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Authors: Juan Kresdez

Tags: #Histórico, Intriga

La conjura de Córdoba (17 page)

BOOK: La conjura de Córdoba
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Durante su intervención recorrió de un extremo a otro el salón erizado como un gato. Con esmerado sentido de la oportunidad, había dejado caer cada palabra despacio, con los ojos puestos alternativamente en los reunidos, desafiante para quienes pensaban escurrir su participación y, al mismo tiempo, contemporizador para elevar los ánimos de los que tuvieran dudas sobre futuras represalias. Había valorado durante la noche su postura y se había convencido de la continuidad como óptima solución. Por lo cual dejó entrever su voluntad de inhibirse en cualquier actuación jurídica sobre quien recayese la responsabilidad de llevar a cabo la desagradable ejecución. Admirado y sorprendido, al observar la indecisión de Al-Mushafi, decidió apoyarle en su propuesta para sacar los mejores frutos para sus intereses. Recordó a los ulemas que decidieron adherirse a la causa omeya y la recompensa que obtuvieron al situarse en la cúspide de la magistratura. Con sabio sentido de la interpretación de las palabras del Profeta, se habían erigido en verdaderos campeones de la verdad. Habían triunfado sobre revueltas y conspiraciones y se había colocado en la cima del poder. Ahora sería él quien tenía la oportunidad de mantener firme la ortodoxia. Con Hisham como califa, sería regente Al-Mushafi y si quería tener un gobierno tranquilo y mantenerse en el poder, no le cabía otro remedio que encontrar la colaboración entre los incondicionales ortodoxos maliquíes. En definitiva, quienes organizarían los tribunales y dirigirían al pueblo, no solo desde las mezquitas, sino a través de la oscura e intrincada red de espías que creó Abd Al-Rahman III para combatir la insidiosa presencia de las teorías de los fatimíes.

«Si en mí han considerado un freno para acabar con Al-Mugira, les persuadiré de lo contrario. He de hacerles crecer la confianza de mi participación de la forma conveniente y conseguir el olvido sobre mis sentencias contra herejes y apóstatas, siquiera en estos momentos. Después con Hisham en el trono será el tiempo de vernos libres de los heréticos intelectuales protegidos por Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado!» Con este pensamiento se relamió como un gato satisfecho.

—Al-Malik, no estaremos nunca seguros de la participación de Al-Mugira, ahora bien, podremos deshacernos de los enemigos del Califa con su eliminación. El tiempo apremia y las discusiones no nos conducen a parte ninguna. ¿Todos los presentes estamos dispuestos a jurar a Hisham por califa?

Abi Amir, adivinando las intenciones del ulema, se atrevió a cerrar el cerco. Los convocados se miraron y se revolvieron inquietos en los cojines donde estaban sentados. Uno tras otro fueron asintiendo con expresiones decididas. El primero en hacerlo fue Ziyad ibn Aflah, comprendiendo la inutilidad de las objeciones. Recordó que también él era un eslavo, entero, pero eslavo como Faiq. ¿Quién estaba libre de levantar sospechas? A continuación, los restantes y para finalizar Al-Malik. En las palabras de Ishaq Ibehaim advirtió una seria declaración de actuaciones futuras perjudiciales para quienes enredasen en la teología.

—Una vez renovado el juramento, solo queda ejecutar esta decisión tomada bajo la atenta mirada del Creador de los Mundos. ¡Que nos premie o nos demande cuando estemos en su Presencia! —sentenció Al-Mushafi, pero le faltó la valentía de encargar la ejecución. Esta pertinaz indecisión caló hondo en los hombres de armas, quienes deberían ser los encargados de acabar con la desgraciada vida del príncipe Al-Mugira.

Un velo indefinido de sentimientos cayó sobre los reunidos. El fallo se había dictado.

La reacción forzada por Abi Amir, la incomprensión de las palabras de Ishaq Ibrahim y la feble autoridad del Hachib llevaron a los militares a buscar la forma de eludir el compromiso. Hisham ibn Utman no tenía el menor aprecio por Al-Mugira, le importaba un ariete su vida o su muerte. Estaba acostumbrado a verle como a una figura decorativa. Pero recelaba de su tío el Hachib y de los ulemas intransigentes. Se hundió entre los almohadones con la deliberada intención de escurrir el bulto.

Muhammad, el prefecto de Córdoba, había llegado a la conclusión de estar excluido y miraba a su padre con odio por carecer de autoridad. Nunca olvidaría la desilusión sufrida esta noche al comprobar la debilidad de carácter de su progenitor. Los hermanos Tumlus se encontraban en una encrucijada. Si les ordenaban la ejecución cumplirían, pero para ellos sería una desgracia. En el campo de batalla se ganaba honra y prez, aquí se llenarían de desprestigio como facinerosos. Apegados al concepto de caballero musulmán, consideraban el asesinato una bajeza. Ellos no estaban predestinados a empuñar las armas en condiciones degradantes, si podían evitarlo no se ensuciarían las manos con sangre sin mérito. El resto no habían empuñado jamás las armas, cortesanos, hombres cultivados en las ciencias, entendían que no serían ellos los elegidos. Jalib esperaba regresar a su casa y acostarse. Ibn Nasr aguantaba cansado la odiosa incertidumbre y ansiaba el dulce placer de encontrarse en brazos de su última adquisición, una hermosa esclava de rubios cabellos. La había comprado esa misma mañana, después de salir del Alcázar.

Cuando la vio sintió que Allah le había enviado un anticipo de las huríes que le esperaban en el Paraíso. Hudayr esperaba la postura de Abi Amir, pero en el hipotético caso de ser señalado buscaría una disculpa. Al-Malik se supo descartado.

El Hachib no le responsabilizaría, ni aunque fuera el único hombre sobre la tierra. Al-Salim se preocupaba de la pobre impresión que transmitía el Hachib. De natural bondadoso, condescendiente y ecuánime, tenía llena la cabeza de conjeturas e interrogantes al mirar al mañana. La regencia de Al-Mushafi le parecía indudable en las primeras semanas. ¿Después? Esa interrogante para él se respondía con un hombre: Abi Amir.

“La duración de Al-Mushafi dependerá de su capacidad para atraerse al administrador de los patrimonios del príncipe Hisham y su madre que cuenta con el ímpetu de los jóvenes, inteligencia, valor y el apoyo incondicional de Subh”. De ella no se había hablado por razones inexplicables. Eso demostraba lo ignorantes que estaban de los hilos secretos que había tejido el gobierno en los últimos años de Al-Hakam II. Pudiera ser que los eunucos le hubieran insinuado algo y ella los hubiera despachado con cajas destempladas y hubieran tomado el camino de la rebelión en venganza o para seguir dirigiendo el palacio si los había amenazado. Cualquiera de esas dos cosas pudiera haber sido el motivo de la conjura. El Cadí, en su fuero interno, consideraba a la Princesa Madre cercana a lo ocurrido. Desde el nacimiento de su hijo y malogrado Abd Al-Rahman, había participado en innumerables decisiones. Las noches en brazos de Al-Hakam II la convirtieron en confidente y consejera. Aprendió muy rápido el arte de la intriga, a ganarse a los eunucos y dirigir detrás de las celosías. La mayoría de los visires lo ignoraban y el Hachib si lo sabía, no lo demostraba. En cambio, Abi Amir estaba al corriente. Con ella mantenía una estrecha relación, se había convertido en los ojos y oídos del mundo exterior y ella, en el puente de sus ambiciones ante el Califa. El Cadí que siempre comprendió a la
Sayyida Al-Kubra
mantenía con ella una amistad delicada y cómplice, convencido de su genio político y su encanto para la persuasión. Al-Mushafi había caído en sus redes. Desplegaba con ella un paternalismo empalagoso y ella le aborrecía. Al-Salim creía que le mantendría en su puesto mientras le necesitase y que a la menor oportunidad se desharía de él. Subh había demostrado un carácter difícil de dominar y su ambición la proyectaba en su hijo Hisham. No se dejaría desplazar ni con un ejército a las puertas del harén. ¿Pero qué oportunidad tendría si los eunucos triunfasen? ¿Se habría enterado de la muerte del Califa con tiempo suficiente? El Cadí estaba seguro de que conoció la noticia desde los primeros momentos. El Alcázar era uno de esos mundos donde los secretos traspasaban las paredes. “¿Qué habrá hecho? ¿Cómo habrá burlado la férrea vigilancia para ponerse en contacto con alguien en el exterior y ese alguien quien era…? ¡Abi Amir!”. Al-Salim clavó los ojos en su antiguo protegido y creyó confirmada su suposición en el brillo de su mirada y en la firmeza al empujar a los reunidos para eliminar a Al-Mugira.

LOS BERÉBERES

Abi Amir adoptó un gesto solemne al ponerse en pie y su figura pareció elevarse por encima de las volutas del humo de los braseros. En su porte se apreciaba la brillante majestad del Príncipe, del ser elegido por el destino para llevar adelante las mayores empresas. Avanzó hasta situarse en un punto desde el cual todos pudieran contemplarle, apreciar los rasgos de su cara y el fulgor de sus ojos negros. Con la seguridad del predestinado, saboreó el desasosiego y el nerviosismo que, como una fina niebla, envolvía los corazones inquietos.

—¡Enorgulleceos, hombres del Islam, esta noche liberaremos al califato de las garras de los tiranos!

La voz de trueno y la transfiguración del rostro trasmitían un magnetismo alentador. Como la lanzadera del telar, empezaba a unir las voluntades dispersas durante la noche y un viento de optimismo comenzó a acariciar a los reunidos.

Excepto a Al-Malik, que arrugaba el ceño y le miraba como si tuviera delante un engreído y peligroso iluminado. No pudo evitar que le viniese a la memoria un día en la
madrasa
cuando, siendo estudiantes, disfrutaban de un recreo en una mañana soleada de primavera: «Algún día seré el dueño del Al-Andalus», dijo Abi Amir subido en un banco de piedra. Los estudiantes que le rodeaban le miraron sorprendidos y estallaron en ruidosas carcajadas. Él, sin darse por aludido, continuó:

“Podéis pedirme el puesto que ansiáis desempeñar cuando terminemos los estudios”. Uno eligió ser juez del Mercado. Le encantaban los buñuelos. Otro se contentó con el gobierno de Málaga por las uvas que se cosechaban allí. Otro quiso la prefectura de Córdoba para no salir nunca de la ciudad. Pensaba en Córdoba como la última maravilla del mundo. Sin embargo, otro de los presentes, sin dejar de reír, no quiso expresar deseos. Abi Amir le miró extrañado y le interpeló: “¿Tú no quieres pedirme nada?”. “¡Estúpido fanfarrón, cuando hayas alcanzado tu loco sueño, manda embadurnarme con miel todo el cuerpo y paséame por Córdoba montado en un burro mirando hacia el rabo!”, contestó el estudiante llevándose el dedo índice a la sien y haciéndolo girar. “Algún día me acordaré de hoy y os haré realidad vuestras peticiones”, respondió serio Abi Amir. Los labios de Al-Malik se fruncieron en un amargo rictus: “Si nadie lo impide está en camino de cumplir su malhadado sueño”.

Al-Malik se vio montado en un asno mirando hacia atrás y comido por las moscas.

Abi Amir, al cruzarse sus miradas, le dedicó una sarcástica sonrisa como si le hubiera adivinado el fugaz recuerdo.

—Nos encontramos ante un dilema con las manos atadas. Por un lado admitimos nuestra obligación de destruir la conjura y por otro, nadie quiere cargar sobre sus espaldas con la responsabilidad de una muerte. ¡Una muerte injusta y, al mismo tiempo, necesaria! Entre nosotros se encuentran hombres que de las armas han hecho profesión, hombres valerosos, partícipes en innumerables campañas, hombres que han cebado los fieros aceros con los cuerpos de los enemigos, con la sangre infiel.

Hombres íntegros que del miedo hacen mofa y de la cobardía escarnio. También veo aquí honrados jueces al servicio de la verdad, de la fe y de la ley. Hombres de honorabilidad inquebrantable, dispuestos a impartir justicia con la mente clara de quienes aman a Dios —Abi Amir flageló con los ojos a quienes osaron sostenerle la mirada—. ¡Hermanos, un áspero cierzo nos ha zarandeado las conciencias y nos debatimos indignos e indecisos frente a un problema que exige la pronta y drástica solución! Durante la larga enfermedad del Califa unos y otros hemos escuchado voces de personas relevantes en manifiesto desacuerdo con entronizar a un menor de edad. Les escandalizaba tener un regente al frente del gobierno. Tenían en la cabeza a Al-Mugira por ser un verdadero Príncipe omeya. ¿Estamos seguros de que esos descontentos se encuentran al margen de la conjura o respaldan a los eunucos? ¿Es el sabernos tan pocos los reunidos lo que os incita a la indecisión? ¡La vida y la muerte están escritas en el libro de Dios! ¡Nadie escapará a sus designios! Estamos obligados a cumplir el juramento que hicimos con las manos extendidas sobre el Corán sin doblez y falsía. Prometimos investir a Hisham y acatarle como Califa y Príncipe de los Creyentes en solemne acto ante nuestro señor Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado! ¡Pusimos a Dios y a los ángeles por testigos!

Abi Amir se detuvo con los ojos vueltos hacia el cielo como si desde allí le llegasen las palabras. Con cada exclamación erizaba el pelo de los presentes. Ishaq Ibrahim pensó que le había robado el discurso. Al-Salim esperaba curioso y al mismo tiempo perplejo. Al-Mushafi lamentaba su indecisión y se veía desplazado. Al-Malik se mordía los labios y con los puños cerrados ocultaba la rabia que le mordía el pecho.

Los demás temblaban pensado que pudiera señalarlos. Hudayr le miraba arrobado, prendido de sus palabras.

Abi Amir, con un gesto violento, levantó la mano derecha hacia el techo y en ella apareció un Corán, como si el libro hubiese descendido del cielo al encuentro con su mano.

—En este Libro Sagrado, el Profeta escribió: «Los que juran fidelidad, juran a Dios, quien quebranta la promesa, la quebranta en su propio detrimento, el perjuro lo será contra su alma y el que es fiel a la alianza con Dios, quien cumple lo prometido con Dios, recibirá una magnífica recompensa».

Abi Amir se dirigió hacia Al-Mushafi y le entregó el Corán. Este, desconcertado, lo recogió con piadosa devoción. El gesto sorprendió al Hachib que se vio reconocido como el primero entre los reunidos y verdadero jefe de gobierno. Su semblante se transformó de inmediato y volvió a adquirir el fulgor de los tiempos en que con el Califa dirigía los destinos del Al-Andalus.

Abi Amir volvió a tomar la palabra.

—No me considero el más idóneo para llevar a término esta empresa desafortunada y desagradable, pero en vista de lo expuesto y comprobada vuestra aprensión escrupulosa, tomo la determinación de ponerme al frente y acabar con el peligro de un golpe de estado. Sobre mis hombros cargo con esta responsabilidad como uno más de los deberes para con Al-Hakam II y su memoria. Libraré vuestras conciencias y cargaré en la mía cuanto deba hacerse. Solamente quiero escuchar de vuestros labios la petición y el encargo de realizarlo.

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