La ciudad de la bruma (18 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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—Me cuesta comprenderlo, William. ¿Tu padre reconoce abiertamente que traicionó a su socio?

—Así es. Ya no le importa, él mismo dice que va a morir muy pronto.

Joseph asintió, pensativo.

—Reconoce sus pecados antes de verse obligado a dar cuenta de ellos —dijo.

William se encogió de hombros. Desconocía si aquella era la razón por la que su padre finalmente había decidido contárselo todo. Reanudó su relato:

—Jeremiah Winston se vio de pronto arruinado y abandonado por su prometida, que se había mudado a Escocia. Mi padre no solo le negó su ayuda, sino que además le tendió una trampa para hacerle pasar por ladrón, y Winston fue encarcelado en la prisión de Newgate.

—¡Dios mío!

—Mi padre dice que salió en libertad en primavera, al parecer dispuesto a vengarse.

—Ciertamente, es comprensible que alguien desee vengarse en una situación semejante.

—Fue él quien provocó el incendio. Y para asegurarse de que mi padre no huía, se presentó ante él y le atacó. Su intención era la de dejarle inconsciente para que no pudiera escapar antes de que el fuego le rodease. Le golpeó, provocando que cayera sobre las llamas y su rostro se abrasara. —William recordó el gesto de sir Ernest en las profundidades de la habitación secreta, acercando la mano a lo que quedaba de su cara en un amago de caricia.

—Sin embargo, logró salir.

—Sí. Quizás Winston se asustó y temió por su propia vida, no lo sé. El caso es que a mi padre lo encontró su ayudante, Herbert Dawson, y lo sacó con vida, aunque con el cuerpo destrozado por fuera y por dentro.

—¿Y cómo consiguieron que nadie se enterara de que se había salvado?

—Aquel día todo debió ser bastante caótico, hubo muchas víctimas, empleados de la fábrica e incluso un par de los bomberos que acudieron a apagar el fuego. A mi padre lo llevaron al hospital y una vez allí, según nos ha contado, urdió el plan de fingir que realmente había muerto, pues temía que Winston no se detendría hasta acabar con él. Al fin y al cabo, de acuerdo con los médicos, lo extraño es que aún hoy siga con vida tal y como se encuentra su organismo. Sospecho que el propio Jeremiah Winston no quedó del todo convencido de su muerte; ¿recordáis que os conté que una noche estaba seguro de haber oído a alguien abriendo una de las ventanas? Ahora creo que debió de ser él. Y puede que no haya sido la única vez, es probable que haya entrado en casa intentando dar con mi padre. Esa noche Leonard insistió demasiado en que nadie había entrado y que todo eran imaginaciones mías.

Al terminar de hablar, William hundió la cabeza entre sus brazos.

—Lo siento —le dijo Joseph—. Recuperas a tu padre, solamente para volver a perderlo de nuevo.

—No, no es eso. En realidad no sabría deciros cómo me siento. No experimenté ninguna alegría al descubrir que mi padre estaba vivo; al contrario, sentí miedo. Mi padre me da miedo.

Al oír aquello, Elizabeth no pudo evitar asentir.

—Es mi padre —prosiguió William—, pero es una persona despreciable. Todo lo que ahora sé que ha hecho…

Después de que sir Ernest explicase sus razones para permanecer escondido tras el incendio, William le había exigido saber por qué no le había permitido conocer la verdad acerca de Mrs. Connelly.

—Toda mi vida es una farsa —le había dicho—. ¿Por qué me mintió?

—Margaret no era más que una criada. Una sucia criada irlandesa.

El muchacho cerró los ojos. En su estómago se instaló una fuerte sensación de náusea. A padre e hijo los separaba un abismo.

—¡Pero la amó…!

Otra vez sir Ernest trató de reírse, siendo interrumpido por la tos.

—¡Jamás amé a esa mujer! En toda mi vida solo he amado a una mujer.

—¿A Ellen? ¿Por eso me hizo creer que ella era mi madre? Porque eso era lo que hubiera querido, ¿verdad?

En la expresión atormentada de su padre, William comprendió que el abandono de su esposa continuaba doliéndole.

—Ella me humilló como nadie lo ha hecho jamás —murmuró, hablando casi para sí mismo—. Despreció todo lo que yo podía ofrecerle y se largó con aquel crío ridículo… —una especie de sonrisa apareció repentinamente en sus labios—. Pero volvió a mí.

—¿Volvió?

—El mismo día del incendio. —Sir Ernest escupió una carcajada que resultó fuera de lugar—. Curioso, ¿no crees? En un día se presentaron ante mí dos fantasmas de mi pasado, uno para vengarse y acabar conmigo, el otro para solicitar mi ayuda. Cuando la vi no reconocí en ella a la joven de la que me había enamorado perdidamente; era imposible adjudicarle una edad definida a la mujer que entró en mi despacho, había envejecido. Sus ropas estaban raídas y mohosas, su piel parecía áspera y arrugada, ni siquiera en sus ojos se encontraba el brillo que tanto me había atraído… Estaba avergonzada y acobardada, ni me miró a la cara. Las cosas le habían ido mal con aquel tipo, no tenían dinero y además él llevaba años enfermo, incapacitado, tal y como estoy yo ahora, así que ella se había convertido en prostituta. ¡A mi lado lo habría tenido todo y lo rechazó! Y ahora venía a arrodillarse ante mí. La eché a patadas… Podría decirse que hasta le salvé la vida; si se hubiera quedado en mi despacho unos minutos más, habría muerto en el incendio.

William se había puesto en pie, harto de escuchar.

—El imperio Ravenscroft necesitaba un heredero, ¿lo comprendes, William? —dijo Elizabeth, anclada en el umbral de la estancia.

—Sí, pero el heredero tiene también sucia sangre irlandesa en las venas, ¿no es cierto? ¿Por eso siempre me evitó, padre? ¿Porque cada vez que me miraba veía en mí al hijo de una criada? ¡Maldito sea usted, padre! Maldito sea para siempre.

Miró a aquel hombre infame que yacía tendido en su lecho de muerte y comprendió que por alguna razón, sir Ernest se había arrepentido de tener un hijo con Mrs. Connelly. En algún momento, tras ser abandonado por su esposa, debió pensar que era su única opción para tener un heredero, pero más tarde, cuando William ya había nacido, solo era capaz de ver en él al descendiente de una criada y no al de un sir.

Se produjo un tenso silencio que se alargó casi un minuto entero, aunque Elizabeth habría jurado que había transcurrido una hora entera hasta que William habló de nuevo.

—Leonard, déjanos salir de aquí de una vez.

El mayordomo, antes de obedecer, había mirado a sir Ernest, buscando en sus ojos enrojecidos el beneplácito para actuar.

* * *

—¿Qué piensas hacer ahora, William? —inquirió Joseph, dando por fin un sorbo a su taza de té, ya completamente frío.

—Si pudiera, daría marcha atrás en el tiempo y buscaría a ese Jeremiah Winston para intentar devolverle todo lo que mi padre le arrebató.

—Me temo que ya es tarde para eso; ahora Winston se ha convertido en un verdadero criminal.

—No sé tú, William —dijo Elizabeth—. Pero yo no tengo ánimos de volver a poner el pie en esa casa.

El aludido realizó un gesto afirmativo. En aquel preciso instante, pese a saber que se hallaba en el apartamento de Joseph Merrick en el Royal London Hospital, se sentía totalmente perdido, como si el suelo hubiese desaparecido bajo sus pies y la ciudad entera hubiera dejado de existir. Su padre había vuelto a la vida, su madre no era la que él siempre había creído, tenía de pronto una hermanastra… No estaba en condiciones de ponerse a pensar dónde pasaría la noche siguiente. Deseó poder echar a correr y alejarse de todo cuanto estaba sucediendo, poner tierra de por medio como si así fuera a conseguir que aquella historia no tuviese nada que ver con él, pero no tenía adónde ir.

Dándose cuenta de ello, Joseph dirigió la conversación por otros derroteros:

—Yo también tengo algo que compartir con vosotros.

Los dos le miraron expectantes, deseando apartar de sus mentes todo lo que tuviera que ver con la Mansión Ravenscroft y sus habitantes, y a continuación escucharon su descubrimiento sobre la conexión entre la red de alcantarillado y los antiguos ríos que alimentaban el caudal del Támesis. Cuando se aproximaba al final de su exposición, Joseph les mostró el mapa en el que había señalado el curso de los ríos desaparecidos.

—Como veis, este de aquí pasa muy cerca de los lugares de los crímenes, de modo que…

—Crees que el asesino pudo valerse de ellos para…

—Desvanecerse. Sí, cuanto más lo pienso más convencido estoy.

Igual que anteriormente hiciera Gregory, William y Elizabeth estudiaron en silencio el mapa.

—Habría que comunicárselo a Scotland Yard —sugirió William.

—Ya lo he hecho. Bueno, no yo personalmente; le pedí el favor al doctor Treves, pensando que podrían hacerle más caso a él que a mí.

—¿Y? ¿Apostarán vigilancia en ese río?

Joseph realizó un gesto de negación que mostraba su desolación.

—Le dijeron al doctor que no tenían agentes suficientes para hacerlo, pero creo que simplemente no le tomaron en serio.

—O sea, que van a permitir que ese asesino de prostitutas siga matando mientras quiera hacerlo.

—No digas eso, Elizabeth. Seguro que están haciendo todo lo posible por atraparlo.

—Pero no aceptan ideas para cogerle de una vez.

—O tal vez —insistió William —ya lo habían pensado antes y habían registrado esos túneles. Quizás sepan que la idea de Joseph, por buena que a nosotros nos parezca, no puede ponerse en práctica.

—Yo no lo creo así, querido William —terció Joseph—. Es más, me gustaría comprobarlo por mí mismo.

Sus amigos le observaron perplejos.

—¿Hablas en serio?

Por toda respuesta, Joseph se limitó a sonreír ampliamente.

—Pues iré contigo —dijo William.

—¿Estáis locos?

* * *

Sobre su cabeza la bruma parecía flotar sobre los tejados de la ciudad, anticipando la llegada de la noche. Hacía frío, pero eso parecía no importarle a Jeremiah Winston. Estaba sentado en el alféizar de uno de los ventanales de la fábrica abandonada en la que se había instalado al salir de prisión, contemplando la superficie negra del Támesis.

Pensó que su corazón debía ser ahora de aquel mismo color, tan putrefacto y viscoso como aquel torrente de agua sucia que dividía la ciudad en dos. Casi no podía ya recordarse a sí mismo tal y como había sido años atrás, antes del infierno de Maiwand. Ni siquiera consideraba posible haber sido en otro tiempo un hombre distinto al que era ahora.

La oscuridad se había convertido en una extremidad más de su cuerpo.

Desde donde él estaba, en la ribera sur del río, se divisaba la silueta de la mitad norte de Londres. Esperaría a que la madrugada avanzase para dirigirse hacia allí.

Constantemente surgía en su mente la imagen del rostro de Angela, la mujer que le había prometido esperarle y en cambio se había ido a la primera oportunidad con otro hombre, sin siquiera darle una explicación, ni aunque fuera una mentira piadosa. El amor de entonces se había tornado en un odio irreprimible. Alguna vez, durante los últimos meses, había pensado en ir a buscarla, pero Escocia quedaba muy lejos, y nada le garantizaba que pudiera dar con ella una vez allí. Además, no tenía ninguna convicción de que ella continuase allí; quizás el matrimonio se hubiera mudado de nuevo a cualquier otro lugar… Su búsqueda sería demasiado larga, y la probabilidad de que resultase a la postre infructuosa era excesiva. No tenía paciencia para ello; ya había esperado tiempo de sobra entre los muros de Newgate. Ahora le dominaban las prisas. Ya se había vengado de sir Ernest, y si no podía hacer lo mismo con Angela, otras estaban pagando su culpa…

Cada vez que hundía el cuchillo en una de ellas, por un efímero instante era a Angela a quien veía gimiendo y llorando, era la sangre de Angela la que se derramaba… Tal vez no pudiera matarla a ella, pero mataba su recuerdo personificado en el cuerpo de otras mujeres.

* * *

En uno de los extremos de la calle Dorset se abría un callejón sórdido y estrecho que llevaba a Miller's Court, un patio pequeño rodeado de casas humildes, casi todas ellas propiedad de un tipo llamado John McCarthy.

Un poco antes de las once de la mañana del día ocho de noviembre, McCarthy envió a un empleado suyo a cobrar el alquiler que Mary Jane Kelly le debía por la pequeña habitación en el número trece de Miller's Court. Este llamó insistentemente a la puerta sin obtener respuesta, trató de abrirla sin conseguirlo, y finalmente se asomó a la ventana. Lo que vio en el interior le hizo salir corriendo en busca de su jefe, el cual quiso comprobarlo por sí mismo antes de avisar a la policía.

Más tarde, el propio McCarthy, incapaz también de abrir la puerta por otros medios, la destrozó a hachazos, franqueando el paso a varios agentes de Scotland Yard. Frente a la chimenea vieron un par de botas y una silla sobre la que estaban, perfecta y metódicamente dobladas, las ropas de la inquilina. En el lecho, en un rincón de la estancia, yacía el cuerpo sin vida de Mary Jane, una joven rubia de veinticinco años. Su belleza había sido arrasada por horribles mutilaciones.

* * *

A William y Joseph (cubierto este con su capucha para que nadie pudiera ver su rostro) se les unieron Gregory y también Elizabeth, a pesar de que los tres habían intentado convencerla de que no los acompañara. Ella, testaruda, se había negado a quedarse atrás. Cuando se reunieron, la oscuridad ya se cernía sobre Londres y la bruma se derramaba por las calles, como si hubiera estado agazapada esperando el momento oportuno para desplegarse. Formaban los cuatro una extraña comitiva, encabezados por la figura deforme de Joseph Merrick, que andaba con resolución hacia donde creía que podría encontrar una entrada a los ríos subterráneos.

La sensación de estar recorriendo una ciudad que había sufrido algún tipo de transformación en los últimos días, los acompañó en su camino hacia el corazón del East End. Las calles que transitaban parecían impregnadas de una pátina de irrealidad, como si nada de lo que ocurría a diario en ellas, y de lo que ellos cuatro formaban parte, fuese cierto.

Caminaron en silencio hasta alcanzar su destino y al llegar caía una lluvia tímida, apenas un goteo intermitente que poco a poco fue aumentando en intensidad, convirtiéndose en un aguacero que parecía no querer tener fin.

—Si no me equivoco —dijo Joseph, que había pasado toda la tarde estudiando a conciencia su mapa—, por ahí podremos entrar.

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