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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

La ciudad de los prodigios (6 page)

BOOK: La ciudad de los prodigios
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Cartas similares eran frecuentes en la prensa local de entonces. Otros expresaban sus reservas de modo más conciso, como un diario del 22 de septiembre de 1866, que encabezaba su editorial con este epígrafe:
Comercialmente hablando, ¿constituye la Exposición un beneficio o una plaga?
Con todo, la oposición al certamen en general fue tenue. La mayoría de los ciudadanos estaba dispuesta aparentemente a arrostrar los riesgos de la aventura; los demás sabían por experiencia que lo que las autoridades decidían siempre se llevaba a cabo; varios siglos de absolutismo habían enseñado a la gente a no malgastar tinta y talento. También influía en la opinión pública un factor importantísimo: que la primera Exposición Universal que se celebraba en España se celebraría en Barcelona y no en Madrid. Este hecho había sido ya comentado en los periódicos de la capital. Estos mismos periódicos habían llegado a la conclusión penosa pero incuestionable de que así había de ser.
Las comunicaciones entre Barcelona y el resto del mundo, tanto por mar como por tierra, la hacen más apta que ninguna otra ciudad de la Península para la atracción de forasteros
, dijeron. Con esto se quedaron contentos, como si la elección de Barcelona como sede del certamen la hubieran hecho ellos. Estos argumentos, sin embargo, no conmovieron al Gobierno. Ustedes se lo montan, ustedes se lo pagan, vinieron a decir. En esa época la economía del país estaba tan centralizada como todo lo demás; la riqueza de Cataluña, como la de cualquier otra parte del reino, iba a engrosar directamente las arcas de Madrid. Los ayuntamientos atendían a sus necesidades mediante la recaudación de contribuciones locales, pero para cualquier gasto extraordinario debían acudir al Gobierno en busca de una subvención, de un crédito o, como en el caso presente, de un chasco. Esto suscitaba entre los catalanes un sentimiento de solidaridad que acallaba las críticas. Por este lado, comentó Rius y Taulet, nos hacen un favor; por todos los demás, la puñeta. En eso no había desacuerdo. Con Madrid acabaremos a palos, pero sin Madrid no iremos a ninguna parte, dijo Manuel Girona. Era un financiero de renombre; a la sazón desempeñaba además la presidencia del Ateneo. Tenía fama de no perder jamás la compostura: Dejemos para mejor ocasión los desahogos temperamentales y hagamos frente a la realidad, propuso: hay que pactar con Madrid; será una humillación, pero la causa bien lo merece. Con estas palabras quedó zanjada la discusión y se dio por concluida la sesión, que se había celebrado un miércoles en el restaurante
Las siete puertas
. El domingo siguiente, después de oír misa cantada, salieron hacia la capital dos delegados de la Junta. Viajaban en un carruaje que el propio Ayuntamiento había puesto a su disposición; este carruaje llevaba en cada portezuela unas molduras con el emblema de la Ciudad Condal. En unos cartapacios enormes de piel de cocodrilo llevaban la documentación relativa al proyecto y en varios baúles asegurados con cuerdas a la parte posterior del carruaje llevaban muchas mudas, porque preveían una ausencia larga. Y así fue: apenas llegados a Madrid se instalaron en un hotel. A la mañana siguiente acudieron al Ministerio de Fomento. Su llegada causó gran revuelo: de Barcelona habían traído y ahora llevaban puestos los vestidos y capas que en su día habían pertenecido a Joan Fiveller, aquel valedor legendario de la ciudad. En el transcurso de los siglos la lana de estas ropas se había ido convirtiendo en borra y las sedas en una especie de telaraña. Al paso de los delegados, que portaban los cartapacios con ambas manos, como si fueran ofrendas, las alfombras del Ministerio iban quedando cubiertas de un polvo pardo. Estos dos delegados se llamaban respectivamente Guitarrí y Guitarró, dos nombres que de no ser reales parecerían inventados para la ocasión. Fueron conducidos a un salón de techo altísimo, artesonado, donde sólo había dos sillas de estilo renacimiento, bastante incómodas, y un cuadro de tres metros de alto por nueve de largo, del taller de Zurbarán, que representaba un viejo ermitaño de piel cerúlea, cubierto de escrófulas y rodeado de tibias y calaveras. Allí se les hizo esperar más de tres horas, al término de las cuales se abrió una puerta lateral, semisecreta, y apareció un individuo de rostro abotargado y patillas de boca de hacha que llevaba una casaca cubierta de entorchados. Al punto los dos delegados se pusieron en pie. Uno de ellos acertó a murmurar al oído de su compañero: !Santa Quiteria, su sola mirada ya infunde espanto¡; la larga espera había debilitado su sistema nervioso. Los dos hicieron una profunda reverencia. El recién llegado, que no era el ministro, sino un ujier, les comunicó con sequedad que el señor ministro no podía recibirlos ese día, que tuvieran la bondad de acudir de nuevo al Ministerio al día siguiente a la misma hora. La confusión provocada por el vistoso uniforme del ujier fue la primera de una larga serie: los delegados de la Junta se movían en un medio que les era ajeno; no sabían qué actitud adoptar en aquella ciudad de tabernas y conventos, vendedores ambulantes, chulapones, alcahuetas, llagados y mendigos, en mitad de la cual existía un mundo aún más extraño, hecho de oropeles y ceremonias, amenazas y prebendas, poblado por generales intrigantes, duques chanchulleros, curas milagreros, validos, toreros, enanos y papamoscas de corte que se burlaban de ellos, de su acento catalán y de su sintaxis peculiar. En idas y venidas del hotel al Ministerio gastaron en vano tres meses y sus correspondientes dietas, acabadas las cuales escribieron a Barcelona dando cuenta de lo sucedido y recabando instrucciones. A vuelta de correo les llegó un paquete remitido por el propio Rius y Taulet en el que había dinero, una reproducción en yeso de la Virgen de Montserrat y un mensaje que decía:
Valor, uno de los dos tendrá que ceder y por Dios bendito que no vamos a ser nosotros
. Los pobres delegados apenas salían de su hotel, donde el servicio, familiarizado ya con su presencia y convencido de que no cabía esperar de ellos muestras exageradas de liberalidad, no se preocupaba de cambiarles las toallas ni las sábanas ni de pasar el plumero por el mobiliario escaso y desvencijado. Para ahorrar los dos compartían con grandes estrecheces el mismo cuarto y se hacían el desayuno y la cena allí mismo, con el agua caliente de la bañera. Lo que más les hacía sufrir, con todo, eran las visitas matutinas al Ministerio. El enjambre de zánganos y sablistas que parecía habitar en sus corredores y antesalas les había compuesto unas coplillas hirientes que oían tararear por doquier a su paso. Los más allegados al Ministerio les gastaban bromas aún más vejatorias, como colocar cubos llenos de agua en los dinteles de las puertas que habían de cruzar, tender cables en el suelo para hacerles tropezar y acercarles velas encendidas a los faldones del traje para chamuscarlos. Algunos días al entrar en la sala de espera encontraban las dos sillas ocupadas por otros peticionarios más madrugadores quienes, avezados a este tipo de situaciones y endurecidos por toda una vida de plantones, lisonjas, suplicatorios, gestiones y desengaños fingían no reparar en su presencia y en las tres horas rituales que duraba la espera no les cedían el asiento ni un minuto. El ministro seguía sin recibirlos. Todos los días, tras esperar en aquella sala cuyos mínimos detalles conocían ya al dedillo, se abría la puerta semisecreta, entraba el ujier de las patillas y les tendía en una bandeja una nota apresurada en la que el ministro les notificaba que aquel día no les podía atender como habría sido su deseo. El desparpajo con que usaba aquí y allá expresiones y vocablos de germanía hacía a menudo ininteligible estas notas, lo que aún angustiaba más a los delegados, que se iban con la duda de si habían o no habían entendido bien las indicaciones del ministro, los cambios de cuyo humor trataban de vislumbrar en los más leves indicios. En ocasiones y tras mucho vacilar y discutir entre ellos respondían a estas notas con otras. Para eso se habían hecho imprimir en un establecimiento especializado de la calle Mayor unos saludas en cuyo encabezamiento, por error o a sabiendas, salió impreso el escudo de Valencia en vez del de Barcelona, como ellos habían pedido. Corregirlo habría supuesto un mes de demora, por lo que hubieron de resignarse. En estos impresos escribieron:
Nos hacemos perfecto cargo de que V.E., cuya vida guarde Dios muchos años, anda en extremo ocupado, pero nos permitimos porfiar, con el debido respeto, habida cuenta de la trascendencia de la misión que nos ha sido encomendada
, etcétera. A lo que respondía el ministro al día siguiente con expresiones como
ir con la hora pegada al culo
(por ir justo de tiempo),
ir de pijo sacado
(por estar abrumado de trabajo),
ir echando o cagando leches
(por ir a toda velocidad),
sanjoderse cayó en lunes
(con lo que se invita a tener paciencia),
bajarse las bragas a pedos
(de dudoso sentido), etcétera; y se despedía diciendo:
!hasta la siega del pepino¡
, o cosa parecida.
Tal vez dispondría V.E. de más tiempo
, acabaron por replicar los delegados,
si no malgastara V.E. tanto en hacer donaires
. Por las noches escribían a sus familias, en Barcelona, cartas preñadas de desazón y añoranza. La tinta presentaba a veces borrones causados por alguna lágrima incontenible.

Mientras tanto en Barcelona la Junta Directiva de la Exposición Universal, presidida por Rius y Taulet, no dormía. Enfrentemos a Madrid con los hechos consumados, parecía ser la consigna. Los proyectos de los edificios, monumentos, instalaciones y dependencias que debían integrar el recinto de la Exposición fueron encargados, presentados y aprobados y las obras dieron comienzo a un ritmo que los fondos disponibles no permitían sostener por mucho tiempo. Cuando todo el parque de la Ciudadela estuvo patas arriba el Ayuntamiento invitó a los corresponsales de prensa a que lo visitaran. Como acicate a su interés fueron obsequiados con un banquete cuyo menú da testimonio de la vocación cosmopolita de los anfitriones:
Potage: Bisque d.écrevises á l.américaine. Reléves: Loup á la genevoise. Entrées: Poulardes de Mans á la Toulouse, tronches de filet á la Godard. – Legumes: Petit pois au berre. – Rôts: Perdreaux jeunes sur crustades, galantines de dindes trufées. –Entremets: Bisquits Martin decorés. – Ananas et Goteauv. – Dessert assorti. Vinos: Oporto, Ch1teau Iquem, Bordeaux y Champagne Ch. Mumm
. En los discursos que cerraron el banquete se dio por cierta la fecha de inauguración (primavera de 1887); reseñas elogiosas del acto aparecieron en numerosas publicaciones. También se hicieron unos carteles de propaganda que fueron colocados en las estaciones de ferrocarril de toda Europa; se cursaron invitaciones a corporaciones y empresas españolas y extranjeras animándolas a participar en el certamen y se convocaron, como era costumbre de la época, varios concursos literarios. La respuesta de los futuros participantes fue tibia, pero no nula. A fines de 1886 aparecen consignadas ya en la prensa las primeras concesiones de servicios.
El servicio de water-closets y lavabos se ha adjudicado, sujeto en un todo a las condiciones que ya se conocen, al Sr. Fraxedas y Florit. Este inteligente concesionario se propone tener en dichos establecimientos un servicio completo de toilette, dotándolos de salones provistos de todos los accesorios convenientes, ropa blanca, jabones y objetos de perfumería. Habrá también en todos ellos una sala especial para la limpieza del calzado, y un número prudente de mandaderos a disposición del público y de los expositores, para llevar recados y transportar a domicilio los efectos comprados en la Exposición. Felicitamos al Sr. Fraxedas y Florit porque comprendiendo lo productivo del negocio ha tenido el buen acierto de evitar que fuera explotado por extranjeros
. El ministro de Fomento acabó por ceder. Era un hombre corpulento, de aspecto feroz, casi inhumano. A sus espaldas le llamaban
el Africano
. No había estado nunca en Africa ni tenía con ese continente relación alguna, el epíteto se lo había ganado con su porte y su talante. Al enterarse del mote no se ofendió. Lejos de incomodarse adquirió la costumbre de llevar un aro colgando de la nariz. Recibió a los dos delegados de la Junta con extrema frialdad, pero el tiempo había jugado sin ellos saberlo a favor de éstos; el ministro quedó desarmado en su presencia. Las innumerables horas de espera, las angustias y los vejámenes padecidos los habían avejentado; a fuerza de convivir día y noche habían acabado por parecerse el uno al otro como dos gotas de agua y ambos al santo ermitaño del cuadro del taller de Zurbarán en cuya contemplación llevaban meses. En su presencia el ministro se sintió súbitamente cansado, todo el peso del poder inmenso que ostentaba se vino sobre sus hombros. Lo que debía haber sido un enfrentamiento titánico se convirtió en una plática fatigada, cargada de melancolía.

4

El recinto del parque de la Ciudadela había sido rodeado de una empalizada que preservaba las obras de la Exposición de la injerencia de los curiosos. Este cercado, sin embargo, presentaba muchos boquetes; también el trasiego continuo y tumultuario por las puertas de la empalizada, la gente que salía y entraba sin organización ni control de ningún tipo permitían sortear ese obstáculo sin problema. Onofre Bouvila se metió cinco panfletos entre la blusa y el pecho, escondió los demás entre dos lápidas de granito, junto al muro contiguo a la vía férrea, y se coló en el recinto. Sólo entonces, a la vista de aquel pandemónium, percibió claramente la dificultad extraordinaria de su tarea. Salvo ayudar a su madre en las labores del campo no había desempeñado ningún oficio, no tenía idea de lo complicado que puede llegar a ser el trato directo con sus semejantes. Vaya, pensó, he pasado de echar maíz a las gallinas a propagar la revolución clandestinamente. Bueno, tanto da, el que vale para lo uno ha de valer igualmente para lo otro, se dijo luego. Animado por esta noción se llegó hasta un grupo de carpinteros que claveteaban tablones en la armadura de lo que había de ser un pabellón. Para hacerse notar de ellos profirió varias exclamaciones. !Eh¡ ,!eh¡ ,!ahí, hola¡, !buenos días nos dé Dios¡, etcétera. Por fin, uno de los carpinteros advirtió su presencia con el rabillo del ojo; con un movimiento leve de las cejas vino a preguntarle qué quería.

–!Traigo unos panfletos muy interesantes¡ -gritó Onofre, sacando uno de aquellos panfletos y mostrándoselo al carpintero.

–¿Cómo dices? – gritó a su vez el carpintero; el ruido de los martillazos que daba él mismo no le permitía oír nada en aquel momento o lo había vuelto sordo perpetuamente. Onofre quiso repetir la frase, pero no pudo: un carromato tirado por tres mulas le obligó a retroceder con presteza. El mulero hizo restallar el látigo en el aire mientras tironeaba de las bridas hincando los talones en el suelo y echando el cuerpo hacia atrás.!Paso¡,!paso¡, iba aullando. Sobre la plataforma del carromato se apilaban escombros que desprendían nubes blanquecinas con el traqueteo. Las ruedas del carromato brincaban por piedras y surcos produciendo sonidos metálicos hondos como aldabonazos. !Riá¡, !riá, mula, oh¡, gritó el mulero. Onofre Bouvila optó por irse. Por unos instantes ponderó la idea de tirar los panfletos a un vertedero y decirle luego a Pablo que ya los había repartido todos, pero la desestimó pronto: temía que los anarquistas le anduviesen vigilando, al menos los primeros días.

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