La conjura de Cortés

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: La conjura de Cortés
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Esta novela, que cierra la trilogía sobre
Martín Ojo de Plata
, culmina el recorrido de la autora por el Siglo de Oro español, visto esta vez desde Nueva España. A través de sus páginas, el lector podrá conocer las intrigas y relaciones políticas y económicas que desde el otro lado del Atlántico apuntaban a la propia corona española y podrá también comprender mejor esa etapa de nuestra historia.

En esta esperada novela Catalina se ve obligada a desenmascarar una gran conjura ideada por sus enemigos para derrocar al rey de España. De nuevo la protagonista tendrá que enfrentarse a nobles sevillanos y a enemigos que creía ya vencidos. La aparición de un mapa que desvela dónde encontrar el tesoro de Hernán Cortés jugará un papel clave en el plan de Catalina para descubrir a los traidores y cumplir su palabra de acabar con los Curvo. La doble personalidad de Catalina Solís/Martín Nevares se enfrentará, además de a sus contrarios, a un grave peligro para su equilibrio: el amor.

Matilde Asensi

La conjura de Cortés

ePUB v1.0

Piolín.69
 
25.06.12

Título original:
La conjura de Cortés

Matilde Asensi, 2012.

Editor original: Piolín.39 (v1.0)

ePub base v2.0

Para Patricia

CAPÍTULO I

Tenía oído que algunos decían que el amor era todo regocijo, alegría y contento, mas, aquella noche, sentada en la playa, hubiera yo querido tener ante mí a aquellos sabios parlanchines para hacerles sentir con el filo de mi espada el regocijo, la alegría y el contento que ocasionaba el terrible dolor del amor. Era peor que una enfermedad, me decía atormentada, peor que una llaga corrompida. Era como beber ponzoña y tragar agujas. ¡Y todo por aquel rufián maleador cuyos rubios cabellos sólo podían tener competencia con los del sol! Contuve mi ánima y no me moví ni un ápice, y eso que era bien de mi gusto en aquel punto echarle una mirada al yacente Alonso, al gallardo y entonado Alonso que dormía a pierna suelta, a la redonda de la hoguera, con Rodrigo, Tumonka y el resto de los indios. Aquel sufrimiento de amor era tan espantoso como la tortura pues, con sólo voltear un poco la cabeza, tan sólo un poco... Cerré el ojo que aún me quedaba sano —el huero, bajo el parche, siempre lo tenía cerrado— y dejé de ver la oscura noche y el aún más oscuro cielo pues, por hallarnos en la estación de las lluvias, las nubes ocultaban cumplidamente la luna y las innumerables y resplandecientes estrellas del Caribe.

En las tres o cuatro semanas que llevábamos trabajando en aquel islote seco de la Serrana, sacando del fondo de la mar las miles de libras de plata que la flota del rey de España le había disparado a nuestras canoas incendiarias, me había acostumbrado a tener a Alonsillo a mi lado de continuo y, por más, a mirarle de soslayo cada vez que el corazón me lo pedía. Primero, me cautivaron y rindieron unos resueltos hoyuelos que se le formaban en las junturas de los labios cuando cavilaba; luego, me aficionaron todas y cada una de las derechas líneas que dibujaban su cuello y, últimamente, el suave ceño, en el que las preocupaciones por su padre y sus hermanos hendían de vez en cuando un haz de luces y sombras. Y así, sin poderlo sufrir ni estar en mi mano poner en ejecución otra cosa, le acechaba secretamente entretanto Tumonka y los otros indios guaiqueríes entraban y salían de la mar arrastrando redes llenas de bolaños de cincuenta libras de plata que habían sido la mercancía ilícita de los malditos hermanos Curvo, a cuatro de los cuales, por fortuna, ya los había hecho yo entregar su ánima al diablo. Aún me quedaba uno por matar, el infame Arias, mas no faltaba mucho para coronar a satisfacción el juramento que mi señor padre me obligó a hacerle en su lecho de muerte en Sevilla.

Abrí el ojo. Crujieron los maderos de la hoguera y alguno de los durmientes se removió sobre la arena. ¿A qué venía aquel desvelo mío en una noche tan serena? El patache
Santa Trinidad
estaba puntualmente cargado hasta los penoles y a no mucho tardar arribaría desde Jamaica el señor Juan con la
Sospechosa
para recoger las últimas libras de plata pues el asunto había concluido felizmente aquella misma tarde con el rescate de la última carga. Para celebrarlo, mi compadre Rodrigo preparó al fuego unos sabrosos cangrejos de los que comimos hasta hartarnos remojándolos con buen vino de Alicante y luego cantamos y bailamos hasta caer rendidos ya bien entrada la noche. Presto regresaríamos a Cartagena de Indias, donde nos aguardaba madre, que, con Damiana, vivía en la casa del señor Juan a la espera de que yo le hiciera construir de nuevo su mancebía de Santa Marta. En cuanto tomara todas las disposiciones necesarias para poner en obra las cosas de fuerza mayor, me abalanzaría sobre Arias Curvo y le arrebataría la vida y, luego, ya vería en qué lugar del mundo me ocultaba de los alguaciles y de los corchetes pues como Martín Nevares estaba reclamado en todo el imperio por contrabando ilícito con el enemigo en tiempos de guerra y como Catalina Solís estaba igualmente reclamada por los viles asesinatos de los dignos y acreditados Fernando, Juana, Isabel y Diego Curvo. Si lo pensaba bien, sólo me quedaba la mar, o por mejor decir, sólo podría vivir confinada en una nao el resto de mi vida cosa que, de cierto, no era lo que en verdad deseaba.

—¿Te molesta si te hago compañía?

Por suerte, en aquella isla no había muchos cocoteros pues, de haber uno sobre mí y por el grande sobresalto que recibí y el brinco que di, me habría golpeado seriamente la cabeza al escuchar a mi espalda la voz de Alonso.

—¿Qué demonios quieres? —exclamé, malhumorada, mas sólo porque había perdido el pulso e iba a caer muerta allí mismo antes de decir amén.

—¡Pardiez! —repuso, sentándose a mi lado en la arena—. A lo que se ve, ya no queda nada de la fina dama de Sevilla que se trataba con nobles y cortesanos.

—Mejor estarías durmiendo —gruñí.

—Lo estaba —afirmó, y parecióme que se sentía triste—. Un mal sueño me desveló y, al verte aquí sentada, recordé que tenía algo que darte desde hacía una semana. Se lo encargué al señor Juan y me lo trajo de Santiago de Cuba.

—¿Algo que darme? —porfié sin aliento por la vergüenza. No, no, no... No podía permitir que se me advirtiera. ¿Tenía Alonso un regalo para mí o sería, acaso, algún asunto del oficio que me haría sentir la más estúpida de las mujeres? A veces se me olvidaba que ahora era tuerta del ojo izquierdo y que usaba un parche todo el día para tapar el agujero y que, por tal, era imposible que un hombre tan galán como Alonso, de tan bellos ojos azules, se fijara en mí, una grotesca Cíclope que usaba ropas de hombre y gobernaba naos.

—¡Chitón! —me ordenó al punto, cruzándose los labios con el dedo índice y mirando en derredor como si algún peligro nos apurase—. ¿No lo escuchaste?

—No —me hallaba por entero cautiva de la forma cabal de aquellos labios. ¡El amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento!

—No sé, sonaba como el oleaje contra un casco.

—¿He menester devolverte a la memoria al
Santa Trinidad
? —sonreí, posando la mirada con pujanza en la punta de mis botas—. Anclado está al sudoeste de este islote de mala muerte.

—Y en él nos marcharemos pronto —dijo contento—. Mas no me gustaría que alguno de los compadres despertase antes de que yo pudiera entregarte... esto.

Del interior de su camisa sacó un envoltorio pequeño.

—¿De qué se trata? —pregunté.

—¡Oh, no es nada! —repuso azorado. ¿Azorado...? ¿A santo de qué estaba Alonso azorado? ¿Qué me daba en aquel envoltorio que tanto lo perturbaba?—. Espero que no te parezca mal que me haya atrevido a encargarte un obsequio tan descabellado.

¿Cómo iba a parecerme mal que...? Mas mi mano tentó algo duro en el interior de la tela, duro y pequeño, una esfera algo aplastada o, quizá, un proyectil de extraño calibre. Llena de temor y aprensión abrí el hatillo y me topé con la fría y brillante mirada de un ojo de plata.

—¿Qué...?

—¡Ni te ofendas ni lo lances a la mar! —me apremió humildemente—. Lo mandé ejecutar con mi parte de la plata, con la primera pieza que rescaté. Hazme la merced, si es que acaso no deseas usarlo, de guardarlo a lo menos como un recuerdo de esta isla y de esta historia.

—¿Usarlo...? —balbucí—. ¿Cómo que usarlo?

Le vi mover la cabeza extrañamente, aguzando de nuevo el oído, en suspenso, como temiendo algún mal suceso.

—¿Otra vez el
Santa Trinidad
?

—Me pareció que esta vez no era un casco sino varios.

—No sé de qué te asombras —le reproché cambiando aquel ojo de plata de una mano a otra como cuando se calienta un dado antes de lanzarlo—. Son muchas las naos que marean por estas aguas y aquí mismo se cruzan las rutas entre las principales ciudades del Caribe. ¡Si hasta las flotas reales pasan cerca! —proferí, echándome a reír muy de gana—. Así pues, dime, ¿se puede, en verdad, usar este excelente ojo a modo de ojo valedero?

Él sonrió y dejó a un lado las preocupaciones.

—Se puede y se debe. Para ti se ejecutó —la voz le temblaba un poco y tenía la mirada esquiva—. El señor Juan se hallaba cierto de que te sentirías mejor en cuanto te lo pusieras.

Conocía que decía verdad: me había empeorado el genio desde que perdí el ojo en el duelo con Fernando Curvo. No terminaba de verme ni con el parche ni sin él, ninguna solución me contentaba y, alguna vez, estando a solas, me arrancaba aquel pedazo de tela por figurarme, a lo menos un instante, que volvía a ser la de antes. Y como si estuviera al tanto de mi grande agonía, el dulce Alonso había mandado hacer para mí un precioso ojo de plata. El corazón me bailaba en el pecho.

—¿Me ajustará?

—Tengo para mí que sí —exclamó con alegría—. ¿No deseas probarlo?

Me salieron los colores al rostro.

—No quiero que me veas sin el parche —le confesé.

—Tampoco yo quise que me vieras en la cama de Juana Curvo tan desnudo como mi madre me trajo al mundo y no lo pude remediar, de cuenta que éste es el momento de resarcirme de aquella afrenta.

Cien veces, mil veces me había maldecido a mí misma por aquel mal ingenio que puso en brazos de mi enemiga a quien yo tanto deseaba. Mas ¿a qué penar por aquello? El agua pasada no mueve molino. Cuando lo discurrí, no se me daba nada de Alonso... A lo menos, no tanto como después. Mejor era olvidarlo y fingir que nunca había acontecido.

Despaciosamente, inclinando la cabeza hacia la arena para ocultarme, alcé el parche hasta media frente y, sujetándome el párpado con una mano, logré ajustar la plata en el hueco tras algunos reconocimientos y comprobaciones. ¡Maldición! Aquel ojo estaba frío como la muerte. Por su forma, sólo de una manera se colocaba y ésta era tal que el repujado del iris y la pupila quedaban a la sazón en su justo punto.

—Hasta sin luna me es dado ver cuán hermosamente miras —balbució Alonso, turbado, cuando yo, llena de vergüenza, enderecé el cuerpo.

Lo valederamente hermoso hubiera sido quedarnos por siempre así, como estábamos. Yo sonreía y él también. Mudos, felices, quizá sintiendo ambos lo mismo, ajenos a todo cuanto no fuera nosotros dos. Y, entonces, aquel prodigioso instante voló por los aires como un relámpago en el cielo, esfumándose para siempre.

Tronó un pavoroso disparo de cañón, seguido por los gritos salvajes de una caterva de hombres que corrían hacia nuestra hoguera desde algún lugar incierto del islote y se escuchó una voz cargada de odio que, por encima de las otras, me llamaba por mi segundo nombre:

—¡Martín Nevares! ¿Dónde te escondes, cobarde?

A tal punto, Rodrigo ya estaba en pie con la espada en la mano, soltando exabruptos y batiéndose con dos o tres individuos surgidos de la nada y también nuestros indios empuñaban ya sus largos cuchillos y peleaban con otros tantos enemigos que blandían sus armas con ferocidad. El proyectil del cañón fue a dar cerca de la hoguera, levantando un muro de arena y devastando nuestros avíos y posesiones.

—¡Martín Nevares! Sé que me oyes. Si eres hombre, muéstrate.

Mudado el color y puestos los ojos en quien así me llamaba, Alonso, que había conocido de inmediato a aquel que, ufano y orgulloso, se mantenía junto al fuego con los brazos en jarras, de un empellón me tiró contra la arena para hundirme más en las sombras y salió corriendo hacia Lope de Coa, quien, por su mismo ser, allí en medio se hallaba. Mucho me impresionó tornar a ver aquel porte enjuto tan característico de los Curvo y que había conocido bien tanto en su madre, Juana, como en sus tíos Fernando y Diego: cuerpo alto y seco, rostro avellanado y dientes tan blancos y bien ordenados que se distinguían con sólo la luz de la hoguera.

Retumbó otro disparo de cañón y, luego, otro y otro y otro más, aunque ya no caían los bolaños sobre nosotros, de lo que deduje que estarían hundiendo el
Santa Trinidad
, al que habían prendido fuego pues, a no mucho tardar, por donde estaba atracado se vio el resplandor de grandes llamas.

Eran quince o veinte los hombres del loco Lope y sólo nueve nosotros o, por mejor decir, ocho, pues yo aún no me había unido a la lucha, caída de costado sobre la arena como me había dejado el recio empellón de Alonso. Mas ya estaba hecho. Con presta ligereza me levanté en pie, apercibiéndome al punto de que no tenía mi espada como tampoco Alonso tenía la suya y, aun así, corría enloquecido hacia el maldito Curvo. ¡El loco Lope lo iba a matar! Por fortuna, el brazo izquierdo de Rodrigo se interpuso con su daga en la mortal estocada que le tiró el ruin hijo de Juana, permitiendo que Alonso cayera sobre él y lo derribara. Era el momento de recobrar mi acero y atravesar de parte a parte a aquel hideputa antes de que matara a Alonso o me matara a mí.

—¡Huye, Martín, huye! —gritó Rodrigo a pleno pulmón sin detenerse en la tarea que a la sazón le ocupaba, que era la de atravesar, al tiempo, a dos de aquellos individuos, uno con la espada y otro con la daga.

No. Huir no era mi intención. Dando resbalones en la arena por la premura, principié la carrera para sumarme al tumulto y, entonces, de súbito, una mano me sujetó por la pierna haciéndome caer de nuevo. Me revolví como una culebra, soltando patadas a diestra y siniestra hasta que adiviné en la penumbra el huesudo rostro de Tumonka, que, sin ningún miramiento y haciéndome gestos para que no abriera la boca, tironeaba de mí hacia el agua como si yo fuera un fardo. ¿Acaso Tumonka, el fiel Tumonka, trabajaba en secreto para los Curvo y estaba intentando ahogarme?

El loco Lope que, a lo que parecía, había conseguido librarse de Alonso, tornó a dirigirse a mí a grandes voces:

—¡Martín Nevares! ¿A dónde huirás que yo no te encuentre? Aquí no tienes donde esconderte.

—¡Huye, Martín! —porfió Rodrigo, a quien principiaba a fallarle el resuello.

Tumonka, al oírlo, tiró de mí con mayor furia mas, al advertir mi obstinada resistencia —o al recibir una de las rabiosas patadas de mi bota—, se detuvo, se llevó un dedo a los labios requiriéndome silencio, señaló a la mar y agitó los brazos como si nadara.

—¿Sabes quién me suplicó por tu vida antes de morir? —se oyó decir al loco con la voz inflamada de orgullo. Quedé en suspenso y alcé bruscamente una mano para detener a Tumonka—. ¡María Chacón, la vieja prostituta! Esa a la que llamas madre murió por mis manos del mismo modo que tú mataste a la mía en Sevilla.

—¡Mientes, bellaco! —gritó Alonso, cerrando mi boca que ya estaba abierta para insultar al Curvo. Tumonka me sujetó por los brazos para que no corriera y me lanzara contra aquel malnacido. A la memoria me vinieron, no sé la razón, las palabras de Isabel Curvo, su tía carnal: «Y mi sobrino Lope ha salido en todo a su padre. ¡En todo! No he visto mozo más callado, comedido y piadoso. ¡Si parece un ángel!». Sí, sí..., un ángel. Un demonio había resultado el piadoso Lope, el mismo que desde niño había deseado fervorosamente profesar en los dominicos.

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