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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

La Ciudad Vampiro (8 page)

BOOK: La Ciudad Vampiro
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Enseguida les daré pruebas irrefutables de ello…

Es imprescindible que ustedes sepan que este grupo de seres, al mismo tiempo plural y singular, capaz de materializar grotescamente el más impenetrable de los misterios de nuestra fe cristiana, no nace todo de un tirón. Se va formando y redondeando a través de la conquista, del mismo modo que lo hace el ganador de ese juego de cartas que imita a una batalla y que tanto apasiona a los niños. Es parecido a una bola de nieve; el despreciable señor Goëtzi, por ejemplo, tuvo que beberse primero la sangre de todos los habitantes de
La Cerveza y la Amistad
, antes de lograr incorporar sus presencias. Aunque tendrán que reconocer ustedes que el resultado obtenido constituye un privilegio extremadamente cómodo.

* * * * *

Pero seguiré, pidiéndoles permiso para retroceder un poco en el tiempo, con el fin de presentarles a los principales personajes de esta historia: Edward S. Barton, Cornelia, el conde Tiberio y Letizia Pallanti.

* * * * *

En la otra orilla del Rin, al este de la ciudad de Utrecht, alejados ya de estas llanuras que deben su existencia a la victoria del hombre sobre las aguas del mar, en una alegre región de bosques y cerros, se levanta el castillo de Witt. En él vivía Tiberio Palma d’Istria, de los condes de Montefalcone, que había entrado a formar parte de la noble familia de los Witt gracias a la boda con la condesa Greete, tía carnal de nuestra querida Corny.

La condesa Greete era muy bella, educada en las letras y en las ciencias, pero, sobre todo, tan buena y generosa como se describen normalmente a los ángeles del cielo. Por desgracia, su educación no había llegado tan lejos en lo que respecta a la música, danza e idioma italiano, que por aquella época estaban de moda. Después de morir los padres de Cornelia, ésta quedó bajo la tutela del conde Tiberio, que debido a estas carencias de educación tuvo que buscarle una institutriz. En aquel tiempo Italia facilitaba tantas institutrices como actualmente lo hace Inglaterra. No sé exactamente por qué referencias, pero lo cierto es que se escogió a la signora Pallanti, ya que no parecía existir en el mundo entero una persona tan maravillosa y completa como ella. Casi era comparable a la condesa Greete en lo que respecta a los autores griegos y latinos. Conocía a la perfección el álgebra y la trigonometría; recitaba las tragedias francesas de memoria, incluidas algunas de Voltaire, con singular encanto; bailaba como la mismísima Terpsícore, tocaba además la guitarra, el arpa, el clave y la lira de tres cuerdas; era capaz de recitar toda la
Jerusalén liberada
, de atrás hacia adelante, es decir, comenzando por el último verso.

Dicen que para los entendidos es un auténtico placer poder escuchar un divino poema recitado de esa forma.

La
signora
debía de tener entonces unos veinticinco años, aproximadamente. Los informes sobre su pasado eran realmente vagos, pero ella era del tipo de persona que se recomienda por sí misma, y su llegada al castillo de Witt fue una auténtica fiesta. La querida condesa Greete debió de besarla más de cien veces.

Únicamente el conde Tiberio la recibió de forma más severa, a pesar de su notoria hermosura. No le agradaban, según decía, las damas levemente regordetas (porque lo cierto es que Letizia parecía muy bien alimentada), y los niños prodigio le asustaban un poco. Por otro lado, a él le parecía que aquella hermosa extranjera tenía además poco cabello.

Letizia era morena. Su cabello negro era, realmente, muy corto, y al conde Tiberio le chocaba este detalle, acostumbrado como estaba a la espléndida cabellera rubia de su esposa, cuyo cuerpo podría haberse tapado por completo con las ondas de su pelo suelto.

Pero daba la impresión de que a Letizia tampoco le interesaban demasiado los gustos del conde Tiberio. Entregada por completo a sus tareas de institutriz, encontraba la forma de retribuir las bondades de la condesa Greete, a la que dedicaba casi todas sus atenciones. Cornelia, bajo su tutela, hizo progresos cercanos a lo milagroso. Todas las noches tenía lugar un concierto en familia y, en ocasiones, Greete y Letizia rivalizaban sabiamente en sus recitales de poesía griega o latina. En resumen: el castillo de Witt era la propia imagen de la felicidad.

Cornelia adoraba a su hermosa institutriz. Incluso se empeñó en llevarla con ella en uno de sus viajes de vacaciones a Inglaterra, y la propia familia Ward quedó inmediatamente prendada de una joven tan encantadora como aquella institutriz.

En aquella época yo era muy pequeña, pero todavía me parece recordarla. Nunca en mi vida he vuelto a ver a una mujer tan seductora como Letizia.

Nuestra querida Ann la admiraba. A pesar de ello, después de todo lo que pasó, llegó a confesarme que en ciertas ocasiones la acometían vagos temores, y un miedo misterioso que se entremezclaba con el sentimiento que la atraía constantemente hacia la bella italiana.

Algo de lo que puedo dar fe personalmente es de que el señor Goëtzi, que por entonces era el tutor de Edward Barton, mostraba hacia ella el más completo desinterés. También Letizia desviaba la mirada cada vez que el señor Goëtzi entraba en la estancia.

A pesar de ello, cierta noche los encontré juntos en la vieja avenida de castaños. Yo era tan curiosa como cualquier niño de mi edad, y por eso me acerqué de puntillas para no ser sorprendida. Pero cuando llegué hasta el sitio donde me había parecido verlos, no había nadie allí. Sentí miedo…

Letizia partió con su alumna al final del otoño y fue recibida con auténtica alegría en el castillo de Witt. La condesa Greete la había echado realmente de menos. Incluso Tiberio mostraba ya una cara mejor, y cierta velada en que ella cantó
Llueve, llueve, pastora
, el señor conde le dijo a su esposa:

—Tenéis razón, condesa. Esta joven sería maravillosa, con que sólo tuviese vuestros cabellos.

Era un comentario sin mayor importancia, de esos que se dicen y se olvidan. Sin embargo, no sé por qué, la condesa Greete palideció.

Fue justo por aquellos días cuando el conde Tiberio dejó de mofarse de las damas ligeramente obesas.

Y mientras acariciaba los cabellos de su mujer, en ocasiones le decía bromeando:

—La verdad es que podríais compartirlos con la signora Pallanti.

Estoy convencida de que la buena condesa habría aceptado hacerlo, a pesar de que lo que Letizia deseaba no era precisamente compartir.

Cierta mañana llegó al castillo de Witt nuestro viejo conocido Goëtzi, quien se cuidó mucho de decir que acababa de ser despedido como tutor de Ned Barton. En vez de hacerlo, pretendió haberse apartado de su camino para traerle a Cornelia las últimas novedades de sus parientes de Stafford. Fue bien recibido, y él aceptó aquella hospitalidad hablando constantemente de los Ward y de los Barton como si realmente contase todavía con su afecto y su amistad.

Se trataba, en definitiva, de un caballero instruido, agradable, y con un elevado conocimiento del mundo. Además era un buen jugador de
whist
, de chaquete y de ajedrez. Su presencia debería haber animado la vida en el castillo, pero no fue así. Sin que pudiesen explicarse los motivos reales del hecho, el conde Tiberio se tornó taciturno. No podría afirmarse que se apartase de su mujer, pero sí que sus relaciones con ella se enfriaron.

Por otro lado, la buena condesa perdió un poco de su encanto. Se mostraba inquieta y padecía mareos y jaquecas. Casi podría decirse que estaba palideciendo paulatinamente, adelgazando, e incluso envejeciendo.

Y su magnífico cabello iba menguando casi a ojos vista.

Debo reconocer que éste era un detalle no demasiado extraño en la condesa Greete, que ya no tenía veinte años; pero normalmente, cuando una hermosa dama pierde sus cabellos, es porque cada mañana quedan presos en el peine, y sus doncellas pueden incluso lamentarse por cada uno de aquellos rizos que caen. Pero no fue el caso. Entre los dientes de carey no aparecía ni un solo pelo, y a pesar de ello éstos se caían… ¡Ya lo creo que se caían!

¡Y lo más sorprendente! Fue justo en aquella época cuando los cabellos de Letizia comenzaron a crecer. Parecía como si se estuviese cumpliendo el deseo que había formulado en broma el conde Tiberio y la buena condesa estuviese compartiendo sus cabellos con la signora Pallanti.

Pero no era posible, porque una era rubia y la otra morena. Sin embargo, en lo que respecta a la cantidad, las proporciones se fueron manteniendo casi de forma rigurosa, de modo que todo lo que Greete perdía, Letizia lo ganaba instantáneamente.

Debo reseñar aquí que, desde la llegada del señor Goëtzi, Letizia utilizaba su loción capilar, recomendada por aquel hombre sabio. Una loción que, no obstante, fue inútil para la pobre condesa, que en vano intentó también utilizarla. A pesar de la existencia de aquel tonificante tan beneficioso para Letizia, la condesa Greete veía desesperada cómo su cabeza se iba despoblando. Me duele tener que pronunciar esta palabra, pero no me queda otro remedio: ¡se estaba quedando calva!

Y comenzaba a experimentar la horrible certeza de que era la institutriz la que le estaba robando el cabello.

Pero era algo imposible de explicar. La condesa Greete no quiso siquiera intentarlo. Sabía perfectamente que al primer comentario sobre el asunto, todos la tomarían inmediatamente por loca, de tan absurdas como eran sus sospechas. Además, ¿a quién podía contárselo? Cornelia adoraba a su tutora, y la pobre Greete casi podía escuchar anticipadamente su alegre risa si llegaba a sugerir algo tan rocambolesco.

Además, ¿de qué forma podría quejarse? ¿Qué pruebas tenía?

Sólo le quedaba el conde Tiberio, su marido. Se le puede confiar todo al hombre que se ama. No existen absurdos comentarios entre dos enamorados… pero, ¿acaso Tiberio la amaba todavía? Él se mantenía vigoroso y jovial, mientras que ella parecía haber envejecido diez años en apenas unos meses. Tiberio la miraba ahora sólo con pena. Se ausentaba con frecuencia. Según la maravillosa cabellera de Greete se iba trasplantando a la cabeza de Letizia, Tiberio iba olvidando cada día más el camino del dormitorio nupcial.

La sospecha entró entonces en el corazón de la buena condesa como si fuese el filo de un puñal. No sé cómo describir la obsesión de aquel desdichado espíritu amargado. Comprendió que Letizia se había convertido en su rival, y que había vencido y terminado con ella utilizando como arma precisamente sus propios cabellos. Tiberio seguía apasionado por aquella melena, sólo que a partir de ese momento la amaba sobre una frente diferente.

Cierta noche en que se encontraba sola en su cuarto escuchando en la distancia las notas del arpa, ya que había un concierto en el salón, se sintió arrastrada por una fuerza irresistible. Bajó por la escalera y, por primera vez después de mucho tiempo, llegó hasta la entrada del saloncito familiar.

¡Cuánta dicha había degustado entre aquellos agradables artesonados, testigos mudos de su felicidad pasada!

Pero no entró. Cornelia tocaba el clave. Tras ella, Tiberio y Letizia conversaban, sentados en el diván. Los dedos de su marido se hundían en la rizada cabellera que ahora caía de forma ondulada sobre los hombros de la signora Pallanti.

La condesa Greete se llevó las manos al pecho, convencida de que su corazón iba a estallar. Sin decir nada, intentó regresar a su dormitorio, pero sólo lo consiguió con la ayuda de la vieja Loos, a quien se encontró en el camino.

Al sentirse herida en lo más profundo de su ser, le dijo a su nodriza:

—Querida amiga, cuando era apenas una niña, te confiaba todos mis temores; escucha ahora cuál es la terrible angustia que será la causa de mi muerte.

Conversó durante mucho tiempo, con voz frágil y llorosa. Loos la escuchaba con las manos unidas. Sin embargo, lo que más sorprendió a su nodriza no fue la traición del conde Tiberio y de Letizia, que todos en el castillo conocían, excepto Cornelia, que era pura e inmaculada como un ángel. Lo que más la asombró, insisto, fue un detalle que le contó la condesa:

Siempre que llegaba la más impenetrable oscuridad, aproximadamente a medianoche, su permanente insomnio cedía por unos minutos. Caía entonces en un pesado sopor, que era casi una tortura.

De esa forma, y noche tras noche, se le repetía siempre el mismo sueño: ella notaba cómo un hombre se acercaba sigilosamente a su cama y empezaba a depilarla con una pinza de acero, arrancándole uno por uno todos sus cabellos.

No podía imaginar quién era aquel hombre, porque nunca consiguió abrir los ojos en su presencia. Cuando él desaparecía, la condesa sentía en su
cabeza
, una sensación semejante a una quemadura, y la luz del velador derramaba sobre los objetos unos brillos de color verde.

Pero no terminaba ahí el asunto. Apenas unos minutos después, se escuchaban gritos distantes en medio del silencio. Eran gritos de mujer, que parecían proceder del ala del castillo donde descansaba normalmente la signora Letizia.

Después de haberle contado tan sorprendente historia, la condesa Greete se durmió de dolor y de cansancio entre los brazos de su anciana nodriza.

En lugar de retirarse como era habitual, ésta se deslizó entre la cama y la pared y se escondió entre los cortinajes.

Cerca de las once de la noche se apagaron los armoniosos sones procedentes del salón, y un poco después comenzó a oírse la fuerte respiración de la condesa, que parecía haber caído nuevamente en su sopor.

En aquel momento se abrió sin ruido la puerta del dormitorio y el señor Goëtzi apareció en el umbral. Loos lo vio perfectamente mientras atravesaba la estancia y se acercaba sigilosamente a la cama. Loos tendría ahora ciento cuarenta años y la condesa Greete unos ciento dieciocho. El señor Goëtzi, pensando que nadie lo vigilaba, dio rienda suelta a su naturaleza de vampiro. Despedía unos bellos reflejos verdes, y su labio inferior brillaba, rojo como un hierro incandescente. Sus cabellos, revueltos, temblaban y se agitaban también como llamaradas. Se trataba sin lugar a dudas de un gallardo vampiro.

Lo primero que hizo fue inclinarse sobre la cama. Utilizando una larga aguja de oro que sujetaba con el índice y el pulgar, pinchó a la pobre condesa detrás de la oreja izquierda y, aplicando inmediatamente sus labios sobre la herida, succionó la sangre durante diez minutos exactos. Aquello era lo que estaba haciendo perder el color y envejecer a la bella dama. Su naturaleza saludable se resentía inexorablemente, como se pueden imaginar, después de que cada noche se repitiese semejante operación.

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