Nora lo observó mientras clasificaba sus cartas. Bajo la mata de pelo rubio rojizo, la piel blanquísima de su rostro se extendía sobre dos pómulos prominentes. Cuando se movía, sus miembros nunca parecían estar en el lugar debido, y sus piernas daban la impresión de ser demasiado cortas para aquel torso tan estrecho y sus brazos huesudos. Pese a todo, la impresión general de melancolía contrastaba con un par de inteligentes ojos verdes que miraban con una mezcla de expectación y esperanza el mundo que lo rodeaba. Su gusto para la ropa era muy cuestionable: pantalones de poliéster marrones a rayas y camisa de manga corta a cuadros y cuello de pico.
Unas cortinas amarillas y mugrientas ondeaban con apatía en una parodia de brisa. Nora se acercó a la ventana y se asomó para mirar hacia el sur, hacia los polvorientos bulevares del este de Los Ángeles. Luego bajó la vista para observar el cruce cercano y los ventanales de Alʹs Pizza. Había pasado las últimas dos noches en casa de un amigo en Thousand Oaks. Aquél era un rincón horroroso de Los Ángeles y de pronto sintió una súbita simpatía por Peter y su afán de aventura.
Retrocedió unos pasos y echó un vistazo alrededor. El apartamento estaba tan vacío que no podía hacerse una idea de la clase de gustos personales que tenía Holroyd. Había una pequeña librería, hecha de tablas de madera contrachapada, que se sostenía sobre un par de bloques de hormigón ligero; dos viejas sillas adornadas con números atrasados del
Oíd Bike Journal,
una revista de motocicletas de época; un viejo casco de moto en el suelo, plagado de muescas y rozaduras…
—¿Es tuya la moto que he visto encadenada a la farola? —le preguntó Nora.
—Sí. Una Indian Chief del cuarenta y seis… en su mayor parte. —Esbozó una sonrisa—. Heredé una chatarra de mi tío abuelo, que quería llevarla al desguace, y luego saqué los recambios de algunas piezas de aquí y de allá. ¿Te gustan las motos?
—Mi padre tenía una vieja moto de tral que yo solía montar para ir por el rancho. También llevé la Hog de mi hermano un par de veces antes de que la destrozara en la Ruta 66.
Nora volvió a mirar hacia la ventana. Había una hilera de plantas de aspecto sumamente extraño y de color negro y carmesí: una maraña de pedúnculos caídos y flores flácidas. Debe de ser lo único de por aquí que disfruta con el calor, pensó.
Una pequeña planta de flores purpúreas captó su atención. —Oye, ¿qué es esto? —preguntó tendiendo el brazo con curiosidad para tocarla.
Holroyd alzó la vista y tiró el correo al suelo.
—¡No la toques! —exclamó y Nora apartó el brazo inmediatamente—. Es belladona —dijo Holroyd mientras se agachaba para recoger las cartas—. Es muy venenosa.
—Me tomas el pelo —repuso Nora, incrédula—. ¿Y ésta de aquí? —Señaló otra planta, una pequeña flor con exóticos pinchos de color granate.
—Matalobos. Contiene acomuna, un veneno realmente eficaz. En esa bandeja están las tres setas más venenosas del mundo: la oronja verde, la
Amanita verna
y la
Amanita
virosa.
Y en ese tarro del alféizar…
—No sigas, me voy haciendo una idea. —Nora se alejó de la oronja verde y de su horrible sombrero, que parecía un trozo de piel infectado por la peste, y echó una nueva ojeada al apartamento desnudo—. ¿Es que tienes muchos enemigos?
Holroyd tiró las cartas a la papelera y se echó a reír con voz ronca; de repente sus ojos verdes captaron la luz de la habitación.
—Hay gente que colecciona sellos, ¿no? Pues yo colecciono venenos botánicos.
Nora lo siguió hasta la cocina, un espacio pequeño en el que apenas cabían dos personas y casi tan desprovisto de muebles como el resto del piso. Había acercado una enorme mesa de madera junto al viejo frigorífico, encima de la cual había un teclado, un ratón con tres botones y el monitor más grande que Nora había visto en su vida.
Holroyd sonrió al advertir el gesto de admiración en el rostro de la mujer.
—No está mal para ser una pantallita, ¿verdad? Es igual que las del laboratorio. Hace unos años Watkins las compró para el personal con cargos de responsabilidad en el Departamento de Detección de Imágenes. Da por supuesto que nadie que trabaje para él hace vida social, lo cual es bastante acertado en mi caso —admitió mirándola.
Nora arqueó una ceja e inquirió:
—Así que resulta que te traes el trabajo a casa, ¿no?
La sonrisa se esfumó del rostro del hombre en cuanto captó la insinuación.
—Sólo el trabajo que no está bajo secreto oficial, si es a eso a lo que te refieres —contestó mientras metía la mano en una bolsa de tela arrugada y extraía un disco DVD reescribible—. Lo que me pediste no entra exactamente dentro de esa categoría.
—¿Puedo preguntarte cómo lo hiciste?
—Saqué los datos del alimentador de la lanzadera esta mañana y tosté otra copia en el disco. Siempre llevo un montón de discos en la mochila, nadie podría notar la diferencia. —Agitó el disco en el aire y éste brilló en la penumbra, lanzando un destello de color—. Si tienes la autorización adecuada, robar datos no resulta difícil. Sólo que si te pillan, el castigo es más severo. Mucho más severo. —Esbozó una mueca desagradable.
—Sí, lo supongo —respondió Nora—. Gracias, Peter.
El la miró y comentó:
—Ya sabías que te ayudaría, ¿verdad? Antes incluso de marcharte de la pizzería.
Nora le devolvió la mirada. Tenía razón. En cuanto le había descrito el modo en que podía tener acceso a los datos, tuvo la certeza de que la ayudaría. Sin embargo, no quería herir su orgullo.
—Esperaba que lo hicieses —repuso—, pero no estuve del todo segura hasta que llamaste a la mañana siguiente. No sabes lo mucho que te lo agradezco.
Nora advirtió el rubor que poco a poco fue asomando a las mejillas de Holroyd, que acto seguido le dio la espalda y abrió la nevera. En su interior, Nora vio un par de latas de cerveza sin alcohol, unas cuantas de zumo de hortalizas y la enorme CPU de un ordenador. La observó más de cerca y advirtió que el ordenador estaba conectado a la pantalla gigante por medio de unos cables que atravesaban un pequeño agujero recubierto con cinta aislante en la parte trasera del frigorífico.
—Hace demasiado calor aquí fuera —señaló Holroyd al tiempo que introducía el disco en la ranura del ordenador y cerraba la puerta de la nevera—. Pon tu mapa topográfico por allí, ¿vale?
Nora empezó a desplegar el mapa y se detuvo antes de acabar.
—Supongo que sabes que esto no va a ser como estar sentadito en un despacho con aire acondicionado tachando números, ¿verdad? —comentó—. En un proyecto pequeño como éste, todo el mundo hace el doble o el triple del trabajo que le corresponde. Vendrás como ayúdame especializado en detección de imágenes. Sólo que en las excavaciones arqueológicas no se les llama «ayudantes», sino «excavadores». Y por una excelente razón, además.
Holroyd parpadeó con gesto sorprendido.
—¿Qué pretendes? ¿Convencerme de que no vaya?
—Sólo quiero asegurarme de que sabes dónde te estás metiendo.
—Ya has visto la clase de libros que leo. Sé que no va a ser como ir de picnic, pero eso forma parte del reto, ¿no crees? —Se sentó a la mesa de madera y acercó el teclado hacia sí—. Por haberte traído esta información, me arriesgo a que me metan en la cárcel, así que como comprenderás, no me asusta tener que pasarme unos cuantos días cavando.
Nora sonrió.
—De acuerdo. —Cogió una silla de plástico y preguntó—: Bueno, dime, ¿cómo funciona esto exactamente?
—El radar sólo es otra clase de luz. La proyectamos sobre la Tierra desde la lanzadera y al rebotar, regresa transformada. El Imager terrestre simplemente toma fotografías digitales de lo que rebota y luego las combina. —Holroyd pulsó unas teclas, se produjo una pausa y luego se abrió una pequeña ventana al pie de la pantalla, que mostraba mensajes deslizantes mientras se iniciaba un complejo programa informático. De pronto se abrieron otras ventanitas en las esquinas del monitor que mostraban diversas herramientas de
software.
A continuación apareció una ventana grande en el centro de la pantalla y Holroyd desplazó el cursor con ayuda del ratón por una serie de menús. Finalmente, una imagen empezó a materializarse en la parte inferior de la enorme pantalla central, línea a línea, coloreada en diversos tonos de rojo artificial.
—¿Eso es todo? —Nora miraba la pantalla con decepción. Aquello era lo último que esperaba, confusos dibujos monocromáticos que no se parecían en nada a ningún paisaje conocido.
—Sólo es el principio. El Imager procesa las emisiones infrarrojas y la radiometría, pero eso seria demasiado largo de explicar. También observa la Tierra en tres bandas distintas de radar y dos polarizaciones. Cada color representa una banda de radar diferente o una polarización distinta. Voy a pintar cada color en la pantalla, colocando cada uno en capas superpuestas. Tardaré unos minutos.
—¿Y luego podré ver la ruta?
Holroyd la miró con aire sonriente.
—Ojala fuese tan sencillo. Vamos a tener que limpiar toda la porquería de los datos antes de poder ver ese camino. —Señaló la pantalla—. Este rojo de aquí es radar banda -L. Tiene una longitud de onda de veinticinco centímetros y puede penetrar hasta cinco metros de arena seca. Ahora añadiré banda ‐C. —Aparecieron unas sombras de color azul—. La banda ‐C tiene una longitud de onda de seis centímetros y puede penetrar como máximo dos metros, así que esta zona de aquí es algo menos profunda. —Pulsó más teclas—. Y ahí va la banda ‐X. Eso son tres centímetros. Básicamente, te da la mismísima superficie.
Un color verde neón tiñó la pantalla.
—No sé cómo te las apañas para descifrar todo esto —comentó Nora, mirando las distorsionadas franjas de colores.
—Ahora voy a añadir las polarizaciones. El rayo que emite el radar se polariza horizontal o verticalmente. A veces envías una onda polarizada en un sentido y regresa polarizada en el otro. Eso suele ocurrir cuando el rayo se topa con un montón de troncos de árbol verticales.
Nora observó atentamente la pantalla mientras aparecía un nuevo color. El programa estaba tardando más tiempo en pintar la imagen en el monitor; todo parecía indicar que el problema informático estaba haciéndose cada vez más complejo.
—Parece un
De Kooning
—comentó Nora.
—¿Un qué?
Nora gesticuló con la mano y repuso:
—Déjalo, no importa.
Holroyd volvió la cabeza de nuevo hacia la pantalla.
—Lo que tenemos es una especie de fotomontaje del suelo, desde la superficie hasta unos cuatro metros y medio de profundidad. Ahora se trata de suprimir algunas de las longitudes de onda y multiplicar otras. Aquí entra en juego la verdadera maestría artística. —Nora percibió un atisbo de orgullo en su voz.
Holroyd empezó a teclear de nuevo, esta vez con mayor rapidez. Nora siguió observando el monitor mientras surgía una nueva pantalla y las líneas de códigos informáticos se agolpaban unas sobre otras cada vez que se añadían y se suprimían nuevas rutinas. De repente, la inmensidad de aquel remoto desierto se cubrió de una telaraña finísima de caminos.
—¡Dios mío! —Exclamó Nora—. ¡Ahí están! No tenía idea de que los anasazi…
—Espera un momento —la interrumpió Holroyd—. Esas son carreteras modernas.
—Pero se supone que en esta zona no hay ninguna carretera. Holroyd negó con la cabeza y dijo:
—Probablemente algunas de ellas no sean más que senderos de caballos salvajes, caminos de las manadas de ciervos, coyotes, pumas… puede que incluso sendas para vehículos cuatro por cuatro. En los años cincuenta se llevaron a cabo varias prospecciones en busca de uranio por esta zona. No podrías ver la mayoría de estos caminos ni aun estando en el mismo terreno.
Nora se reclinó en la silla.
—Y con todos esos caminos… ¿cómo vamos a encontrar el de los anasazi?
En el rostro de Holroyd se dibujó una mueca simpática.
—Ten paciencia. Cuanto más antigua es la ruta, más profunda suele estar. Los caminos muy antiguos también suelen extenderse por la erosión y el viento. Los guijarros que encontraron los antiguos viajeros se han pulido con el tiempo, mientras que los caminos más modernos están plagados de piedrecillas afiladas. Los guijarros más afilados se reflejan en el radar con mayor intensidad que los pulidos —añadió Holroyd sin dejar de teclear—. Nadie sabe por qué, pero a veces ocurren cosas muy espectaculares si multiplicas los valores de dos longitudes de onda distintas, si divides la una por la otra o elevas al cubo una y haces la raíz cuadrada de otra y le restas el coseno de la edad de tu madre.
—Eso no suena muy científico —señaló Nora.
Holroyd sonrió.
—No, pero es mi parte favorita. Cuando unos datos están enterrados a tanta profundidad como en este caso, hace falta mucha intuición y creatividad para sacarlos a la luz.
Trabajaba con pertinaz determinación. Cada pocos minutos, la imagen se transformaba, unas veces radicalmente y otras tan sólo de manera sutil. Nora le hizo una pregunta, pero Holroyd se limitó a fruncir el entrecejo y negar con la cabeza. A veces, las rutas desaparecían a la vez y Holroyd soltaba algún que otro exabrupto, escribía una ráfaga de órdenes informáticas y los caminos regresaban a la pantalla.
El tiempo pasaba muy despacio y la frustración de Holroyd iba incrementándose por momentos. Unas gotas de sudor coronaban sus cejas y sus manos se desplazaban a toda velocidad por las teclas, golpeándolas cada vez con mayor ímpetu. A Nora empezó a dolerle la espalda y trató de acomodarse en aquella silla barata.
Finalmente, Holroyd se echó hacia atrás, soltando un taco entre dientes.
—He intentado todos los métodos, todos los trucos, pero los datos no salen.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que o bien aparecen un millón de caminos o no aparece ninguno. —Se levantó y se dirigió al frigorífico—. ¿Quieres una cerveza?
—Sí. —Nora consultó el reloj. Ya eran las siete de la tarde, pero en el piso seguía haciendo un calor insoportable.
Holroyd volvió a tomar asiento, le pasó a Nora la cerveza y apoyó una pierna encima de la mesa del ordenador. Un tobillo huesudo asomó por el bajo del pantalón, pálido y lampiño.
—¿Tienen alguna característica especial las rutas de los anasazi? ¿Algo que pueda diferenciarlas de todos esos caminos de animales y carreteras modernas?