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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La clave de las llaves (3 page)

BOOK: La clave de las llaves
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Una noticia se repetía en el formato de tres periódicos diferentes con fecha de 6 de diciembre, cinco días antes. La recordé en seguida: «Celebraban un despedida de soltero y encontraron un cadáver». «Prostituta asesinada. La segunda en dos días. La encontró un grupo que celebraba una despedida de soltera.» «El asesino del cigarrillo golpea de nuevo.» Aparte de los titulares que hablaban del autocar que transportaba a cincuenta señoritas borrachas y eufóricas, las otras noticias eran pequeñas, apenas billetes de quinientos caracteres. «Mujer muerta en Les Planes.» «Ajuste de cuentas.» Cosas así, sin fotos ni nada.

—… La policía me dijo que la otra puta se llamaba Leonor —dijo la señora, con vocecita tímida, para reclamar nuestra atención—. Leonor García, y era negra.

—Pues muy bien, señora —dijo Biosca con voz de tenor—. Nosotros hablaremos con las instituciones, la administración, las altas esferas, pondremos las cartas sobre la mesa, sobre todo la del rey de oros, y veremos qué se puede hacer por usted. No le garantizo nada, pero puede estar segura de que todos nuestros esfuerzos, nuestra probada competencia profesional y los últimos progresos de la tecnología estarán a su servicio hasta que se acabe la pasta, se lo garantizo. Nos encargaremos de que su nieta Mary…

—Miriam. La nieta es Miriam y la hija Mary.

—Me la sopla. —Cuando una persona no caía bien a Biosca y, además, le interrumpía para corregirlo, mi jefe experimentaba la necesidad imperiosa de hacérselo saber.

—Y yo, Maruja —remató la mujer, impávida.

—Nos encargaremos de que la nena tenga una beca para ir a la universidad el día de mañana.

Ya estaba detrás del escritorio buscando un impreso de contrato para rellenarlo con cuatro garabatos.

La mujer me ofrecía una tarjeta.

—Yo no quiero meterme donde no me llaman —decía—, ustedes sabrán cómo hacer su trabajo, pero les aconsejo que vayan a ver a la señora Leidi Sophie, que a lo mejor ella les dirá de dónde han salido estos dineros y de dónde pueden salir más.

La tarjeta era de color verde fosforescente y sólo rezaba Lady Sophie y un número de teléfono. Seguro que se podía leer en la oscuridad. La metí en el bolsillo, junto con la fotografía de Mary.

Cuando doña Maruja salía del despacho, se le cayó encima un Papá Noel. Era Octavio que trataba de contarle a Fernando que no le escuchaba cómo había marcado el único gol de domingo Danny Garnett. «Vió venir la pelota así, él corría de espaldas, mirando al cielo, así, y de repente se tira al suelo y, ¡badabum! De chilena y de talón, ¡tío! A eso se le llama el gol del escorpión, tío, el tercero que marca así en su carrera, ¡por eso le llaman Escorpión Garnett! ¡Qué jugada! ¡Qué golazo! Lástima que el otro equipo nos metiera cuatro, por culpa de los inútiles del resto del equipo.» La pobre mujer fue a dar contra una de las mesas, que por poco tira el ordenador al suelo. Después de comprobar que la dienta no se había roto la cabeza del fémur o algo así, Biosca me arrastró al interior de su despacho y cerró la puerta por dentro. A continuación, se marcó unos alegres pasos de baile, olisqueó el ladrillo de billetes como si desprendiera fragancia de vestal en celo, estampó un beso en la frente del impasible Tonet y estalló en una carcajada contundente como una ráfaga de ametralladora.

—¡El rey, el rey! —gritaba, como si aquello fuera el final del chiste más ingenioso del mundo—. ¡El rey, Esquius! —Se partía de risa—. ¿No se da cuenta? ¡Nos ha tocado la lotería! ¡Es el caso de nuestras vidas!

—Supongo que no se lo ha creído —protesté, un poco nervioso.

—¡Pues claro que me lo he creído! ¡Soy republicano de toda la vida y, por tanto, creo que los reyes son capaces de cualquier cosa! ¡Son capaces de todo!

—Por favor, es imposible —me resistí.

—¿Imposible? ¿No ha oído usted todo lo que se cuenta del rey…?

—¡Leyendas!

—¡Todos los reyes del mundo lo han hecho! Incluso los reyes de los cuentos, y Jaime I el Conquistador, y el de
Príncipe y Mendigo
y Alfonso XIII… Todos han salido un día u otro envueltos en una capa para mezclarse con el populacho, y…

—¡Por el amor de Dios, pero no para matar prostitutas!

—¿Ah, no? ¿Y Jack el Destripador, que dicen que pertenecía a la familia real británica? —Se le ocurrió una teoría sobre la marcha—: Mire qué le digo, esta ansia de matar prostitutas podría ser una cosa genética… Nuestra familia real y la inglesa, ¿están emparentadas? ¡Seguro que sí, amigo mío, los miembros de la realeza son endogámicos por definición! O sea, que quiero que investigue a fondo y que me traiga pruebas de la culpabilidad de ese personaje…

Yo me estaba poniendo muy nervioso.

—¿Y entonces qué piensa hacer? ¿Entregarlo a la policía?

—¡Claro que no! Cuando tenga las pruebas en la mano, pediré audiencia y le miraré a los ojos y le diré «Yo sé y usted sabe que yo sé» y, a partir de ese día, mi vida cambiará.

Con Biosca no se puede discutir, y menos cuando va lanzado en pleno ataque maníaco. Se mete en situación con demasiada facilidad. Ya se veía a sí mismo investido con un título de marqués, y sobornado con extensas propiedades, en las que jamás se pondría el sol.

—Seguro que la chica estaba hablando del Rey del Pollo Frito, o el Rey de los Sofás o el Rey de Bollullos del Condado, o de algún gángster al que llaman el Rey…

—¿Y eso le habría hecho tanta ilusión a una puta de trescientos euros? —replicó, sarcàstico. Y el caso es que, en ese punto concreto, tenía razón—. Esa nena estaba acostumbrada a los clientes de pasta y a los lugares de lujo. Si llama a su madre pegando grititos de alegría es porque se encontró con lujo asiático, de verdad, y con un rey de verdad, no con un pelanas que instala tazas de váter y se hace llamar El Rey del Inodoro. ¡El rey por antonomasia, Esquius! —No supe qué decir—. ¿Y los cincuenta mil euros? Parece que se olvida de los cincuenta mil euros. ¡Son ocho millones de las antiguas pesetas. Y va la
madam
y le da a esa mujer ocho millones de golpe, ¡ocho millones que casualmente tenía allí encima! Por el amor de Dios, como dice usted, nadie tiene ocho millones en el cajón casualmente, aunque sea una
madam
de burdel de lujo. La mujer lo ha dicho bien: la estaban esperando, por si iba a reclamar, le tenían preparado el soborno para hacerla callar… ¡Cincuenta mil euros es mucho dinero, coño! ¿Por qué tendrían que dárselos si no era para encubrir a alguien muy importante, pero que muy importante? ¡Y mire usted la prensa! Si a la puta muerta no la hubiera encontrado un autocar lleno de mujeres borrachas en pelotas, nadie habría hablado para nada del tema. Pero es que, además, no han continuado hablando! ¿Usted ha visto alguna noticia de todo eso en el periódico de hoy? ¿Y en el de ayer? ¿Lo han sacado en el Telediario? ¿Qué se apuesta a que, cuando vaya a ver a la policía, nuestro querido comisario Palop le dirá que no están haciendo nada, que el juez tiene paralizado el caso y que es mejor que usted no se meta? ¿Qué se apuesta?

No acababa de creérmelo pero de momento carecía de argumentos para responderle. Supuse que, cuando investigara y llegase al fondo del asunto, podría demostrarle con datos y hechos en la mano que su teoría no era más que un disparate.

Escena 4

Dediqué el resto de la mañana a preparar y estudiar el caso. Hice fotocopias de la foto de Mary Borromeo, pedí a Amelia que buscara en la hemeroteca de la agencia las noticias de la última semana referidas al tema y yo entré en Internet.

Y, a pesar de que Amelia es buena documentalista, vaciadora de prensa y aficionada a las noticias luctuosas, y a pesar de que estamos suscritos a tres páginas web de información confidencial, encontramos muy poca cosa.

El viernes 5, sólo dos periódicos habían hablado del asesinato de Mary Borromeo, en notas lacónicas, para llenar espacio. «Mujer muerta en Les Planes» se limitaba a comunicar que se había encontrado el cadáver de una mujer en la antigua carretera de Vallvidrera a Les Planes, poco transitada desde que se construyeron los túneles de Vallvidrera, que la policía sospechaba de que se dedicaba a la prostitución, que tenía unos veinte años y sólo la identificaban con las siglas M.B.F. «Ajuste de cuentas» ya partía del supuesto de que M.B.E ejercía la prostitución y que había sido asesinada por «algún miembro de la organización que la explotaba». El sábado, no encontré ninguna continuación ni ampliación de la noticia. Había caído una banda de kosovares que robaban pisos, un policía había matado a su mujer accidentalmente mientras limpiaba la pistola y se había hundido una casa de Ciudad Vieja con el resultado de trece inmigrantes magrebíes muertos y una enfermera austríaca había practicado la eutanasia con dieciséis ancianos, precisamente los que le daban más trabajo, pero de la pobre M.B.F. no decían nada.

Fue domingo cuando saltó la noticia del autocar de la pandilla que celebraba una despedida de soltera y que tropezó con el cuerpo de la segunda mujer asesinada. Eso fue en la madrugada del cinco al seis, por tanto demasiado tarde para que la noticia entrara en las ediciones del sábado. La noticia era lo bastante curiosa como para merecer cuatro columnas y titulares a juego en la página 36 del Periódico de Catalunya, por ejemplo, y un tratamiento similar en otros dos rotativos.

A pesar de su nombre pretencioso, el paseo de Circunvalación es una vía solitaria, entre las vías y almacenes de la Estación de Francia y los muros que encierran el parque zoológico, por donde no pasea nadie y que sólo sirve para aparcar coches sobre sus estrechas aceras. Las ocupantes del autocar, a las que imaginé tocadas con penes erectos a modo de antenas y cantando canciones marranas a grito pelado, debían de estar mirando por las ventanillas, ansiosas por llegar al bar donde algún atleta les enseñaría sus atributos gigantescos o cosa por el estilo, y entonces vieron a la mujer que yacía entre dos automóviles con un charco de sangre bajo la cabeza. Una de las chicas, que trabajaba en un juzgado, se hizo cargo de las primeras diligencias. Ella anunció que la mujer estaba muerta, y delimitó la escena del crimen impidiendo que nadie la pisara, y regañó a todo el que no se comportaba como a ella le parecía adecuado. La pobre víctima (de raza negra, que fue identificada por otras profesionales que ejercían la prostitución cerca de allí como Leonor García, inmigrante ilegal procedente de Guinea) había recibido una fuerte paliza. Tenía el rostro cubierto de golpes, sangraba por la nuca, le habían apagado un cigarrillo en la lengua y, de una manera algo incongruente, el redactor añadía que no habían encontrado sus zapatos por ninguna parte, como si ésa fuera una lesión más atribuible a la paliza.

El detalle del cigarrillo en la lengua recordaba al periodista otra prostituta asesinada que habían encontrado el día antes en la Colonia Sant Ponç, cerca de la carretera que va de Vallvidrera a Les Planes. También aquélla tenía un cigarrillo apagado en la boca. Cabía suponer que se trataba de Mary Borromeo, pero en aquella ocasión ni siquiera se mencionaban las siglas de su nombre.

Para acabar de llenar espacio, el redactor especulaba sin convicción alguna con la posibilidad de que se tratara de un ajuste de cuentas entre bandas de tráfico de prostitutas.

Curiosamente, aun cuando supuse que algunas de las despedidoras de soltera llevarían consigo cámaras fotográficas y debían de dispararlas, la noticia sólo iba ilustrada por una instantánea del autocar con fondo de la tapia del zoo.

Y nada más.

El lunes, la noticia ya había caducado. Los periódicos hablaban de dos casos de violencia doméstica, uno de ellos con resultado de muerte, y una reyerta sin víctimas entre clanes gitanos rivales, pero de las prostitutas asesinadas, ni una palabra. Ni el martes, ni el miércoles.

Llamé al comisario Palop. Un viejo amigo con quien frecuentemente intercambiamos favores.

—¿Qué sabéis de esos asesinatos de putas de la semana pasada? —le pregunté a bocajarro.

Me puso muy nervioso el silencio con que me respondió. Fue un silencio abismal, incluso parecía que se había apagado el rumor de fondo de la comisaría.

—Las de los cigarrillos en la boca.

—Sí, sí —replicó.

—¿Qué pasa?

Evidentemente, algo pasaba.

—Nada. Ya está controlado.

—¿Qué quiere decir que está controlado? ¿Ya habéis detenido al que lo hizo?

—Prácticamente. Lo estamos buscando.

—¿Qué te parece si paso por tu despacho y me lo cuentas mejor?

—No hay nada que contar —respondió, impaciente—. Mataron a dos tías y teníamos miedo de que continuaran matando más, pero parece que la cosa se ha parado. Nos olemos quién es, y lo estamos buscando. Y no queremos publicidad. Ni periodistas ni detectives privados, ¿sabes qué quiero decir? Por eso de la alarma social.

—A veces, el silencio provoca más alarma social.

—Eso depende de las circunstancias.

—Palop —me endurecí un poco—: ¿Puedo pasar por tu despacho para echar una ojeada a los papeles del caso?

Otro silencio de esos vertiginosos. Un suspiro. Y, por fin:

—Pasa.

Con un ápice de trascendencia. No fue un «pasa, ¿por qué no?», o un «haz lo que quieras», o una negativa, o una concesión a regañadientes. Casi me sonó a orden. «Pasa.» Quizá un «pasa y verás la que te espera».

—Y tomaremos un calé, ¿eh?

Al colgar el teléfono, me quedé pensativo unos instantes, algo inquieto. Levanté la vista y me encontré con la mirada socarrona de Biosca que me espiaba desde su despacho, por la puerta entreabierta. Me pareció que él también me estaba diciendo, con el pensamiento: «Pasa, Esquius, pasa y verás la que te espera».

Utilicé el reloj como excusa para apartar la mirada.

Había quedado para comer con mi hija Mónica y se me estaba haciendo tarde.

Me levanté de un salto y huí de allí.

Pero la aprensión se vino conmigo.

Escena 5

Mónica me había dicho «Papá, quiero hablar contigo» utilizando un tono que presagiaba cambios radicales y dramáticos en nuestras vidas. Supuse en seguida que la conversación trataría de su nuevo compañero, un chico llamado Esteban, al que yo aún no conocía y que trabajaba en una ferretería, y me temí lo peor, aunque habría sido incapaz de concretar en qué consistía eso de «peor». Heterogéneos y diferentes entre sí, todos los novios anteriores de Mónica habían tenido en común la capacidad manifiesta de horrorizarme.

Acaso para compensar los disgustos que pudiera darme mi hija, elegí el restaurante Can Lluís de la calle de la Cera, un clásico que al menos me garantizaba buena comida y buen ambiente. Me colocaron en el comedor de abajo, decorado con antiguos posters que anunciaban librillos de papel de fumar. Delante de mí, había uno de la marca Pay-pay con esta misteriosa inscripción: «Con patente de invención para pegar bien el cigarro sin luz».

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