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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

La cinta roja (49 page)

BOOK: La cinta roja
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–¡Pero si lo he hecho por ti, vida mía! Fue tu imagen en la tribuna la que me dio fuerzas, gracias a tu presencia he sido capaz de convencer a toda esa gente. Tú a mi lado, he ahí mi fortaleza –me dijo esa misma noche, los dos solos en nuestra habitación, mientras recorría a grandes zancadas la estancia como un animal enjaulado, también como un niño que no alcanza a entender qué ha hecho mal.

De sobra sabía yo que lo que decía era cierto. Si Tallien había faltado a su palabra y vendido a los
chouans
era por mí. Pero lo había hecho no sólo para desviar la atención de nuestra pequeña y fallida tentativa de intrigar con un pretendiente español al trono de Francia y salvar una vez más su cuello. Lo había hecho sobre todo por una razón aún más poderosa para él: para recuperar mi estima, mi amor, mi admiración. Para que yo no tuviera que tolerar la compañía de
un petit chien
al que todos comenzaban a despreciar. En otras palabras, para no ser únicamente un hombre que en un momento de la Historia se había erigido en el salvador de Francia, pero sólo porque no lograba borrar de su corazón la imagen de una mujer a punto de subir al cadalso, una por la que hubiera derramado hasta la última gota de su sangre.

Afortunadamente para mí, nada de esto me reprochó Tallien mientras caminaba arriba y abajo por nuestra habitación, y yo le agradecí en lo más hondo de mi ser que no lo hiciera. De nada servía hablar de lo que los dos sabíamos, de su devoción y de cómo este mismo fervor por mí nos estaba distanciando. Él sólo se disculpaba por no haber interpretado bien mis deseos, y lo hacía llorando como un niño.

Entonces ocurrió algo que yo no esperaba: sus lágrimas, que tantas otras veces me habían inspirado piedad, me produjeron asco.

–Lo he hecho para que estuvieras orgullosa, para que todo vuelva a ser como antes –decía Tallien inclinándose para besarme las manos; y luego, sin que yo pudiera evitarlo, se abrazó a mis rodillas. Tenía la cara desencajada y de sus labios caía ahora un largo hilo de baba que le recorría el mentón, bajaba por el cuello y mojaba luego mi vestido. Yo no podía controlar la sensación de náusea que me atenazaba la garganta hasta ahogarme. «Como antes –dije para mis adentros–. Sí, mañana todo volverá a ser como antes, pero en el peor sentido de la frase. Mañana él será una vez más el hombre vacilante y torpe que es habitualmente cuando no le inspira el desesperado temor a perderme. Será Tallien el
gauche
, la estrella menguante que a nadie interesa y que a todos aburre. Y mañana también, o al otro, o al siguiente a más tardar, morirán los
chouans
que se entregaron bajo solemne promesa de perdón sin que Nuestra Señora de Thermidor ni tampoco la del Buen Socorro pueda salvarlos. Porque ocurre que esa buena dama que trata siempre de ayudar a otros, está ella misma necesitada de un buen socorro: tan unida se encuentra su suerte a la de su marido».

Esa noche le pedí a Tallien que durmiera en otra habitación. No me sentía con fuerzas como para tenerle cerca, para padecer su proximidad, su aliento en mi almohada y ese olor rancio de un cuerpo que otras veces había llegado incluso a amar. Pero había también razones de orden práctico para desear la soledad, y éstas fueron las que esgrimí para pedirle que me dejara sola. Necesitaba pensar, poner en orden mis ideas. Mañana, sí, mañana todo volvería a ser como antes para el matrimonio Tallien a menos que yo hiciera algo para sacar provecho de este nuevo y mínimo momento de gloria que había tenido mi marido a costa de la sangre de los
chouans
. Distraídamente miré el calendario que había sobre mi mesa. Era uno muy bello de nácar y marfil que había logrado sobrevivir conmigo todos estos años a tantas mudanzas, a tantas huidas. El 9 de Thermidor era la fecha que en él podía leerse. Y si la Convención había festejado ya con tanta pompa el aniversario de la muerte de Robespierre, ¿qué más natural que uno de sus actores principales lo hiciera también? «Una fiesta –me dije–, una gran fiesta que marque nuestro regreso al círculo de los más influyentes». Eso era lo que pensaba organizar. ¿No estábamos acaso en un tiempo en el que la mayor obsesión era divertirse? ¿No era yo madame Thermidor? ¿No hacía exactamente un año que Tallien había derrotado a Robespierre? Muy bien, pero esta vez iba a ser yo quien administrara nuestro recién conquistado patrimonio de prestigio y respetabilidad, y lo haría como más gustaba a la frívola sociedad parisina: con un gran baile de
merveilleuses
y de
jeunesse dorée
.

«Para celebrar el aniversario de una nueva era de libertad y esperanza en el futuro... –Así comenzaría la invitación que pensaba enviar a todos nuestros amigos y a las personas más relevantes de la ciudad–: Y también para festejar el regreso de Jean-Lambert Tallien a la escena política, se celebrará el día 12 de Thermidor en La Chaumiére un baile de víctimas... Directora escénica, responsable del vestuario y de todo lo demás, Teresa Cabarrús».

Naturalmente, esta segunda parte de la invitación no estaba en el texto que pensaba enviar a mis convidados, sino sólo en mi ánimo. «Adelante», me dije; eran muchas y muy variadas las cosas que había que preparar.

Un gran baile de víctimas

L
os entretenimientos que más interés despertaban en la sociedad de entonces eran los llamados
bals des victimes
, en los que, como si de un exorcismo se tratara, los invitados se dedicaban a escenificar de forma entre humorística y morbosa lo que habían sido los horrores de la era Robespierre. Para poder asistir a esas fiestas era indispensable tener un pariente, cuanto más cercano mejor, que hubiera perdido la vida en la guillotina, y tal era el furor por ellas que la gente falsificaba incluso documentos para conseguir una entrada. A estos bailes, la mayoría públicos, era costumbre acudir ataviados de luto y con algún signo luctuoso, como por ejemplo una cinta roja atada al cuello para simbolizar el tajo de la
Louisette
. «Ataviados» es aquí palabra engañosa, puesto que sirve en realidad para describir sólo el vestuario de los caballeros. Ellos, a pesar de los toques extravagantes de sus ropajes, al menos iban vestidos; nosotras, las damas, en cambio, íbamos más bien desvestidas. Recuerdo, por ejemplo, una
tenue
mía que tuvo mucho éxito en una fiesta organizada por madame de Staël y que consistía en una bella representación de Hécate. Al contarle que pensaba acudir así ataviada, Germaine de Staël se había sorprendido ante el personaje elegido por mí.

–Querida, ya que has decidido disfrazarte de bruja, bien podías haber elegido convertirte en Circe o en cualquier otra hechicera famosa por su belleza; la vieja y fea Hécate, en cambio, no te hará justicia.

Siempre me gustó epatar a Germaine y en aquella ocasión lo logré con creces. Aparecí en su fiesta como una vieja decrépita y harapienta para, al cabo de unos minutos, despojándome de mis harapos, lucir casi desnuda con tan sólo una malla transparente que simulaba una finísima tela de araña. Cuento esta anécdota para explicar que los bailes de víctimas, que siempre giraban en torno a temas lúgubres, requerían mucha imaginación y también una cuidada escenografía. Algunos se celebraban cerca de los cementerios o de viejas cárceles para dar desde el principio el adecuado marco a tan funeraria fiesta. Los que tenían lugar en casas particulares, exigían un esfuerzo añadido de organización por parte de los anfitriones y, como es natural, un gasto considerable. Pero en aquel entonces tal cortapisa no existía, todo el mundo gastaba a manos llenas los dineros logrados en negocios turbios. Recuerdo como particularmente bella y dramática, por ejemplo, la fiesta organizada por otra de las estrellas emergentes del momento, madame Villers. En su caso, ella optó por recubrir el suelo de una tela roja que semejaba sangre y que ondulaba bajo nuestros pies al caminar hinchada y deshinchada por grandes fuelles. Durante la cena (en la que se sirvieron sólo vísceras y frutos rojos), una orquesta de cámara amenizaba nuestro lúgubre banquete tocando la marcha fúnebre. Tal era el despliegue de imaginación morbosa, que sorprender a los invitados se estaba convirtiendo en una misión inalcanzable. Aun así, la ocasión merecía un esfuerzo especial por mi parte y durante varios días estuve trabajando en silencio sin confiarle a nadie, ni siquiera a Rose, la idea que tenía en la cabeza.

Llegó por fin el día y la fortuna tuvo a bien regalarme una noche perfecta llena de estrellas, cálida pero con una suave brisa. El jardín estaba muy bello iluminado por cientos de antorchas y desde la ventana de mi habitación me entretuve en observar a la luz de éstas cómo empezaban a llegar nuestros invitados. Una de las primeras en aparecer fue Germaine de Staël, impresionante en su caracterización de... en fin, eso tendría que preguntárselo más tarde, porque de momento iba cubierta con una larga capa (negra, naturalmente). Según sus gustos intelectuales, lo más probable es que bajo dicha prenda se escondiera un disfraz de Medea o de Clitemnestra o de alguna otra dama con las manos profusamente manchadas de sangre. Vi después a Rose, que, contraria a su costumbre, llegó bastante temprano. La futura emperatriz de Francia no tenía mucho dinero por aquel entonces. Aun así, era ya todo lo manirrota que le permitía su pequeña pensión de viudedad (y las dádivas de sus amantes, dicho sea de paso). Como eso no le bastaba, tenía por costumbre redondear su presupuesto dedicándose al trueque y debía de haber tenido un golpe de fortuna de uno u otro signo, porque esa noche iba espléndida. Esa noche había elegido un favorecedor vestido azabache que dejaba al descubierto su bello pecho, salvo las areolas. Éstas lucían recubiertas de minúsculos brillantes; falsos, naturalmente, pero reflejaban su luz de un modo muy hermoso que resplandecía gracias a las antorchas. Con ella venía Barras. Todos sabíamos que Rose y él tenían eso que en Francia llaman una
amitié amoureuse
, un término que adoro y que refleja lo muy civilizados que son los franceses en los asuntos galantes. Una amistad amorosa es aquella que incluye cama, amor y pasión, pero que deja fuera eso tan pesado que podemos llamar exclusividad. Nada de fidelidad, nada de celos, nada de drama. Baste decir que en el París de aquel entonces la moral no estaba invitada a nuestras fiestas; era algo engorroso y molesto que todos preferíamos dejar a la puerta. Además, a Rose su liaison con Barras le permitía gozar de la ayuda económica de su amigo, lo que era más que conveniente dadas sus precarias finanzas. Pero dejemos de hablar de las finanzas de la futura emperatriz de Francia y de sus
amitiés amoureuses
para observar quién más hace su entrada en La Chaumiére al baile de víctimas.

Una pareja de petimetres vestidos con levitas negras de altísimos cuellos que venían detrás de Barras y Josefina aceleraron su paso para saludar con aspavientos al que poco a poco se estaba convirtiendo en el hombre más importante de Francia. Barras, sin embargo, apenas los miró. Saludó
á la victime
como era de rigor e inmediatamente los despidió con lo que me pareció un muy aristocrático gesto de la mano. Entonces yo me entretuve en observarle bien desde mi escondite. Ahora que la gente poco a poco volvía a presumir de sus orígenes aristocráticos, el porte y la apostura de Barras no dejaban lugar a dudas: pregonaba que era vizconde y educado con esmero. Muchos lo consideraban la gran esperanza política del momento, pero debo decir que algo en aquel hombre me producía escalofríos. Tal vez durante la cena, me dije, debería dedicar un tiempo a conversar con él. Ojos como ésos es aconsejable mantenerlos pegados a un bello escote o a unas bien torneadas piernas. Y es que tengo para mí que cuando un hombre, por muy peligroso que sea, se entrega al dulce placer de conquistar a una dama, olvida aunque sea durante ese rato otras lides igualmente atractivas para él, como la intriga o incluso la traición.

Yo le había pedido a Tallien que bajara temprano y que se ocupara de recibir a nuestros invitados mientras ultimaba mi
toilette
. Con seguridad, me decía a mí misma, una vez pasado el efecto producto del miedo y la desesperación, gracias a los cuales había conseguido convencer de su inocencia a la Convención, Tallien volvería a ser el hombre socialmente torpe de siempre. Pero yo confiaba en que la puesta en escena que había preparado para aquella velada lograse que nuestros invitados se dedicaran a admirar la decoración y no a juzgar a Tallien. Y es que esa noche todo estaba pensado para provocar sorpresa, incluso estupor. Para empezar, el hall de entrada estaba decorado de modo que los huéspedes tuvieran la impresión de que se adentraban en La Force, la cárcel en la que Josefina y yo habíamos estado prisioneras. A tal efecto, había hecho colocar aquí y allá pesados grilletes y otros instrumentos de tortura, así como paja en el suelo e incluso alguna inmunda rata disecada. Hasta aquí, nada hacía presagiar un alarde de imaginación ni mayor ni distinto de lo que era habitual en los llamados bailes de víctimas con su estética lúgubre. A esta primera impresión engañosa contribuía además la música que tocaba una pequeña orquesta instalada en una esquina: un réquiem de Bach. La sorpresa vendría después, cuando todas las «víctimas» vestidas de negro y con sus cintas rojas al cuello pasaran a la siguiente estancia. Porque allí había yo preparado una variante a tan fantasmal desfile de muertos: los esperaba nada menos que el paraíso. O lo que es lo mismo: un decorado que reproducía el Más Allá al que accedían nuestros amados difuntos, aquellos que habían dejado su cabeza en la guillotina. Yo había hecho cubrir las cuatro paredes de nuestro salón de baile con tules blancos tachonados de estrellas plateadas. Poco antes de que los invitados entraran, estaba previsto encender cientos de velas que se reflejarían en veinte grandes espejos instalados a poca distancia unos de otros a lo largo de toda la sala, hasta lograr una luminosidad tan intensa como la luz del día. En cuanto se abrieran las puertas, además, una orquesta de mayor tamaño que la primera, situada en un balconcillo superior, tenía previsto interpretar la
Primavera
, de Vivaldi, mientras un centenar de camareros ataviados de blanco servirían champagne en altas copas en forma de flauta. Incluso la forma de las copas estaba deliberadamente elegida. Las copas de champagne más habituales en las casas de entonces eran las bajas y redondas, por estar inspiradas en el tamaño y forma del pecho de la Pompadour. Sin embargo, nada en fiesta tan «celestial» debía hacer pensar que el matrimonio Tallien tenía inclinaciones monárquicas, de modo que yo me había hecho fabricar unas altas y estilizadas copas a las que llaman
flûtes
.

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