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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (14 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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Previendo las necesidades de la colonia, al menos durante las cuatro primeras semanas en tierra, el profesor Ferrer y sus ayudantes habían construido en los talleres del «Rayo» media docena de máquinas de vapor. Tres de estas máquinas habían sido acopladas a otros tantos lanchones. Una se había aplicado a una bomba para la conducción de agua hasta el campamento, y las dos restantes estaban acopiadas a sendos generados eléctricos para atender a los más elementales servicios de la colonia.

Pero no había combustible en el territorio ocupado, salvo matorrales y algunos arbustos leñosos. En cambio, existían grandes bosques al sureste, cubriendo las laderas de los montes que formaban el borde de la altiplanicie. También había bosques al noroeste, en las estribaciones de la gran cordillera occidental. Se tenía previsto que los lanchones navegarían por el río remolcando otras barcazas para traer madera hasta el campamento. Los madereros aprovecharían para intentar obtener alguna caza en el bosque.

Como de momento no se disponía de madera, ni siquiera para levantar presión en las calderas, se decidió que los barcos navegaran río abajo, a favor de la corriente, en busca de los bosques del lado sureste. Fidel Aznar fue responsabilizado de esta misión por designación directa del Almirante.

La misión era de las más duras que podía asignársele a nadie, estaba erizada de riesgos e implicaba una gran responsabilidad. Parecía como si el Almirante buscara de ex profeso probar a su hijo en los trabajos más difíciles, tal vez preparándole para misiones futuras más decisivas.

Fidel aceptó complacido la designación. Su espíritu aventurero le impulsaba hacia la acción agotadora, el peligro y la emoción de descubrir nuevas tierras.

Después de dos horas de deliberaciones, la Plana Mayor abandonó la tienda para distribuir el trabajo.

La idea del Almirante Aznar era mantener a la colonia tan ocupada que nadie tuviera tiempo para quejarse de todas las incomodidades que estaban forzados a soportar.

De momento, las poderosas máquinas, de que tan bien sabían valerse los colonos, estaban inmovilizadas. Todo tenía que hacerse con las manos, y en opinión del Almirante ésta era una buena ocasión para que la gente descubriera que tenía músculos y energía insospechados hasta hoy.

Mil hombres provistos de picos, palas y azadones, fueron enviados a cavar una línea zigzagueante de hoyos muy profundos en una extensión de 1.500 metros entre el Río Grande y su afluente. Dos mil mujeres y niños colaboraron con cubos y cuerdas para extraer la tierra de los hoyos y transportarla 200 metros más atrás, extendiéndose en el suelo para formar una capa donde se sembrarían hortalizas de crecimiento rápido.

—Hombres, mujeres y niños fueron empleados también para acarrear grandes cantidades de raíles de ferrocarril. Estos se clavaron profundamente entre los hoyos, de modo que obligaron a los «moany» a seguir un camino serpenteante que les conduciría hasta las trampas.

El resto del personal fue empleado en actividades diversas, tales como transportar materiales de un lugar a otro, montar barracones, cavar letrinas y ordenar el campamento.

Mientras tanto, en un taller al aire libre, los especialistas cortaban, doblaban y soldaban plancha de acero inoxidable construyendo los lanzallamas.

Fidel quería llevar consigo alguno de estos lanzallamas, previendo un posible encuentro con los «moany».

En general, fue una jornada agotadora para toda la colonia, que adquirió nuevas y aleccionadoras experiencias. Al caer la tarde, la gente formó en largas colas ante la cocina para recibir su ración de algas y proteínas.

Desde la Gran Cascada, el profesor Ferrer anunció por la radio de campaña que habían comenzado los trabajos de explanación y desmonte del terreno para la simultánea instalación de las tuberías de conducción y la planta de turbinas.

Ferrer tenía consigo el contingente más especializado de la colonia, mil ochocientos hombres entre ingenieros, electricistas, montadores, torneros, soldadores, encofradores y especialistas de la construcción. Y un número importante de máquinas alimentadas por las ondas energéticas que el «Rayo» les enviaba por su antena desde 200 kilómetros de distancia.

—Bueno, ha sido un día agotador, pero muy bien empleado —suspiró el Almirante Aznar.

Las mujeres llegaron con los platos de la cena que habían ido a buscar en la cola ante la cocina. Las redes echadas al río habían salido repletas de pescado. La ración fue de medio pescado por persona, que los cocineros sirvieron frito con grasa con ensalada de algas verdes. Woona, que detestaba las algas, no quiso aceptar sin embargo las raciones de pescado que todos le ofrecían.

—¡Pobre Woona, que mal lo está pasando! —exclamó Fidel—. Mañana podrás hartarte de carne. Cazaremos mientras navegamos y también pescaremos algo.

En efecto, Fidel había decidido llevar a Woona con la expedición, y ni siquiera le preguntó su opinión. La amazona se sentía de tal forma vinculada a Fidel que le seguía a todas partes como un perro faldero. Constantemente estaba preguntando cosas, y esta curiosidad, junto a su natural intuición, la hacían progresar mucho en el conocimiento y la comprensión del carácter de los terrícolas, incluso estaba aprendiendo palabras en castellano.

La mañana siguiente sorprendió a los colonos con agujetas. Pero la moral era muy alta y había alegría en las largas colas formadas ante la cocina para tomar el desayuno.

Fidel aprovechó para empuñar un megáfono, y encaramándose sobre un barril gritó:

—Atención. Necesitamos doscientos hombres robustos para talar árboles. No será un trabajo descansado, pero viajarán y podrán conocer esta tierra.

Inmediatamente se reunieron en torno a Fidel casi medio millar de hombres. Fidel tuvo que escoger los doscientos que le parecieron más aptos, excusándose ante el resto por no poder llevarles a todos.

—Tal vez en el próximo viaje —dijo.

Mientras los leñadores iban en busca de su equipaje, Fidel iba a presenciar la prueba de los lanzallamas. El «moany» capturado seguía prisionero de la caja de acero. Lo dejaron salir y el propio Fidel se enfrentó con el extraño ser empuñando la manguera del lanzallamas.

El «moany» salió de la caja y rodó furiosamente cargando contra el hombre que, solitario, le aguardaba a pie firme. Un arco de líquido ardiente brotó de la manguera y cayó sobre el «moany». Envuelto en llamas, dejando tras sí un reguero de fuego sobre las hierbas, el «moany» rodó locamente de un lado a otro, estrellándose repetidamente contra la barricada que lo cercaba y agitando sus horribles pinzas, hasta que al cabo de tres minutos quedó inmóvil, ardiendo como una antorcha.

El lanzallamas demostró tan alta eficacia contra el «moany» que dejó impresionados a todos. Woona, que contemplaba al monstruo con sus grandes ojos abiertos de par en par, apenas podía dar crédito a lo que acababa de ver.

—Vuestro chorro de fuego es un arma terrible —dijo a Fidel—. Ningún «moany» podrá sobrevivir al fuego.

Fidel decidió llevar seis lanzallamas consigo.

Al mediodía, transportado a bordo equipajes y equipo, se botaron las embarcaciones, Los hombres empuñaron los remos, se desplegaron las velas y la flotilla empezó a navegar río abajo a favor de la corriente, siendo despedida desde el acantilado por una multitud de ancianos y chiquillos.

El río era ancho y profundo, aunque de corriente lenta, lo cual debía favorecer la navegación al regreso, cuando los barcos remolcaron los lanchones cargados de troncos. Fidel había traído consigo un telémetro para verificar distintas mediciones, y podía ver a través del instrumento numerosos rebaños de animales que iban a abrevar al río.

Además de los antílopes, que los indígenas Mamaban «amapos», vio otros grandes animales parecidos al búfalo americano, y una especie de caballo salvaje que tenía la parte anterior acorazada de placas óseas.

La fauna del País de Amintu era rica en especies terrestres y en aves, y en el río abundaba la pesca. A la caída de la tarde las embarcaciones se acercaron a la orilla. Fidel quería probar fortuna tratando de cazar algún animal.

En efecto, cazaron un par de «amapos» y un búfalo, que Woona desolló con gran habilidad mientras los hombres preparaban el fuego para asar la carne. Mientras cenaban, cayó la noche y por consejo de Woona los hombres regresaron a las embarcaciones, donde estarían más seguros.

Las embarcaciones permanecieron amarradas a la orilla durante toda la noche. Al amanecer vieron un par de grandes «moany» en la orilla, guiñando diabólicamente su corazón luminoso.

La flotilla soltó amarras y reanudó la navegación río abajo. Aquella mañana Ricardo Balmer abatió un par de aves que volaban sobre los barcos. Los terrícolas empezaban a tomarle gusto a la carne, encontrando particularmente exquisita la de ave. Al final de la tarde alcanzaron los primeros árboles. Las embarcaciones echaron amarras en la orilla.

Al día siguiente, después de navegar un par de horas, decidieron hacer alto. Los árboles eran abundantes por ambas orillas y los leñadores echaron pie a tierra provistos de hachas y sierras.

Las barcazas eran de plancha de acero, de fondo plano, y estaban equipadas de pluma a proa y popa, lo que facilitaba mucho la carga de los grandes troncos. Fidel distribuyó el trabajo por equipos, y el bosque se llenó del sonido de las hachas y el chirrido de las sierras.

Tres días más tarde, con los lanchones cargados de troncos, las calderas, alimentadas con madera, levantaban previsión y los dos barcos empezaban a navegar de regreso al campamento.

La carga era pesada, los lanchones navegaban hundidos casi hasta la borda, y la potencia de las máquinas apenas era suficiente para avanzar lentamente contra corriente. Cinco días les llevó el viaje de regreso.

Durante la ausencia de Fidel y su cuadrilla, se habían realizado grandes progresos en el campamento. Las barracas se alineaban ordenadamente formando anchas calles. Improvisadas en su mayoría con los materiales que tenían a mano, el campamento ofrecía un carácter muy especial, pareciéndose a uno de aquellos antiguos pueblos del Oeste americano.

Todos los servicios funcionaban a la perfección.

Se habían levantado varios depósitos de agua, los molinos de viento bombeaban el agua desde el río, y en el extremo más alto del promontorio se elevaba una gran torre metálica para la recepción de ondas energéticas.

Pero la electricidad todavía no llegaba al campamento, aunque se habían tendido postes y colocado lámparas de alumbrado a lo largo de las calles.

Los «moany» caían con frecuencia en las trampas y eran tenidos a raya por los eficaces lanzallamas. Los cazadores salían regularmente todos los días, mataban algún «moany» y regresaban con las carretas cargadas de bisontes y ciervos. Se obtenía pesca abundante del río y el poblado, aunque sin permitirse derroches, estaba bien abastecido.

La madera traída por Fidel fue muy bien acogida, pues la carestía de combustible constituía de momento el auténtico problema de la colonia.

Fidel expuso su pensamiento ante la Plana Mayor.

—Las máquinas no tienen potencia suficiente para remolcar las barcazas. Ahora que tenemos combustible deberíamos navegar río arriba en busca de los bosques de la cordillera occidental. Los troncos talados los arrojaremos al río para que la corriente los arrastre y sean recuperados aquí mismo.

La proposición de Fidel era razonable y fue aceptada. Dos días después Fidel, Ricardo Balmer y Woona zarpaban de nuevo en los dos barcos.

Cincuenta kilómetros más arriba de la confluencia del Río Grande con el Río Azul, la corriente iba tornándose cada vez más rápida. Finalmente, los hombres tuvieron que desembarcar y marchar a pie para aligerar a los barcos. Pero tampoco esto fue suficiente. La corriente seguía haciéndose más rápida y los barcos tuvieron que ser remolcados desde la orilla por medio de sirgas.

Finalmente, Fidel decidió despachar a uno de los barcos, cuya máquina no andaba muy bien, y seguir adelante con un sólo barco y los doscientos hombres.

El paisaje era de una belleza impresionante a medida que se acercaban a las estribaciones de la cordillera. El terreno en aquel lugar era demasiado accidentado para los «moany», que por su particular forma de moverse preferían la llanura. Finalmente, a la semana de haber abandonado el campamento, alcanzaban los primeros y tupidos bosques. Fidel había traído consigo la radio y establecía contacto cada tarde con la radio del campamento principal. Su padre le contaba las incidencias ocurridas y solía darle cuenta de la marcha de los trabajos junto a la Gran Cascada. Dificultades de orden técnico estaban retrasando los trabajos. Mientras tanto, el autoplaneta «Rayo» estaba agotando las últimas cantidades de uranio. Los informes que llegaban del autoplaneta eran alarmantes. En unas horas el «Rayo» se vería obligado a zarpar para elevarse hasta una órbita de satélite, donde se sostendría indefinidamente incluso con su reactor parado. La marcha del «Rayo» significaba una paralización casi total de los trabajos al pie de la Gran Cascada. La planta eléctrica tendría que ser terminada sin la valiosa ayuda de la energía que había proporcionado el «Rayo».

—Queda otra alternativa —dijo el Almirante—. Podemos sostener al «Rayo» aquí hasta que agote el último gramo de uranio.

—¿Qué ocurrirá en ese caso? —preguntó Fidel.

—Las matemáticas son concluyentes en este sentido. Sin energía eléctrica, la «dedona» de que están hechos el casco el anillo del «Rayo» recobrarán todo su peso. Cada; decímetro cúbico de «dedona» pesa cuarenta veces lo que un kilo de hierro, y el volumen total de la «dedona» del «Rayo» es de cuarenta y un millones de metros cúbicos. Sin energía eléctrica el autoplaneta se aplastaría como una pelota de gelatina, aniquilada por su propio peso.

—Papá, no sacrifiquemos al «Rayo». De todos modos quizá no alcancemos a terminar la planta antes que se agote el uranio del «Rayo». ¿Qué importa que tardemos más tiempo en obtener energía eléctrica? Todas las colonizaciones del mundo antiguo se llevaron a cabo sin: máquinas ni electricidad. Aunque hubiésemos llegado a este mundo desnudos, sólo con nuestras manos y nuestros conocimientos no tardaríamos más de diez años en construir motores de gasolina, plantas eléctricas e incluso reactores atómicos. ¡Por favor, no sacrifiques al «Rayo».!

—Me alegra oírte decir eso, hijo. Yo también quiero salvarlo. Espero que nuestro pueblo sepa perdonarme esta debilidad.

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