Los parientes de la condesa no desmerecían la fama de su linaje. Su tío Istvan, por ejemplo, estaba tan loco que confundía el verano con el invierno, haciéndose arrastrar en trineo por las ardientes arenas que para él eran caminos nevados; o su primo Gábor, cuya pasión incestuosa fue correspondida por su hermana. Pero la más simpática era la célebre tía Klara. Tuvo cuatro maridos (los dos primeros fueron asesinados por ella) y murió de su propia muerte folletinesca: un bajá la capturó en compañía de su amante de turno: el infortunado fue luego asado en una parrilla. En cuanto a ella, fue violada —si se puede emplear este verbo a su respecto— por toda la guarnición turca. Pero no murió por ello, al contrario, sino porque sus secuestradores —tal vez exhaustos de violarla— la apuñalaron. Solía recoger a sus amantes por los caminos de Hungría y no le disgustaba arrojarse sobre algún lecho en donde, precisamente, acababa de derribar a una de sus doncellas.
Cuando la condesa llegó a la cuarentena, los Báthory se habían ido apagando y consumiendo por obra de la locura y de las numerosas muertes sucesivas. Se volvieron casi sensatos, perdiendo por ello el interés que suscitaban en Erzébeth. Cabe advertir que, al volverse la suerte contra ella, los Báthory, si bien no la ayudaron, tampoco le reprocharon nada.
«Cuando el hombre guerrero me encerraba
en sus brazos era un placer para mí…»
E
LEGÍA
A
NGLOSAJONA
S.
VIII
E
n 1575, a los 15 años de edad, Erzébet se casó con Ferencz Nadasdy, guerrero de extraordinario valor. Este
coeur simple
nunca se enteró de que la dama que despertaba en él un cierto amor mezclado de temor era un monstruo. Se le allegaba durante las treguas bélicas impregnado del olor de los caballos y de la sangre derramada —aún no habían arraigado las normas de higiene—, lo cual emocionaba activamente a la delicada Erzébet, siempre vestida con ricas telas y perfumada con lujosas esencias.
Un día en que paseaban por los jardines del castillo, Nadasdy vio a una niña desnuda amarrada a un árbol; untada con miel, moscas y hormigas la recorrían y ella sollozaba. La condesa le explicó que la niña estaba expiando el robo de un fruto. Nadasdy rió candorosamente, como si le hubieran contado una broma.
El guerrero no admitía ser importunado con historias que relacionaban a su mujer con mordeduras, agujas, etc. Grave error: ya de recién casada, durante esas crisis cuya fórmula era el secreto de los Báthory, Erzébet pinchaba a sus sirvientas con largas agujas; y cuando, vencida por sus terribles jaquecas, debía quedarse en cama, les mordía los hombros y masticaba los trozos de carne que había podido extraer. Mágicamente, los alaridos de las muchachas le calmaban los dolores.
Pero estos son juegos de niños —o de niñas—. Lo cierto es que en vida de su esposo no llegó al crimen.
«¡Todo es espejo!»
O
CTAVIO
P
AZ
V
ivía delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma…
Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse. Podemos conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzébet trazó los planos de su morada. Y ahora comprendemos por qué sólo la música más arrebatadoramente triste de su orquesta de gitanos o las riesgosas partidas de caza o el violento perfume de las hierbas mágicas en la cabaña de la hechicera o —sobre todo— los subsuelos anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en los ojos de su perfecta cara algo a modo de mirada viviente. Porque nadie tiene más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los fríos espejos. Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse los rumores acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con naturalidad, como un derecho más que le correspondía. En lo esencial, vivió sumida en su ámbito exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes. Luego, algunos detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en la sala de torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir ella misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima.
También hay testimonios que dicen de una lujuria menos solitaria. Una sirvienta aseguró en el proceso que una aristocrática y misteriosa dama vestida de mancebo visitaba a la condesa. En una ocasión las descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora si compartían otros placeres que los sádicos.
Continúo con el tema del espejo. Si bien no se trata de
explicar
a esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido matarse. Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio de comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras
afuera
todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada,
adentro
hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese
afuera
contemplado desde el
adentro
melancólico resulte absurdo e irreal y constituya «la farsa que todos tenemos que representar».
Pero por un instante —sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia—, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.
Al melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir —en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas de los muertos— que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera. Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de variadas formas que van de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y aun al crimen. Y pienso en Erzébet Báthory y en sus noches cuyo ritmo medían los gritos de las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados. Quiero recordar, además, que en su época una melancólica significaba una poseída por el demonio.
«Et qui tue le soleil pour installer le royaume de la nuit noire.»
A
RTAUD
L
a mayor obsesión de Erzébet había sido siempre alejar a cualquier precio la vejez. Su total adhesión a la magia negra tenía que dar por resultado la intacta y perpetua conservación de su «divino tesoro». Las hierbas mágicas, los ensalmos, los amuletos, y aún los baños de sangre, poseían, para la condesa, una función medicinal: inmovilizar su belleza para que fuera eternamente
comme un rêve de pierre
. Siempre vivió rodeada de talismanes. En sus años de crimen se resolvió por un talismán único que contenía un viejo y sucio pergamino en donde estaba escrita, con tinta especial, una plegaria destinada a su uso particular. Lo llevaba junto a su corazón, bajo sus lujosos vestidos, y en medio de alguna fiesta lo tocaba subrepticiamente. Traduzco la plegaria:
Isten, ayúdame; y tú también, nube que todo lo puede. Protégeme a mí, Erzébet, y dame una larga vida. Oh nube, estoy en peligro. Envíame noventa gatos, pues tú eres la suprema soberana de los gatos. Ordénales que se reúnan viniendo de todos los lugares donde moran, de las montañas, de las aguas, de los ríos, del agua de los techos y del agua de los océanos. Diles que vengan rápido a morder el corazón de… y también el corazón de… y el de… Que desgarren y muerdan también el corazón de Megyery el Rojo. Y guarda a Erzébet de todo mal.
Los espacios eran para inscribir los nombres de los corazones que habrían de ser mordidos.
Fue en 1604 que Erzébet quedó viuda y que conoció a Darvulia. Este personaje era, exactamente,
la hechicera del bosque
, la que nos asustaba desde los libros para niños. Viejísima, colérica, siempre rodeada de gatos negros, Darvulia correspondió a la fascinación que ejercía en Erzébet pues en los ojos de la bella encontraba una nueva versión de los poderes maléficos encerrados en los venenos de la selva y la nefasta
insensibilidad de la luna
. La magia negra de Darvulia se inscribió en el negro silencio de la condesa:
la inició en los juegos más crueles; le enseño a mirar morir y el sentido de mirar morir
; la animó a buscar la muerte y la sangre en un sentido literal, esto es: a quererlas por sí mismas, sin temor.
«Si te vas a bañar, Juanilla, dime a cuáles baños vas.»
C
ANCIONEERO
D
E
U
PSALA
C
orría este rumor: desde la llegada de Darvulia, la condesa, para preservar su lozanía, tomaba baños de sangre humana. En efecto, Darvulia, como buena hechicera, creía en los poderes reconstitutivos del «fluido humano». Ponderó las excelencias de la sangre de muchachas —en lo posible vírgenes— para someter al demonio de la decrepitud y la condesa aceptó este remedio como si se tratara de baños de asiento. De este modo, en la sala de torturas, Dorkó se aplicaba a cortar venas y arterias; la sangre era recogida en vasijas y, cuando las dadoras ya estaban exangües, Dorkó vertía el rojo y tibio líquido sobre el cuerpo de la condesa que esperaba tan tranquila, tan blanca, tan erguida, tan silenciosa.