La corona de hierba (17 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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El barco entró por la desembocadura del río Caico y llegaron a Pérgamo, unas millas tierra adentro, exactamente por la ruta en que mejor se avistaba la ciudad, en lo alto de la acrópolis y rodeada de altas montañas.

Quinto Mucio Escévola y Publio Rutilio Rufo estaban en la ciudad, pero Mario y Julia no lograrían conocer mucho mejor a Escévola, pues se disponía a marchar a Roma.

—¡Oh, qué buena compañía nos habríais dado este verano, Cayo Mario! —dijo Escévola con un suspiro—. Pero ahora tengo que llegar a Roma antes de que sea demasiado arriesgado emprender viaje por mar. Publio Rutilio Rufo te lo contará todo.

Mario y Rutilio Rufo fueron a despedirle, mientras Julia se instalaba en un palacio que le agradó mucho más que el del farsante Nicomedes, a pesar de que tampoco había muchas féminas por companía.

Mario, por supuesto, no pensó que a Julia le faltase compañía femenina; la dejó que se ocupase de sus cosas y él se dispuso a escuchar las noticias de boca de su viejo y querido amigo.

—Primero las de Roma —dijo impaciente.

—Pues te contaré primero las noticias de auténtica relevancia —dijo, sonriendo complacido por ver a su amigo tan lejos de Roma—. Cayo Servilio Augur murió en el exilio a fines del año pasado; naturalmente hubo que hacer elecciones para cubrir su puesto en el colegio de Augures. Y te han elegido a ti, Cayo Mario.

—¿A mí? —replicó Mario, asombrado.

—A ti, a ti.

—Nunca lo habría pensado. ¿Por qué a mí?

—Aún cuentas con mucho apoyo entre los electores romanos, pese a las maldades que hagan Catulo César y sus iguales. Y yo creo que los electores consideraron que merecías esa distinción. Tu nombre fue propuesto por un grupo de caballeros, y como no existe ninguna regla sobre elección
in absentia
, fuiste elegido. No puedo decir que tu victoria fuese bien acogida por el Meneítos y compañía, pero Roma en general la recibió complacida.

Mario lanzó un fuerte suspiro de satisfacción.

—Bien, es una buena noticia, ya lo creo. ¡Yo, augur! Eso significa que mi hijo será a su vez sacerdote o augur y también su hijo. ¡Significa que lo he logrado, Publio Rutilio! He penetrado en el corazón de Roma, por muy palurdo itálico que sea y lerdo en griego.

—Oh, eso ya no lo dice casi nadie de ti. El difunto Meneítos era un caso único, ¿sabes? Si hubiera vivido, dudo mucho que te hubieran elegido —añadió Rutilio Rufo mordaz—. Y no era porque su
auctoritas
fuese mayor que la de nadie ni a causa de sus partidarios. Pero su
dignitas
se había acrecentado notablemente después de los enfrentamientos en el Foro cuando era censor. Admirado u odiado, todo el mundo admite que era sublime. Aunque yo creo que su más importante función fue formar el núcleo que sirvió de aglutinante para otros, y después de su regreso de Rodas puso en juego todas sus energías para desplazarte. ¿Qué otra cosa le quedaba por hacer? Todo su poder e influencia las utilizó para hundirte. Su muerte ha causado honda impresión, ¿sabes? Estaba estupendamente cuando llegó a Roma y yo pensé que aún le tendríamos muchos años con nosotros. Pero le llegó la muerte.

—¿Y por qué estaba Lucio Cornelio con él? —inquirió Mario.

—Nadie sabe por qué. íntimos no eran, eso seguro. Lucio Cornelio dice que estaba allí por casualidad, que no tenía intención de cenar con él. Verdaderamente es muy raro. Y a mí lo que más me intriga es que al Meneítos hijo tampoco le extrañe que estuviera allí, lo que me da a entender que Lucio Cornelio buscaba un entendimiento con la facción del Meneítos —dijo Rutilio Rufo poniendo ceño—. Ha tenido una fuerte ruptura con Aurelia.

—¿Lucio Cornelio y Aurelia, quieres decir?

—Sí.

—¿Quién te lo ha dicho?

—La propia Aurelia.

—¿Y te explicó por qué?

—No. Simplemente me dijo que Lucio Cornelio no volvería a ser bien recibido en su casa —contestó Rutilio Rufo—. En cualquier caso, se fue a la Hispania Citerior poco después de la muerte del Meneítos y Aurelia no me lo contó hasta después de su marcha. Me imagino que tendría miedo de que yo le preguntara algo a él. Un asunto bastante raro, Cayo Mario.

Mario, a quien no le interesaban mucho las rencillas privadas, hizo una mueca y se encogió de hombros.

—Bueno, es asunto de ellos, por raro que sea. ¿Qué más ha sucedido?

—Los cónsules han promulgado otra ley prohibiendo los sacrificios humanos —contestó Rutilio Rufo riendo.

—¿Qué…?

—Que han promulgado una ley prohibiendo los sacrificios humanos.

—¡Qué absurdo! ¿Cuánto tiempo hace que en Roma no se hacen sacrificios humanos en público ni en privado? —inquirió Mario con gesto de repugnancia—. ¡Qué porquería!

—Pues yo creo que se sacrificaron dos griegos y dos galos cuando Aníbal efectuó sus incursiones por Italia. Aunque dudo que tuviera nada que ver con la nueva
lex Cornelia Licinia
.

—¿Pues qué, entonces?

—Como sabes, Cayo Mario, a veces los romanos decidimos poner de relieve un nuevo aspecto de la vida pública con métodos extraños. Y yo creo que esta ley es un ejemplo de ello. Diría que está hecha para informar al Foro de que no ha de haber más violencia ni más muertes, encarcelamiento de magistrados ni actividades ilegales de ninguna clase —contestó Rutilio Rufo.

—¿Y no dieron una explicación Cneo Cornelio Léntulo y Publio Licinio Craso? —inquirió Mario.

—No. Propusieron la ley y la asamblea plebeya la aprobó.

—¡Uf! —exclamó Mario—. ¿Y qué más?

—El hermano menor del pontífice máximo, que este año es pretor, ha sido enviado a Sicilia de gobernador. Habían llegado rumores de otra rebelión de esclavos; imagínate…

—¿Tan mal tratamos a los esclavos en Sicilia?

—Sí… y no —replicó Rutilio Rufo, pensativo—. Para empezar, allí hay demasiados esclavos griegos, y no se trata necesariamente de que sus amos los traten mal, sino de que son gente muy díscola. Tengo entendido que todos los piratas que capturó Marco Antonio Orator los pusieron a trabajar de esclavos en los trigales sicilianos. Un trabajo que no debe ser muy de su agrado, diría yo. Por cierto —añadió—, Marco Antonio ha colocado en los
rostra
el espolón del navío pirata más grande que destruyó durante su campaña. Es imponente.

—Yo creí que no quedaba sitio. Está todo lleno de espolones de no sé cuántos combates navales —dijo Mario—. Bueno, continúa. ¿Qué más hay?

—Pues que nuestro pretor Lucio Ahenobarbo ha hecho tales estragos en Sicilia que la noticia ha llegado hasta Asia Menor. Ha pasado por la isla como un ciclón. Por lo visto, nada más desembarcar promulgó un decreto prohibiendo que nadie llevase espada ni arma alguna, salvo los soldados de la milicia. Naturalmente, nadie hizo el menor caso.

—Conociendo a los Domicios Ahenobarbos —replicó Mario sonriendo—, diría que ha sido un error.

—Claro que lo ha sido. Lucio Domicio impuso severos castigos al ver que nadie cumplía el decreto y toda Sicilia está resentida, y dudo que se produzcan revueltas ni de esclavos ni de hombres libres.

—Los Domicios Ahenobarbos son muy burdos, pero obtienen resultados —añadió Mario—. ¿Y eso es todo?

—Más o menos, aparte de que han entrado nuevos censores, anunciando que piensan hacer un censo de ciudadanos romanos tan completo como no se ha visto desde hace décadas.

—Ya era hora. ¿Quiénes son?

—Marco Antonio Orator y tu colega consular Lucio Valerio Flaco. ¿Damos un paseo? —añadió Rutilio Rufo.

Pérgamo era seguramente la ciudad mejor planificada y construida del mundo, había oído decir Mario, y ahora lo veía con sus propios ojos. Incluso en la ciudad baja, dispersa a los pies de la acrópolis, no había callejuelas ni bloques ruinosos de pisos, todo estaba sujeto a un rígido reglamento de construcción y conservación. Vastos sumideros y cloacas discurrían por las zonas habitadas y por todas partes había canalizaciones y fuentes. El mármol era el material más abundante, y las columnatas eran numerosas y magníficas, el ágora era inmensa, surtida de magníficas estatuas, y a media ladera había un gran teatro.

No obstante, flotaba un aire de dilapidación en la ciudadela y en la ciudad; las cosas no estaban conservadas como durante el reinado de los atálidas, proyectistas y cuidadores de la capital. Y la gente no parecía contenta. Mario advirtió que algunos tenían aspecto de hambrientos, cosa extraña en un país rico.

—La culpa la tienen nuestros recaudadores de impuestos —dijo publio Rutilio Rufo cariacontecido—. ¡Cayo Mario, no tienes ni idea de lo que Quinto Mucio y yo encontramos al llegar aquí! Toda la provincia de Asia ha estado explotada y oprimida durante años por la codicia de esos
publicani
estúpidos! Para empezar, las sumas que exige Roma para el erario son excesivas, pero los
publicani
ofertan más todavía, y la consecuencia es que para obtener beneficios tienen que estrujar a la provincia como una bayeta. Es una empresa de pura rapiña monetaria. En lugar de concentrarse en asentar a los romanos pobres en tierras extranjeras y financiar la adquisición de tierras públicas con los impuestos de Asia, Cayo Graco habría hecho mejor en enviar previamente un equipo de investigadores que evaluasen cuáles habían de ser exactamente esos impuestos. Pero no se hizo nada de eso y la situación sigue igual desde entonces. Los únicos cálculos de que dispone Roma son los que se sacó de la manga la comisión enviada al morir el rey Atalo. ¡Y de eso hace treinta y cinco años!

—Es una lástima que no lo supiera cuando era cónsul —dijo Mario, entristecido.

—¡Mi querido Cayo Mario, ya tenías bastante preocupación con los germanos! La provincia de Asia era lo que menos preocupaba en Roma en aquellos años. Pero tienes razón. Si hubieses enviado una comisión, habrían podido determinarse unas cifras realistas y se habría metido en cintura a los
publicani
, porque ahora han llegado ya a una arrogancia desaforada, ¡y son ellos quienes dirigen los asuntos de la provincia en lugar del gobernador!

—Me imagino que este año los
publicani
se habrán llevado un buen susto viendo en Pérgamo a Quinto Mucio y a Publio Rutilio —comentó Mario riendo.

—Ya lo creo —dijo Rutilio Rufo esbozando una sonrisa—. Sus quejas se habrán oído en Alejandría. Desde luego sí se han oído en Roma, que es, y que quede entre nosotros, por lo que Quinto Mucio ha regresado antes de lo previsto.

—¿Qué habéis estado haciendo exactamente?

—Oh, simplemente arreglando los asuntos de la provincia y de los impuestos —contestó con voz queda.

—¿En detrimento del Tesoro y de las empresas recaudadoras?

—Exacto —contestó Rutilio Rufo encogiéndose de hombros, volviéndose hacia la extensa ágora y dirigiendo un ademán a un plinto vacío—. Para empezar, hemos suprimido este tipo de cosas. Aquí se alzaba una estatua ecuestre de Alejandro el Grande, obra nada menos que de Lisipo y reputada como la mejor representación de Alejandro. ¿Sabes dónde se halla ahora? Pues en el peristilo de Sexto Perquitieno, ¡el caballero más rico y vulgar de Roma!, tu vecino del Capitolio. ¡Se la llevó como pago de impuestos atrasados, imagínate! Una obra de arte que
Vale
mil veces más la suma en cuestión. ¿Qué iban a hacer los pergameños si no tenían el dinero? Sexto Perquitieno señaló con su varita la estatua y se la dieron.

—Habrá que devolverla —dijo Mario.

—Vanas esperanzas —replicó Rutilio Rufo con un bufido.

—¿Ha vuelto para eso Quinto Mucio a Roma?

—¡Ojalá! No, ha vuelto a Roma para impedir que el grupo de presión de los
publicani
nos incoe un proceso a él y a mí.

—¡Bromeas! —exclamó Mario deteniéndose.

—¡No, Cayo Mario, no bromeo! Las empresas recaudadoras de Asia tienen inmenso poder en Roma, sobre todo en el Senado. Y Quinto Mucio y yo las hemos ofendido gravemente al reorganizar como es debido los asuntos de la provincia —contestó Publio Rutilio Rufo con una mueca—. Y no sólo hemos ofendido gravemente a los
publicani
, sino también al Tesoro. Habrá senadores predispuestos a no hacer caso de las quejas de las empresas recaudadoras, pero el Tesoro no. Mira lo que te digo, Cayo Mario, la última carta que recibió Quinto Mucio de su primo Craso Orator hizo que la cara se le pusiera del color de la toga. Le decía que había en marcha una maniobra para despojarle de su
imperium
proconsular y procesarlo por extorsión y traición. Por eso se marchó a toda prisa a Roma, dejándome de gobernador hasta que llegue el que nombren el año próximo.

Mientras regresaban al palacio del gobernador, Cayo Mario advirtió con qué deferencia y afecto saludaban todos a Rutilio Rufo.

—La gente te tiene aprecio —comentó él, y no es que fuera una sorpresa.

—Más aprecian a Quinto Mucio. Sus vidas han cambiado radicalmente, Cayo Mario, y por vez primera ven cómo trabajan los auténticos romanos. No se les puede reprochar el odio que sentían contra Roma y los romanos. Han sido unas víctimas a las que hemos utilizado de forma abominable. Por eso cuando Quinto Mucio redujo los impuestos a la cifra que hemos calculado justa, poniendo coto a las extorsiones usureras de los agentes locales de los
publicani
se han puesto a bailar en la calle, como te lo digo. El consejo ha aprobado la celebración de una fiesta anual en honor de Quinto Mucio, y creo que Esmirna y Éfeso también. Al principio no hacían más que enviarnos regalos, objetos de gran valor, obras de arte, joyas, tapices, Y cuando se los devolvimos dando las gracias, volvieron a enviárnoslos. Al final tuvimos que prohibirles cruzar la puerta de palacio.

—¿Podrá Quinto Mucio convencer al Senado de que quien tiene razón es él y no los
publicani
? —inquirió Mario.

—¿Tú qué crees?

Mario reflexionó, lamentando no haber ocupado más tiempo de su carrera pública en Roma en vez de hacerlo en el campo de batalla.

—Su reputación es intachable, y eso evitará que muchos de los senadores sin derecho a la palabra se sientan tentados de respaldar a los
publicani
o… al Tesoro. Y seguro que hace un magnífico discurso. Y Craso Orator hablará aun mejor, apoyándole.

—Eso es lo que yo creo. Sintió mucho tener que abandonar la provincia de Asia, ¿sabes? Creo que nunca tendrá un empleo que le complazca más que éste. Es un hombre muy meticuloso, de mente muy clara, un administrador sin par. Mi cometido ha consistido en recopilar información de todos los distritos de la provincia para que él adoptase las decisiones pertinentes con arreglo a esos datos. El resultado es que al cabo de treinta y cinco años, la provincia de Asia cuenta por fin con cifras realistas para determinar los impuestos y el Tesoro no tiene excusa para exigir más.

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