? Pues hicimos la Operación Naranja para controlarlos. Los norteamericanos nos trasladaban sus problemas, trabajábamos hacia sus objetivos: seguimientos, controles, escuchas... Sin saber por qué ni para qué.»

En algunas ocasiones, los hombres de los servicios de información españoles reciben ofertas mucho más explícitas de la CIA para ponerse a su total servicio. Con Manuel Fernández Monzón llegan a hacer un intento de reclutamiento que no prospera. «Después de que se publicara por primera vez en la prensa una lista con los nombres de algunos miembros de la CIA en Madrid, cuando querían verte, te citaban fuera de España», relata.

«A mí me citan en Burdeos, en un hotel, y cuando subo a la habitación convenida, me encuentro con cinco tíos de la CIA con el polígrafo preparado. Es lo que utilizan para hacer la prueba a la gente que quieren contratar, así intentan asegurarse de que no les mienten. Me propusieron ir a Latinoamérica, pero les dije que no. Era el año 1984. Y ahí quedó la cosa. Un mes después, me llaman del banco diciéndome que se ha recibido una transferencia a mi favor de un millón de pesetas, que era un dinero en aquella época. Pregunté quién la había hecho y me dijeron que estaba enviada a nombre de Michael Jordán, la estrella mundial del baloncesto, que entonces estaba empezando a ser famoso. Después, ya no volví a tener noticias de ellos.»

Para intentar suavizar la evidencia de la colonización que sufren los agentes españoles, desde Estados Unidos se realiza una permanente labor de adoctrinamiento a los responsables de los servicios, para «convencerles» de cuáles son los enemigos comunes. Además, se ofertan constantemente cursos especializados en Fort Bragg, Houston, West Point... Cuando se crea la unidad española de helicópteros, a mediados de los sesenta, también todos los pilotos de los nuevos aparatos tienen que ir a Estados Unidos para formarse.

En ese momento se está dando un cambio generacional en las Fuerzas Armadas españolas y los jóvenes oficiales ambicionan sentirse buenos profesionales, bien formados, al nivel de los de otros ejércitos. Y están encantados con las ofertas que llegan de Estados Unidos, piensan que su futuro profesional puede mejorar sensiblemente. Los instructores norteamericanos se encargan de fomentar ese sentimiento. A los altos mandos españoles que han hecho la guerra ya no les importa ninguna reconversión, sólo perpetuarse en el poder, pero el hecho es que se está empezando a entrar en la era moderna de los ejércitos y los jóvenes oficiales se quieren cualificar. Es muy fácil ponerles un cebo. «Estábamos locos por poder salir al extranjero», confiesa el coronel Perote. «Entonces el que viajaba fuera de España era una
rara avis
. Que hay un curso de carros de combate en Estados Unidos, pues todo el mundo quería ir. Salir y conocer otras cosas. Cuando yo fui a Alemania, veinte años después del final de la guerra, aún había ruinas por todas partes y aquello me sorprendió mucho.»

Otro de los elementos clave que los norteamericanos utilizan para tener controlados a los servicios españoles es su apabullante supremacía tecnológica. Los primeros micrófonos que se empiezan a instalar aquí para realizar escuchas llegan de manos de la CIA y el Mossad. Como el «canario» es de ellos, uno de sus hombres tiene que formar parte, «necesariamente», del equipo que va a instalarlo. De ese modo saben dónde está y a quién se lo ha colocado. «Cuando me incorporé a la AOME, el panorama era desolador. Los micrófonos nos los prestaban los norteamericanos, y eso acarreaba nuestro total control operativo e informativo», explica el coronel Perote. «Con la excusa de que la CIA abre una ficha por cada "canario" que posee y en ella especifica su historial de uso, cada vez que nos dejaban uno, llegaba un agente norteamericano, desde el cuartel general de la Agencia en la República Federal de Alemania, para participar en su colocación. De ahí a saber lo que grabábamos sólo había un paso.»

Pero la colonización del CESID no sólo es tecnológica, sino también formativa. Los cursos de preparación técnica los siguen dando especialistas norteamericanos. Y continúa habiendo una gran dependencia económica. «Por ser de la familia, pero no hermanos, les llamábamos "primos" en nuestro argot», bromea Perote. «Pero siempre pensé que los únicos primos éramos nosotros.» Como jefe de la AOME, inicia en 1981 una paulatina fase de descolonización de su departamento que culmina, definitivamente, en 1984. «Antes de romper, y no precisamente de un modo idílico, tuvimos que desarrollar nuestra propia tecnología. En nuestros talleres de la calle de Cardenal Herrera Oria, de Madrid, se montó el primer "canario" hecho en casa. Ya estábamos en condiciones de pararles los pies a los yanquis.»

A principios de los ochenta hay un número muy importante de agentes de la CIA en España. El jefe de estación, Ronald Edward Estes, está en contacto permanente con el embajador Terence Todman, hombre de filiación política republicana y muy allegado al presidente Ronald Reagan. El nombre de Todman aparecerá en la trastienda del golpe de Estado del 23-F. Durante sus años al frente de la embajada de la calle de Serrano se dedica, con todo descaro, a la intriga y la injerencia en asuntos internos de España. Con su sucesor, Thomas Enders, el panorama no variará. Los norteamericanos continúan considerando los servicios de información españoles como un apéndice de los suyos. «La relación de dependencia del CESID, la agencia de inteligencia estratégica de un Estado que se supone soberano, con relación a la CIA estadounidense, era casi tan vergonzosa como indescifrable», asegura el coronel Arturo Vinuesa. «Los contactos entre algunos miembros del CESID y de la CIA en España eran, en algunos casos, tan frecuentes y fluidos que habría sido interesante investigar hasta qué punto eran mantenidos en exclusivo provecho de los intereses nacionales.» Prosigue: «Los agentes de la CIA, además de otras coberturas oficiales, disfrutaban de la tutela nominal de la multinacional norteamericana Interpublic S.A., cuya cabecera estaba ubicada en Ginebra y desde la que, de forma discreta, intervenía la CIA, desde Langley, en la distribución y asignación de directrices a sus miembros ... El entreguismo a los servicios yanquis era total y vergonzoso. Y nuestras relaciones con ellos siguieron en gran medida por ese camino. Varios años después, hacia 1990, cuando tratamos de informatizar nuestro servicio, nos quisieron imponer su sistema BICES. Eso suponía estar en sus manos, completamente controlados. Algún insensato me decía: "Le podemos poner nuestro propio módem". ¡Qué tontería!, cuando ellos estaban a años luz de nosotros en tecnología. Yo estuve temporalmente al mando de la División de Inteligencia y advertí que si cedíamos a la OTAN la conexión a nuestro sistema, por ahí se nos iba a ir toda la información».

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