La ciudad de los prodigios (36 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

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BOOK: La ciudad de los prodigios
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En Madrid Su Excelencia Mohamed Torres sudaba copiosamente. Acostumbrado a la brisa atlántica que refrescaba los patios floridos de su palacio de Tánger se asfixiaba ahora en el Palacio de Oriente, donde había recalado de vuelta de París, de entrevistarse con Clemenceau. Su perfume de almizcle provocaba arcadas en don Antonio Maura. Hasta ese momento el sultanato había mantenido una independencia precaria gracias a la rivalidad de Francia e Inglaterra; ahora Alemania pretendía instalar bases navales en las costas marroquíes, abrir mercados a sus manufacturas: ante esta eventualidad, las dos potencias rivales habían firmado un pacto en abril de 1904 y ahora Francia planeaba apoderarse de Marruecos, hacer mangas y capirotes del sultán y del gran visir, convertir Marruecos en una prolongación de Argelia. S.M. don Alfonso XIII, que escuchaba con interés los lamentos del ministro de asuntos exteriores del sultán, pensó que la solución del problema era bien sencilla.

–Chico, no te dejes —le propuso.

–Vuestra Majestad es perspicaz —dijo el emisario de Abdul Asís—, pero no podemos renunciar al protectorado de alguna gran potencia sin grave riesgo para el trono y aun la cabeza de mi señor, Su Majestad el sultán Abdul Asís.

–¿Qué opina usted, don Antonio? – dijo el Rey dirigiéndose al entonces presidente del consejo de ministros. Don Antonio Maura se encontraba en un dilema: insistir en la presencia española en Africa implicaba seguir viviendo sobre un avispero, una empresa temeraria para un país empobrecido, descalabrado por los recientes desastres coloniales; renunciar a ella equivalía a perder los últimos retazos de prestigio en el concierto de las naciones. Así se lo expuso sucintamente a Su Majestad—. Ahí me las den todas —respondió éste. Don Antonio Maura lo llevó a un rincón mientras Mohamed Torres admiraba un díptico monumental que colgaba de la pared: en él Judit y Salomé competían entre sí, parecían mostrarse mutuamente sus trofeos sanguinolentos; de las bocas lívidas del Bautista y de Holofernes colgaban sendas lenguas tumefactas. Recordó que el Profeta había prohibido la representación gráfica de la figura humana. El Rey y el presidente del consejo de ministros volvían de su conciliábulo.

–Su Majestad era partidario de abandonar Marruecos a su suerte —dijo éste—, pero he conseguido disuadirle. La comprensión de Su Majestad es proverbial —el ministro de asuntos exteriores del sultán hizo tres veces la zalema—. También le he puesto al corriente de las demás facetas del asunto. En efecto, perdida Cuba, el Ejército ya no tiene nada que hacer y los militares inactivos son siempre un peligro: se aburren, no ascienden y duran demasiado. También le he dicho lo de las concesiones mineras y las inversiones españolas en el territorio —el ministro se llevó la diestra al corazón. S.M. don Alfonso XIII, que a la sazón contaba dieciocho años de edad, le dio una palmada en el hombro.

–Le vamos a enseñar al Raisuli lo que vale un peine —dijo.

Ahora, cinco años más tarde, las madres de los reclutas que habían de partir para Africa volvían a manifestarse, como lo habían hecho en tiempos de la guerra de Cuba, en la estación ferroviaria, se sentaban en las traviesas y no dejaban salir al tren. Las damas de una asociación católica, que habían acudido a esa misma estación a repartir crucifijos entre la tropa, instaban al maquinista y al fogonero a que pasasen sobre ellas. No sé si a los caloyos les gustará ver cómo descuartizamos a sus madres, replicaron aquéllos. Unos y otros gritaban ¡Maura, sí! o ¡Maura, no! Era un lunes pegajoso del mes de julio de 1909. En vista de que las cosas tomaban mal cariz el marqués de Ut se personó en casa de Onofre Bouvila.

–Estamos perdidos —exclamó; traía el pelo encrespado, sin engominar, y la corbata desanudada—. El gobernador civil se niega a declarar el estado de sitio, la chusma es dueña de las calles, las iglesias arden y Madrid, como de costumbre, nos ha dejado solos.

Onofre Bouvila le ofreció una caja de cuero repujado llena de habanos. El marqués declinó el ofrecimiento graciosamente.

–No pasará nada, pierde cuidado —le dijo—. Lo peor que puede ocurrir es que te quemen el palacio. ¿La familia está en el campo?

–Veraneando —dijo el marqués—, en Sitges.

–Y el palacio, ¿está asegurado?

–Claro.

–Pues ya ves. Hazme caso —le aconsejó—: ve a pasar unos días con la mujer y los niños.

–Ya lo había pensado, pero no puedo: mañana tengo consejo de administración —dijo el marqués. Luego recapacitó—. Ahora pienso que he cometido una locura quedándome —dijo.

Onofre Bouvila sirvió dos copas de vino amontillado. Excelente para calmar los nervios, dijo. A tu salud. De la calle llegó el estampido de un cañonazo. ¿Será posible que esto sea la revolución?, pensó. Recordó los días lejanos en que anunciaba este advenimiento entre los obreros de la Exposición Universal. Entonces era joven y paupérrimo y deseaba que todo lo que predecía no se cumpliera jamás; ahora era rico y se sentía viejo, pero no pudo evitar que un fogonazo de esperanza le iluminara el alma. ¡Por fin!, pensó. Ahora veremos qué pasa realmente.

–A la tuya —dijo el marqués levantando su copa. Bebió de un sorbo todo el vino, eructó y se restañó los labios con el dorso de la mano. Onofre Bouvila admiraba estos modales desenfadados. Él no tiene que demostrar nada, pensó—. ¿Tú qué opinas? – dijo el marqués.

–¿A ti qué te parece? – respondió encendiendo un habano y aspirando el humo con aparente delectación—. Yo no tengo consejo y, sin embargo, no me he ido. No pienso salir de Barcelona. ¿Qué quieres que pase? – añadió viendo las facciones contraídas del marqués—. Son cuatro desgraciados, no tienen armas ni jefes. Déjales que jueguen; no disponen de otra baza que nuestro miedo —ahora recordaba aquella manifestación en la que había participado hacía más de veinte años; recordaba a la Guardia Civil, los caballos y los sables, los cañones cargados de metralla hasta la boca. De estos recuerdos no hizo partícipe al marqués—. Supón por un momento que llegasen a triunfar —siguió diciendo mientras miraba por la ventana: en el cielo azul intenso de aquella tarde de verano se levantaba una columna de humo negro. Mentalmente situó el incendio en el Raval: quizá San Pedro de las Puellas, quizá San Pablo del Campo (era esta última iglesia la que ardía)—, ¿sabes lo que pasaría? Que tendrían que venir a implorar nuestra ayuda; al cabo de unas horas el caos sería absoluto, nos necesitarían más aún de lo que hoy en día nos necesitan. Acuérdate de Napoleón —el marqués hubo de reírse a su pesar y él se retiró de la ventana por prudencia: había visto pasar a la carrera una compañía de soldados con los mosquetones en bandolera; unos llevaban una pala en la mano, otros, un pico: eran del cuerpo de zapadores. Se preguntó a dónde irían así: eran los obreros los que estaban levantando barricadas—. El tiempo todavía no ha llegado —agregó sentándose de nuevo en la butaca—. Pero un día llegará, Ambrosi, y no tan tarde que tú y yo no lo veamos. Ese día estallará la revolución universal y el actual orden de cosas basado en la propiedad, la explotación, la dominación y el principio de autoridad burguesa y doctrinaria desaparecerá; no quedará piedra sobre piedra, primero en Europa y luego en el resto del mundo. Al grito de
paz para los trabajadores, libertad para todos los oprimidos y muerte a los gobernantes, los explotadores y los capataces de todo tipo
destruirán todos los Estados y todas las Iglesias, junto con todas las instituciones y todas las leyes religiosas, jurídicas, financieras, policiales y universitarias, económicas y sociales para que todos estos millones de seres humanos que hoy viven amordazados, esclavizados, atormentados y explotados se vean libres de sus guías y benefactores oficiales y oficiosos y puedan respirar al fin en plena libertad, como asociaciones y como individuos.

El marqués lo contemplaba con ojos desorbitados. ¿Qué estás diciendo?, preguntó. Onofre Bouvila se echó a reír.

–Nada —dijo—. Lo leí en un folleto que cayó en mis manos hace tiempo. Tengo una memoria rara: recuerdo textualmente todo lo que leo. Mi mujer y las niñas están en la Budallera —añadió en el mismo tono—, en casa de mis suegros. Quédate a cenar; de todos modos hoy no podrías ir al club.

Estaban cenando cuando les sorprendió un estruendo que iba en aumento: temblaba el suelo, oscilaban las arañas, tintineaban las lágrimas de cristal y bailaba la vajilla en la mesa. El mayordomo, a quien enviaron a que averiguase qué pasaba, volvió diciendo que venía por la calle un regimiento de coraceros con sus corazas blancas y sus penachos negros y los sables desenvainados apoyados en las charreteras.

–Han sacado a la calle la caballería pesada —murmuró el mayordomo—. Quizá la cosa sea más grave de. lo que pensaba el señor.

–Tendrás que quedarte a dormir —le dijo al marqués. Éste asintió—. Puedo dejarte una de mis camisas; espero que te venga bien.

–No te molestes —dijo el marqués mirando de reojo a la camarera que retiraba el servicio—; yo me abrigo a mi manera.

Durante toda la noche fueron sonando a lo lejos los cañonazos, el tableteo de las ametralladoras, los disparos aislados de los francotiradores. A la mañana siguiente, cuando se reunieron en el comedor para desayunar, círculos oscuros rodeaban los ojos abotargados del marqués de Ut. No había llegado la prensa diaria. El mayordomo les informó de que los comercios no habían abierto sus puertas: la ciudad estaba paralizada y todas las comunicaciones con el mundo exterior, interrumpidas.

–No durará —dijo—. ¿Tenemos la despensa bien surtida?

–Sí, señor —dijo el mayordomo.

–¡Qué barbaridad! – exclamó el marqués—. Sitiados por las turbas y yo con lo puesto… —clavó los ojos en la doncella que le servía el café; ella enrojeció y desvió la mirada—. ¿Puedes prestarme algo de dinero? – preguntó a Bouvila.

–Todo el que necesites —dijo ésta—. ¿Para qué lo quieres?

–Para gratificar a esta deliciosa criatura —dijo el marqués señalando a la doncella con el pulgar—. Otrosí: te sugiero que la despidas hoy mismo.

–¿Porqué?

–Sosa en la cama —dijo el marqués.

Onofre Bouvila leyó la angustia más intensa en el rostro de la doncella. No debía tener más de quince años; acababa de llegar del pueblo, pero era fina de rasgos y de modales y por ello había sido destinada a servir la mesa y no a faenas más toscas. Ahora sabía que si él hacía lo que le sugería el marqués no le cabrían más opciones que el burdel o la indigencia. ¿Cómo te llamas?, le preguntó. Odilia, para servirle, fue la respuesta. ¿Estás a gusto en esta casa, Odilia?, dijo él. Sí, señor, dijo ella, muy a gusto.

–En tal caso, esto es lo que vamos a hacer —dijo dirigiéndose al marqués: tú te ahorras la gratificación, puesto que no has quedado satisfecho; Odilia sigue en la casa y yo le doblo el sueldo, ¿qué te parece?

No lo hacía por generosidad; tampoco por cálculo, porque no creía en la gratitud humana: sólo pretendía demostrar a su huésped que en su casa hacía lo que le daba la gana. El marqués y él se miraron fijamente a los ojos durante un rato. Al final el marqués estalló en una carcajada. Así transcurrió aquella semana que luego habría de recibir el calificativo de
trágica
. Jugaban a las cartas y charlaban largamente; el marqués era un conversador ameno y para Onofre Bouvila además una fuente valiosísima de datos: no había familia de alcurnia con la que el marqués de Ut no estuviera emparentado y cuyas intimidades no conociera. No era difícil sonsacarle: nada le gustaba tanto como referir sucesos triviales con todo lujo de detalles. En este anecdotario banal Onofre veía ranuras por las que atisbar aquel mundo hermético, polvoriento y algo triste cuyas puertas siempre habría de encontrar cerradas. Luego, por las noches, después de cenar, enviaban al mayordomo a la azotea; si regresaba diciendo que no había peligro subían a fumar los cigarros y beber el coñac acodados en la balaustrada, contemplando el resplandor de los incendios. Al final, cansados de esta monotonía, enviaron una nota humorística al gobernador civil: Pon fin a esta situación, que se nos están acabando los puros, le decían. Fue una semana muy grata; en ella Onofre creyó haber recuperado los lazos incomparables de la amistad masculina. Ahora veía al marqués sentado a la mesa presidencial, junto a la zarina, y comprendía que todo había sido un sueño breve.

Sobre la mesa había sido colocado un baldaquín de seda encarnada coronado por las armas de los Romanof; las paredes del salón habían sido cubiertas igualmente de arambeles de seda; en cada esquina habían sido colocadas sobre repisas móviles cuatro grupos escultóricos de escayola hechos especialmente para la ocasión; del techo colgaban seis arañas provistas de tres círculos de velas; entre las arañas y los candelabros iluminaban el salón cuatro mil velas de cera de abeja; los cubiertos eran de plata en todas las mesas y de oro en la mesa presidencial; la vajilla, de porcelana de Sévres. Viendo aquel esplendor cuyo costo exacto conocía, rememoraba ahora la semana trágica. Perdido en estos pensamientos, ajeno al festejo, le sobresaltó la voz profunda de su vecino de mesa: Está usted pensando en la revolución, caballero, le oyó decir. Reparó en él por primera vez: era un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, de facciones rudas, campesinas, no desagradables; una barba enmarañada le llegaba hasta donde acababa el esternón; vestía una sotana añil que le hacía parecer aún más alto y delgado y desprendía un olor intenso a vinagre, incienso y oveja. De su aspecto general y de su mirada penetrante y alucinada dedujo que le habían sentado junto a uno de esos monjes ignorantes, cerriles, astutos, supersticiosos y fanáticos, serviles hasta la abyección, que a menudo conseguían enquistarse en el cortejo de los poderosos. Luego supo que se llamaba Gregori Yefremovich Rasputín; contaba entonces con la protección de la zarina, porque había curado la hemofilia del zarevitz cuando ya los médicos habían renunciado a ello. De él se contaban cosas extraordinarias: que tenía poderes hipnóticos y proféticos, que leía el pensamiento y que hacía milagros a su discreción. Su influencia a partir de esa fecha habría de ir en aumento, dominar la corte, convertirse en auténtica tiranía; con el tiempo él habría de distribuir cargos y honores, en un futuro no lejano se harían y desharían carreras y fortunas a su sombra hasta que una conjura encabezada por aquel mismo príncipe Yussupof que ahora degustaba en el Ritz la escudella y la carn d.olla lo asesinara en 1916. Poco después, tal y como él había predicho, estallaría la revolución que había de marcar el fin de los Romanof en la fortaleza. de Ekaterinburgo, pero entonces, cuando acompañó a la zarina en su viaje a Barcelona, esa influencia estaba aún en los albores. A Onofre Bouvila, su compañero de mesa, le relató cómo unos años antes había sido testigo de aquel domingo sangriento de triste recuerdo: asomado a un balcón del segundo piso del Palacio de Invierno sostenía en brazos a la Gran Duquesa Anastasia, poco menos que un bebé, y tenía cogido de la mano al zarevitz; desde el balcón contiguo el Gran Duque Sergei hacía carantoñas a los niños. Rasputín, abríguelos bien, que hace mucho frío, le decía de cuando en cuando. Él era en aquellas fechas la persona más influyente, porque contaba con la confianza plena del zar Nicolás. En febrero de ese mismo año un anarquista llamado Kaliaef arrojó una bomba al paso de la carroza en que viajaba. De la carroza, los caballos y el Gran Duque no quedó más que un montón de escombros humeantes. Desde la ventana del primer piso el Gran Duque Vladimir, en consulta con el Estado Mayor, decidía minuto a minuto lo que convenía hacer. Obremos con sutileza, dijo. Cuando la manifestación desembocó en la plaza la dejó avanzar. ¿Qué piden?, preguntó el zar. Una constitución, alteza, le respondieron. Ah, dijo el zar. El Gran Duque Vladimir ordenó abrir fuego sobre la manifestación. En pocos minutos la manifestación se deshizo. Creo que esta vez lo hemos hecho bien, dijo. En la plaza quedaron más de mil cadáveres. Ahora el monje lunático lamentaba no haber podido decidir el curso de la acción ese día. Yo sé cómo evitar la Revolución, dijo. Comía con voracidad, como un ogro. Onofre Bouvila se mostró interesado. A medida que hablaban se afianzaba en su primera impresión, pero la personalidad del orate le atraía inexplicablemente.

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