La colonia perdida (17 page)

Read La colonia perdida Online

Authors: John Scalzi

BOOK: La colonia perdida
12.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No estará sugiriendo que han matado y devorado a Joe —dijo Marta Piro—. Eso es ya imposible. Jun y Evan lo saben, porque estaban conmigo cuando lo encontramos. Jane nos dijo que guardáramos silencio, y lo hemos hecho hasta ahora. Pero esto no es algo que se pueda mantener en secreto eternamente.

—No necesitamos ocultar esa parte —dijo Jane—. Puede explicar eso a su gente cuando se marche de aquí. Tiene que callarse lo referente a las criaturas que lo hicieron.

—No voy a fingir ante mi gente que esto ha sido sólo un ataque animal casual —dijo Gutiérrez.

—Nadie está diciendo que deba hacerlo —contesté—. Dígale a su gente la verdad: que hay depredadores siguiendo la manada de fantis, que son peligrosos y que hasta nueva orden nadie vaya al bosque, ni salga solo de Croatoan si pueden evitarlo. No hay que decirles nada más por ahora.

—¿Por qué no? —dijo Gutiérrez—. Esos seres representan un verdadero peligro para nosotros. Ya han matado a uno de los nuestros. Se han
comido
a uno de los nuestros. Nuestra gente tiene que estar preparada.

—El motivo es que la gente actuará de modo irracional si creen que algo con cerebro puede cazarlos —dijo Jane—. Como está actuando usted ahora.

Gutiérrez se quedó mirando a Jane.

—No me gusta la sugerencia de que estoy actuando irracionalmente —dijo.

—Entonces no actúe irracionalmente —replicó Jane—. Porque habrá consecuencias. Recuerde que está bajo el Acta de Secretos de Estado, Gutiérrez.

Gutiérrez se apaciguó, aunque quedó claro que no estaba satisfecho.

—Miren —dije—. Si esos seres son inteligentes, entre otras cosas creo que tenemos responsabilidades hacia ellos, sobre todo no aniquilarlos por lo que puede haber sido un malentendido. Y si son inteligentes, entonces tal vez podamos encontrar un modo de hacerles saber que sería mejor que nos evitaran.

Indiqué la punta de lanza. Trujillo me la entregó.

—Están usando esto, por el amor de Dios —dije, agitando la lanza—. Incluso con las armas antiguas que tenemos aquí podríamos aniquilarlos un centenar de veces. Pero me gustaría no hacerlo si podemos evitarlo.

—Déjeme expresarlo de otra manera diferente —dijo Trujillo—. Nos está pidiendo que ocultemos información clave a nuestra gente. Me preocupa, y creo que a Paulo también, que retener esa información haga que nuestra gente esté menos segura por no conocer a qué se enfrentan. Mire dónde estamos ahora. Estamos todos metidos dentro de una bodega de carga recubierta de tejido aislante para mantenernos ocultos, y todo porque nuestro gobierno nos ocultó información crítica. El gobierno colonial nos tomó por tontos, y por eso vivimos como lo hacemos ahora. No se ofenda —le dijo a Hiram Yoder.

—No se preocupe —dijo Yoder.

—Mi argumento es que nuestro gobierno nos jodió con sus secretos —dijo Trujillo—. ¿Por qué íbamos a hacer lo mismo con nuestra gente?

—No quiero mantenerlo en secreto eternamente —contesté—. Pero ahora mismo carecemos de información, no sabemos si esa gente son una amenaza auténtica, y me gustaría poder averiguarlo sin que todo el mundo se vuelva loco de miedo por si hay Neanderthales de Roanoke deambulando por los bosques.

—Presupone que la gente se volverá loca —dijo Trujillo.

—Ojalá me equivoque. Pero por ahora equivoquémonos siendo cautelosos.

—Puesto que no podemos elegir, equivoquémonos —dijo Trujillo.

—Cristo —intervino Jane. Advertí un tono desacostumbrado en su voz: exasperación—. Trujillo, Gutiérrez, usen sus malditas cabezas. No teníamos por qué haberles dicho nada de esto. Marta no sabía lo que estaba viendo cuando encontró a Loong; el único que supo interpretarlo fue Yoder, y sólo porque lo vio aquí. Si no se lo hubiéramos contado todo, ustedes no lo habrían sabido nunca. Podría haber resuelto todo esto y ninguno de ustedes se habría enterado. Pero no queríamos eso: sabíamos que teníamos que decírselo. Hemos confiado en ustedes lo suficiente para compartir algo que no teníamos por qué compartir. Confíen en nosotros cuando decimos que necesitamos tiempo antes de comunicárselo a los colonos. No es pedir demasiado.

* * *

—Todo lo que voy a decirle está protegido por el Acta de Secretos de Estado —dije.

—¿Tenemos un Estado? —preguntó Jerry Bennett.

—Jerry…

—Lo siento. ¿Qué ocurre?

Le conté a Jerry lo de las criaturas y lo puse al día sobre la reunión del Consejo de la noche anterior.

—Es bastante fuerte —dijo él—. ¿Qué quiere que haga?

—Repase los archivos que nos dieron sobre este planeta. Dígame si ve algo que nos dé alguna pista sobre si la Unión Colonial sabía algo de esos tipos. Y me refiero a cualquier cosa.

—No hay nada de ellos directamente —respondió Jerry—. Eso lo sé. Fui leyendo los archivos a medida que los iba imprimiendo.

—No busco referencias directas. Me refiero a cualquier cosa que sugiera que esos tipos estaban aquí.

—¿Cree que la UC borró el dato de que en este planeta había una especie inteligente? —preguntó Bennett—. ¿Por qué iban a hacer eso?

—No lo sé. No tendría ningún sentido. Pero enviarnos a un planeta completamente distinto al que se suponía que íbamos y luego aislarnos por completo tampoco lo tiene, ¿no?

—Hermano, ahí lleva razón —dijo Bennett, y reflexionó un momento—. ¿Hasta dónde quiere que llegue?

—Hasta lo más hondo que pueda. ¿Por qué?

Bennett recogió una PDA de su mesa y recuperó un archivo.

—La Unión Colonial utiliza un formato de archivos estándar para todos sus documentos —dijo—. Texto, imágenes, audio, todo va en el mismo tipo de archivo. Una de las cosas que se pueden hacer con el formato es usarlo para seguir la pista de los cambios realizados. Escribes un borrador de algo, lo envías a la jefa, ella hace cambios, y el documento vuelve a ti y puedes ver dónde y cómo hizo tu jefa los cambios. Registra todos los datos… almacena el material borrado en metadatos. No lo ves a menos que conectes el seguimiento de cada versión.

—Así que cualquier corrección que se hubiera hecho estaría aún en el documento.

—Podría ser —dijo Bennett—. Es norma de la UC que se elimine de los documentos finales esta clase de metadatos. Pero una cosa es ordenarlo, y otra cosa que la gente se acuerde de hacerlo.

—Adelante, entonces —dije—. Quiero que lo examine todo. Lamento darle el coñazo.

—Tranquilo —dijo Bennett—. El procesamiento por lotes hace más fácil la vida. Después, todo es cuestión de dar los parámetros de búsqueda adecuados. Eso es lo que haré.

—Le debo una, Jerry.

—¿Sí? Si lo dice en serio, consígame un ayudante. Ser el técnico de toda una colonia da un montón de trabajo. Y me paso todo el día dentro de una caja. Estaría bien tener compañía.

—Me pondré a ello —dije—. Usted empiece con eso.

—Marchando —dijo Bennett, y me acompañó a la puerta de la caja.

Cuando salí, Hiram Yoder y Jane se me acercaron.

—Tenemos un problema —dijo Jane—. Un problema gordo.

—¿Qué pasa?

Jane hizo un gesto a Hiram.

—Paulo Gutiérrez y otros cuatro hombres han pasado junto a mi granja —dijo Hiram—. Llevaban rifles y se dirigían al bosque. Le pregunté qué estaba haciendo y me dijo que sus amigos y él iban de caza. Le pregunté qué iba a cazar y me dijo que yo debería saberlo. Me preguntó si quería acompañarlos. Le dije que mi religión me prohibía quitar ninguna vida inteligente, y le pedí que reconsiderara lo que estaba haciendo, porque iba contra los deseos de usted y planeaba asesinar a otra criatura. Él se rió y se encaminó hacia los árboles. Ahora están en el bosque, administrador Perry. Creo que pretenden matar a tantas criaturas como puedan encontrar.

* * *

Yoder nos acompañó hasta el lugar por donde vio entrar a los hombres en el bosque y nos dijo que nos esperaría allí. Jane y yo avanzamos y empezamos a buscar sus huellas.

—Aquí —dijo Jane, señalando la marca de botas en el suelo. Paulo y sus muchachos no hacían ningún intento por mantenerse ocultos o, si lo hacían, era muy malos.

—Idiota —dijo Jane, y echó a andar tras él, moviéndose sin darse cuenta a su nueva y mejorada velocidad. Corrí tras ella, ni tan rápido ni tan silenciosamente.

La alcancé un kilómetro más adelante.

—No vuelvas a hacer eso —dije—. He estado a punto de quedarme sin pulmones.

—Silencio —dijo Jane. Me callé. El sentido del oído de Jane sin duda había mejorado igual que su velocidad. Traté de insuflar oxígeno en mis pulmones lo más silenciosamente posible.

Ella echó a andar hacia el oeste y entonces oímos un disparo, seguido de otros tres más. Jane echó a correr de nuevo, en dirección hacia los disparos. Yo la seguí lo más rápido que pude.

Otro kilómetro más tarde llegué a un claro. Jane estaba arrodillada junto a un cuerpo tendido en un charco de sangre; había otro hombre sentado cerca, apoyado contra el tocón de un arbusto. Corrí hacia Jane y el cuerpo, cuya parte delantera estaba cubierta de sangre. Ella apenas alzó la cabeza.

—Ya está muerto —dijo—. Alcanzado entre las costillas y el esternón. Le atravesó el corazón, y salió por la espalda. Probablemente ya estaba muerto antes de caer al suelo.

Miré el rostro del hombre. Tardé un momento en reconocerlo: Marco Flores, uno de los colonos de Jartún. Dejé a Flores con Jane y me acerqué al otro hombre, que miraba al frente, aturdido. Era otro colono de Jartún, Galen DeLeon.

—Galen —dije, agachándome para mirarlo a los ojos. No oyó el saludo. Chasqueé los dedos un par de veces para llamar su atención—. Galen —repetí—. Dígame qué ha pasado.

—Le disparé a Marco —dijo DeLeon, con tono débil y contrito. Miraba más allá de mí, a nada en particular—. Fue sin querer. Salieron de la nada, y le disparé a uno, y Marco se puso en medio. Le di. Cayó —DeLeon se llevó las manos a la cabeza y empezó a tirarse del pelo—. No era mi intención. Aparecieron de repente.

—Galen —dije—. Vinieron aquí con Paulo Gutiérrez y otro par de hombres. ¿Adónde han ido?

DeLeon agitó una mano en dirección al oeste.

—Salieron corriendo. Paulo y Juan y Deit fueron tras ellos. Yo me quedé. Para ver si podía ayudar a Marco. Para ver… —volvió a guardar silencio. Me levanté.

»No pretendía dispararle —dijo DeLeon, todavía con aquel tono lastimero—. Aparecieron sin más. Y se movían muy rápido. Tendría que haberlos visto. Si los viera, sabría por qué tuve que disparar. Si viera su aspecto…

—¿Qué aspecto tienen? —pregunté.

DeLeon sonrió trágicamente y me miró por primera vez.

—Como de hombres lobo.

Cerró los ojos y volvió a llevarse las manos a la cabeza.

Regresé junto a Jane.

—DeLeon sufre un shock —dije—. Uno de nosotros debería llevarlo de vuelta.

—¿Ha dicho qué pasó?

—Dice que salieron de la nada y que se fueron por ahí —dije, señalando hacia el oeste—. Gutiérrez y los demás los persiguieron.

Entonces me di cuenta.

—Se dirigen a una emboscada —dije.

—Vamos —dijo Jane, y señaló el rifle de Flores—. Coge eso.

Echó a correr. Cogí el rifle, comprobé el cargador y una vez más corrí detrás de mi esposa.

Hubo otro disparo de rifle, seguido por el sonido de hombres gritando. Avivé el paso y llegué a un promontorio donde encontré a Jane en un bosquecillo, arrodillada sobre la espalda de un hombre, que aullaba de dolor. Paulo Gutiérrez la apuntaba con su rifle y le ordenaba que soltara al hombre. Jane no cedía. Había un tercer hombre a un lado, con aspecto de estar a punto de mearse en los pantalones.

Apunté a Gutiérrez.

—Suelte el rifle, Pablo —dije—. Suéltelo o tendré que dispararle.

—Dígale a su esposa que suelte a Deit.

—No. Suelte el arma ahora.

—¡Le está rompiendo el puñetero brazo!

—Si quisiera romperle el brazo, ya lo tendría roto —respondí—. Y si quisiera matarlos a todos ustedes, ya estarían muertos. Paulo, no voy a repetirlo. Suelte el rifle.

Paulo soltó el rifle. Miré al tercer hombre, que sería el tal Juan; también soltó el suyo.

—Abajo —les dije a ambos—. Las rodillas y las palmas sobre el suelo.

Ellos se agacharon.

—Jane —dije.

—Este me disparó.

—¡No sabía que era usted! —dijo Diet.

—Silencio —dijo Jane. Él se calló.

Me acerqué a los rifles de Juan y Gutiérrez y los recogí.

—Paulo, ¿dónde están sus otros hombres?

—Están detrás de nosotros, en alguna parte —respondió Gutiérrez—. Esos bichos salieron de la nada, empezaron a correr hacia aquí y los perseguimos. Marco y Galen probablemente se fueron en otra dirección.

—Marco está muerto.

—Esos cabrones se lo han cargado —dijo Deit.

—No —contesté—. Galen le pegó un tiro. Igual que ha estado a punto de hacer usted con ella.

—Santo Dios —dijo Gutiérrez—. Marco.

—Exactamente por esto quería mantener este asunto en secreto —le dije a Gutiérrez—. Para impedir que algún idiota hiciera algo así. Gilipollas… no tenían ni la menor idea de lo que estaban haciendo y ahora uno de ustedes ha muerto, uno de ustedes lo mató, y los demás corren hacia una emboscada.

—Oh, Dios —dijo Gutiérrez. Trató de sentarse, pero como estaba a cuatro patas sobre el suelo, perdió el equilibrio y se desplomó hecho una piltrafa.

—Vamos a marcharnos de aquí ahora mismo, todos —dije, acercándome a Gutiérrez—. Vamos a regresar por donde hemos venido, y por el camino recogeremos a Galen y Marco. Paulo, lo siento…

Capté un movimiento por el rabillo del ojo: era Jane, diciéndome que me callara. Estaba prestando atención a algo. La miré.
¿Qué pasa?,
silabeé.

Jane miró a Deit.

—¿En qué dirección se fueron esos bichos que perseguían?

Deit señaló hacia el oeste.

—Por ahí. Los estábamos persiguiendo y entonces desaparecieron, y luego llegó usted corriendo.

—¿Qué quiere decir con que desaparecieron?

—Un momento los vimos y al siguiente no —dijo Deit—. Esos cabrones son rápidos.

Jane se apartó de él.

—Levántese. Ahora —dijo. Me miró—. No corrían hacia una emboscada. Esto es la emboscada.

Entonces oí lo que Jane había estado oyendo: un suave rumor de chasquidos, procedente de los árboles. Venían directamente de encima de nosotros.

—Oh, mierda.

—¿Qué demonios es eso? —dijo Gutiérrez, y alzó la cabeza cuando la lanza caía, descubriendo su cuello ante la punta, que aprovechó ese pequeño espacio de la parte superior de su esternón para hundirse en sus vísceras. Di un rodeo para evitar la lanza que se me venía encima a mí, y miré hacia arriba mientras lo hacía.

Other books

Hayride by Bonnie Bryant
BULLETS by Elijah Drive
Alyssa Everett by A TrystWith Trouble
Black Ceremonies by Charles Black, David A. Riley
Mason's Daughter by Stone, Cynthia J