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Authors: Belén Gopegui

La conquista del aire (33 page)

BOOK: La conquista del aire
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—A mediados de julio, en un pueblo del Ampurdán, por lo civil. Me gustaría que vinierais, pero va a ser algo muy pequeño —exageraba—, sólo la familia.

—¿Os iréis de viaje? —preguntó Marta.

—Sí, aunque todavía no hemos decidido adónde. —De nuevo faltó a la verdad, aunque esta vez sólo era un aplazamiento. Lo del viaje a Bali que iban a regalarles los padres de Leticia se lo contaría a la vuelta.

—Así que —dijo Carlos— cuando termine el verano tú serás un hombre casado y yo un padre soltero.

Santiago sonrió. Si había dos personas, pensaba, con quienes podía hablar de su inseguridad, eran Carlos y Marta. A ellos podía decirles: me han cambiado el sistema de calificaciones. Los valores son muy parecidos pero es como si de pronto se puntuara sobre doscientos cincuenta en vez de sobre diez, y yo soy lento, no me da tiempo a convertir las notas cuando ya debo pasar al siguiente ejercicio. A ellos podía contárselo, pero le faltaba audacia. Primero quería asentarse, cómo iba a decir: no estoy bien ni mal, o mejor, estoy bien, estoy contento, quiero casarme con Leticia, quiero que vengáis a nuestra casa, que Irene juegue con Diego, estoy bien, es sólo que aún no sé qué opinión tengo de mí mismo.

—¿Qué tal tu nueva casa? —le preguntó Marta a Carlos.

—Bien. Ya la conoceréis. De momento es una casa neutra.

—¿Neutra? —dijo Santiago.

—Quiero decir que si alguien viniera no podría adivinar fácilmente qué tipo de persona vive ahí.

Carlos bebió dos sorbos seguidos de Martini. Sentía que ya era suficiente, si bien reconocía que para decretar el restablecimiento de su amistad, el paso de la crisis aguda a la convalecencia, necesitaban seguir un poco, hacerse algunas preguntas más e incluso hablar de algo ajeno a ellos mismos, justo como estaba haciendo Marta ahora al contarle a Santiago datos sobre el asunto de las vacas locas que no habían salido en la prensa.

—Sería curioso —decía ahora Santiago— que con una hamburguesa comida a los veinticinco años hubiéramos firmado nuestra sentencia de muerte.

Carlos asintió, claro, sería curioso, y se decía aguanta diez minutos más, no pienses nada. Y miraba el pequeño reloj negro de Marta que conocía desde hacía años; la camisa que Santiago llevaba puesta la había comprado en el viaje a Roma que hicieron lo tres; era verdad, pensaba, tenían pasado en común, pero no lograba quitarse de la cabeza que estaban trabajando para restablecer una relación sin considerar que eran ellos, cada uno de ellos por separado y no la unión de los tres, quienes habían sido abatidos.

—Os tengo que dejar —dijo después de contar veinte.

—Carlos, ¿has terminado el traslado? —preguntó Marta, y siguió—: Si necesitas ayuda, o para poner la casa.

—Esta vez no he querido hacer mudanza —dijo Carlos—. He ido llevándome unas cuantas cosas cada día. Lo grande lo he llevado en una furgoneta de uno que a veces transportaba cosas para Jard. Ya sólo quedan cosas mínimas. Gracias de todas formas. En cuanto a la casa, prefiero no tocarla de momento.

Santiago había llamado al camarero. Le pagó diciendo:

—De todas formas queda pendiente una invitación como es debido para celebrar mi nuevo estado civil.

Los tres se levantaron. Santiago y Carlos dejaron que Marta pasara delante y así salieron del bar, y así bajaron la escalera. Al llegar a la puerta giratoria se separaron los tres. Salieron a la Gran Vía.

—¿Tenéis coche? —preguntó Santiago.

Recibió la respuesta afirmativa con alivio, pues deseaba quedarse solo cuanto antes. Estaba tan nervioso como cuando salía a cenar con Leticia y sus amigos, y él, después de haber intervenido con rotundidad en la conversación, empezaba a reprocharse alguna de sus frases. Por el camino de vuelta, ese reproche solía mezclarse en un cóctel incómodo con las palabras que había oído y con la elaboración de respuestas no dadas. Un cóctel que le impedía razonar, que rebotaba dentro de su cabeza como le estaba pasando ahora. Necesitaba estar solo, que la reciente escena fuera perdiendo fuerza en contraste con el resto de sus actividades. Perdiendo, se dijo, importancia.

La Suzuki de Carlos estaba en la esquina. Quitó la cadena. Santiago y Marta no le miraban, pero tenían, pensó, que haberse dado cuenta de que había cambiado de moto.

—Nos veremos —dijo, y se puso el casco. Ellos le saludaron con la mano.

—¿Dónde has aparcado? —le preguntó Santiago a Marta.

—Al final de esa calle.

—Entonces te acompaño. El mío está más lejos.

Echaron a andar. Carlos les vio desde la moto. Levantó la mano. Ya había arrancado y, ahora, su casco rojo era todo su mundo. Ahí, tras la visera, junto al cuero almohadillado estaba la confirmación del despido de Esteban. El chico aún no lo sabía pero junio iba a ser su último mes en Electra. Hacía tres días que el director de recursos humanos se lo había comunicado a Carlos: un despido de cinco trabajadores, lo llamaban despido menor, por causas organizativas, con veinte días de indemnización por año trabajado. En el caso de Esteban el prorrateo, había calculado Carlos, no llegaba a sesenta días, doscientas y pico mil pesetas. Carlos pasó un semáforo en ámbar. Esteban aún no lo sabía, y por supuesto, se dijo, él había hecho bien en no contárselo a Santiago y a Marta. Un tema, Dios, les habría dado el tema, los tres habrían podido reunirse no en torno a la nada, al equívoco, sino en torno a esa única piedra de escándalo, y qué sencillo de repente darse golpes de pecho, qué claridad al fin si Esteban fuera la víctima propiciatoria, el inocente sacrificado para ablandar el corazón, para aplacar la ira de los dioses. Acepta, oh, Señor, esta ofrenda. Agudiza, gracias a la rabia de este parado, las contradicciones. Haz, señor, de la historia un viento favorable y más cercano el día de la revolución. La revolución, sí, una moto nueva, un cargo fijo, una buena boda.

Durante cuatro días sopló el viento llevándose el polvo y la calima. Al quinto, el sol tocaba un Madrid sin veladuras, un paisaje de líneas divisorias. Era el jueves 5 de junio de 1996, la vista distinguía el límite real de los tejados, óxido en los cables tendidos, el color duro, liso, de las fachadas remozadas, destellos en los marcos de metal, en los cristales, gamas del gris en las fachadas aún sin remozar.

A las seis menos veinte de la tarde, Guillermo terminó de peinarse en el cuarto de baño de su apartamento. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros azul oscuro y un jersey de algodón del mismo color. El jersey no le quedaba mal; él lo sabía y sabía que a Marta le gustaba que no llevara camisa debajo de ese jersey. Además, la unión de las dos prendas de igual color hacía que sobre la imagen de un Guillermo vestido prevaleciera cierta conciencia de desnudez. Se movía con más libertad y más seguro, como si recordase todo el tiempo que debajo de los tejidos había un cuerpo y la piel. Sin embargo, Guillermo decidió quitárselo. Fue al armario y eligió una camisa de color teja. La estuvo planchando.

No era seguro que viera a Marta. En cambio, sí iba a ver a la familia de Segundo Velasco y ellos preferirían una indumentaria más convencional, de algún modo más respetuosa. Regresó ante el espejo, se dio un aprobado y salió con prisa. El acto empezaba a las siete pero tenía por delante un largo trayecto de metro y autobús hasta llegar a Sociología. Segundo Velasco, biólogo precozmente interesado en nociones de ecología social, además había sido el íntimo amigo de su padre. Había muerto hacía tres años. Entonces Marta fue con Guillermo a la ceremonia de incineración. Marta conocía a Segundo Velasco no sólo porque ambos fueran a visitarle cada dos o tres meses sino también porque, cuando Marta empezó a trabajar en el Ministerio de Transportes, Segundo aceptó ser un interlocutor frontón a quien Marta acudía para comentar determinados asuntos. Guillermo aún se preguntaba si no debería haberla llamado para el homenaje, aunque estaba seguro de que a Marta le había llegado la invitación. La noticia había aparecido también en los periódicos, si bien con letra pequeña pero, dada la minuciosidad con que Marta leía la prensa, tenía que haberla visto.

En el andén esperó sentado. Tres años habían hecho falta para encontrar una institución que contribuyera a publicar los escritos de Segundo Velasco. Pero ahí estaba el libro, por fin. Subió al metro. Guillermo pensaba que Marta, enterada, debía asistir y que él la había puesto a prueba, un ultimátum unilateral a lo mejor injusto porque Marta podía estar fuera de Madrid o enferma o retenida por un trabajo urgente. Pese a todo, si Marta no asistía al homenaje, él dejaría de confiar. Tal vez ya había dejado de hacerlo, y las llamadas de Marta le habían encontrado abúlico, sin ganas. No quería seguir así. Se había marchado creyendo que estarían separados cuatro o cinco meses, o bien toda la vida. Nunca imaginó que la indefinición pudiera alargarse más de un año: casi catorce meses examinando el tiempo, preguntándose por Marta, por las otras mujeres, por su trabajo, por la función de cuatro millones; casi catorce meses viéndose vivir. Había tenido un ligero romance con una de las chicas de la fundación, y ya no sabía si había sido ligero por la chica o por él, porque él aún necesitaba decirle a Marta: «Nos habíamos comprometido a que esto saliera y si no ha salido no es por causa de un dios ciego y loco, del fulgor o la magia, del amor arbitrario, sino por causa de los deseos que no nos pertenecían. Yo creí que podríamos levantar nuestro espacio, pero la vida es juego de contrarios, para salir de un área de influencia es preciso entrar en otra, reconocer otra fuerza y yo no la encontré. Quise una casa, tú querías una imagen de ti misma, y para qué las queríamos».

En el transbordo, Guillermo atravesó rápido los pasillos, acelerando aún escaleras arriba hasta notar el peso de la sangre; no era tan tarde, pero le hacía bien sentir los límites de la física, el pecho como un animal de carga que pudiera extenuarse y caer.

El tren estaba a punto de partir cuando llegó al andén. Corrió de nuevo y una vez dentro, de pie, oía sus latidos en la cara. El tren arrancó. Guillermo vio su imagen reflejada en el cristal, un hombre a punto de cumplir los cuarenta con aspecto de chico todavía. Quién que no estuviese obligado a llevar traje y corbata o que no hubiera sido demasiado zarandeado por la vida, quién no seguía pareciendo un chico a los cuarenta. No había señores de cuarenta años pero nosotros, se dijo, queríamos madurar. Se sentó al poco y entrecerró los ojos. A su lado, una chica debía de llevar el agua de colonia que usaba Marta. Se consintió aspirarla con un extraño escepticismo de último día, cuando todo parece posible y por lo mismo, tal vez, indiferente.

En la parada de autobús encontró a dos colaboradores de Segundo Velasco. Hicieron el trayecto hablando de los avatares de la publicación del libro. Ellos insistían en resaltar la desproporción entre la importancia de las obras y su espacio en la memoria social. Guillermo no quiso discutir, pese a estar en completo desacuerdo. No había desproporción, pensaba, sino que la memoria social era deliberada y selectiva. Asombrarse, tanto como añorar más micrófonos, más homenajes, más artículos, sólo contribuía a reforzar la creencia en un orden plural con excepciones dignas de lástima.

Bajaron del autobús poco antes de las siete. Los dos colaboradores apresuraron el paso en el vestíbulo de la facultad.

—No me esperéis —dijo Guillermo. Había visto a Marta fumando junto a una de las gruesas columnas de hormigón.

—Hola. El homenaje es abajo.

—Vengo de ahí —dijo Marta—. He subido a esperarte.

El salón de actos estaba al treinta por ciento de su capacidad, o quizá menos. Las intervenciones no duraron demasiado, pero en cuatro de las cinco se acudió al mismo tono nostálgico y dulcemente reivindicativo. Sólo una profesora de la universidad a distancia se centró en las aportaciones de Segundo Velasco a la ecología social. Habló en concreto de sus estudios comparativos entre la génesis histórica de la propiedad de la tierra y la apropiación del medio ambiente. Sin embargo, sus palabras sucumbieron bajo la atmósfera de nostalgia y complicidad. Guillermo se había ido alterando. Le sublevaba esa actitud que parecía dar carta de naturaleza al regusto en la derrota ajena; le sublevaban esos amantes de los perdedores que gozaban dedicándoles discursos mientras ponían todo su empeño en no ser como ellos. Las altas paredes blancas, la lejanía de los ponentes, las sillas azules casi nuevas y, a su izquierda, el pelo corto y negro de Marta, su cara atenta, contribuían a refrendar los aspectos caritativos del acto.

Después de los aplausos finales, Guillermo se acercó a saludar a la familia, besó a la viuda de Segundo Velasco y estrechó la mano de los dos hijos.

—¿Un café? —dijo Marta por la escalera.

Guillermo la guió hacia el bar de la facultad. En las paredes había carteles de protesta, prendidos con cinta de embalar, escritos en grandes pliegos de papel blanco. Lemas a favor de la insumisión, la exigencia de un referéndum europeo sobre Maastricht, recordatorios sobre el procesamiento del general Rodríguez Galindo acusado de ordenar la muerte de Lasa y Zabala. Guillermo, señalándolos con la cabeza, le dijo a Marta:

—Parece que los estudiantes no se quedan quietos.

—Algunos —dijo ella—. Y otros mejor harían quedándose quietos. —Marta le indicó una pintada neonazi que estaba justo detrás.

En la cafetería, Guillermo fue a la barra a pedir dos cafés con hielo. Marta le esperaba en una mesa. Llevaba una camiseta negra de manga larga y, de lejos, parecía una estudiante.

—Flaco favor —dijo mientras ponía los cafés en la mesa— hacen este tipo de homenajes. Los otros y los nuestros, los responsables y los irresponsables, y al final, los buenos y los malos otra vez. Cualquier recurso sirve con tal de no pensar.

—No te ha gustado el acto —dijo Marta.

—No me gusta el método de proponer sentimientos para que todos nos encontremos. Y después del sentimiento, ¿qué? El sentimiento no produce acuerdo. Lloras, gritas, te enfadas, te enamoras, pero no puedes avanzar.

—Era lógico que el acto fuera un poco sentimental.

—No era nada lógico. Segundo Velasco, tú lo sabes mejor que nadie, intentó toda su vida sacar la ecología del ámbito de lo sentimental. Se opuso al discurso de que los empresarios manchan los ríos porque son malvados. Quiso que se pensara. El famoso poema de Pavese tenía que haberse titulado «Pensar cansa».

Marta puso su mano sobre la de Guillermo. Él dejó estar la suya unos segundos y luego la quitó.

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