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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (24 page)

BOOK: La corona de hierba
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Si lo que Druso soñaba era una emancipación general en toda Italia, Silo aspiraba a la autonomía de su pueblo, vislumbrando una nación itálica totalmente independiente de Roma: Italia. Y cuando se formara Italia —aspiración que Silo había convertido en juramento— los pueblos italianos que la constituyeran declararían la guerra a Roma, derrotándola y absorbiéndola en la nueva nación, junto con todos los territorios extranjeros de la propia Roma.

No era Silo el único con tales aspiraciones, y él lo sabía, porque aquellos últimos siete años había estado viajando por Italia y por la Galia itálica buscando hombres que pensaran como él, y descubrió que abundaban. Todos eran dirigentes en sus respectivas naciones Y de dos tipos distintos: los había que, como Mario Egnacio, Cayo Papio Mutilo y Poncio Telesino, procedían de familias nobles descollantes en sus etnias, y quienes, como Marco Lamponio, Publio Vettio Scato, Cayo Vidacilio y Tito Lafrenio, eran hombres relativamente nuevos de importancia reciente. En los comedores y despachos itálicos se seguía hablando del tema, y el hecho de que la mayoría de estas conversaciones se hicieran en latín no se consideraba suficiente motivo para excusar los crímenes de Roma.

El concepto de una sola nación italiana quizá no era nuevo, pero era evidente que los diferentes dirigentes itálicos nunca lo habían considerado una alternativa viable. En el pasado, todas las esperanzas se habían cifrado en obtener la emancipación total de Roma, convirtiéndose en parte de la misma a lo largo y ancho de la península; tan antigua era la veteranía de Roma respecto a sus aliados itálicos, que ellos pensaban según los criterios romanos y aspiraban a asumir sus instituciones, haciendo que sus hijos, fortunas y tierras fuesen totalmente romanos.

Algunos de los que intervenían en aquellas conversaciones lamentaban Arausio, pero había quienes también lamentaban la falta de apoyo a la causa italiana por parte de las poblaciones con derechos latinos, que ya comenzaban a considerarse distintas a los simples itálicos. Los que esto reprochaban a los habitantes de centros con derechos latinos señalaban, con toda razón, el creciente aumento del disfrute exclusivo de los derechos latinos y la necesidad entre los que los obtenían de mantener un sector de la población peninsular en condiciones de inferioridad.

Arausio, desde luego, había sido la culminación de varias décadas de aquella mortandad de soldados, que había hecho descender enormemente la población masculina de la península, con sus secuelas de abandono de los campos o su venta por endeudamiento, y la escasez de niños y jóvenes. Pero esa mortandad bélica había afectado por igual a romanos y latinos y no era el principal factor. Existían enconados resentimientos hacia los señores romanos, los ricos que vivían en Roma y eran dueños de vastas tierras llamadas
latifundia
en las que sólo empleaban esclavos para el trabajo. Había numerosos casos de ciudadanos romanos que abusaban descaradamente de los itálicos, amparándose en su influencia y poder para azotarlos sin motivo, apoderarse de mujeres que no les pertenecían y confiscar parcelas ajenas para incrementar sus tierras.

Ni siquiera para Silo estaba claro qué es lo que había impedido que la mayoría de los que propugnaban la secesión no hubiesen obligado a Roma a concederles la plena ciudadanía e iniciar la formación de una nación independiente. Su convicción de que la secesión era el único medio había nacido en Arausio, pero los que hablaban con él no habían estado en Arausio. Así, pensaba que la nueva tendencia a romper con Roma era a causa de que estaban hartos, de un acendrado sentimiento de que había pasado la época en que Roma había estado dispuesta a concederles la ansiada ciudadanía, que la situación presente iba a ser eterna. El insulto se había acumulado sobre la ofensa hasta tal extremo que para los itálicos la vida bajo la férula de Roma resultaba insoportable.

En Cayo Papio Mutilo, dirigente de la nación samnita, Silo veía a alguien que perseguía casi obsesivamente la posibilidad de la secesión, pues él, Silo, no odiaba a Roma y a los romanos, sino que apoyaba las aspiraciones de su pueblo. Pero Cayo Papio Mutilo era de un pueblo que había sido el enemigo más encarnizado y cruel de Roma desde que el pequeño asentamiento romano sobre la ruta de la sal del Tíber había comenzado a enseñar los dientes. Mutilo odiaba a Roma y a los romanos con pleno sentimiento y profundo convencimiento. Él era un samnita, que esperaba que Roma quedara borrada de la historia. Silo era adversario de Roma, Mutilo su enemigo.

Como todas las uniones en las que la causa común es de suficiente importancia para descartar cualquier objeción y consideración práctica, los itálicos que al principio se reunían para ver si se podía hacer algo decidieron sin tardanza que sólo cabía optar por la secesión. Sin embargo, todos ellos conocían de sobra a Roma para pensar que la nación italiana pudiera formarse sin guerra; por eso nadie pensó en la posibilidad de declarar la independencia antes de que transcurrieran algunos años dedicados a preparar la guerra contra Roma; una tarea que exigiría enormes esfuerzos y grandes sumas de dinero, y más hombres de los que posiblemente pudieran reclutarse en los años inmediatos a Arausio. Por ello no se fijó ni se habló de fecha concreta. De momento, mientras crecía la población infantil, el esfuerzo y el dinero se dedicaron a fabricar armas y armaduras y a hacer acopio de materiales de guerra en cantidad suficiente para hacer la guerra a Roma y poder obtener la victoria.

No disponían de gran cosa. Casi todas las bajas de itálicos se habían producido lejos de Italia, y sus armas y corazas no se habían recuperado, principalmente porque Roma había procurado recogerlas del campo de batalla en todos los casos posibles y, naturalmente, no las habían considerado pertenencia de los aliados. Podían comprar legalmente algunas armas, pero ni por asomo para pertrechar a los cien mil hombres que Silo y Mutilo consideraban necesarios para la victoria de la nueva Italia sobre Roma. Por consiguiente, lo del armamento era un asunto secreto que progresaba muy despacio. Tardarían años en lograr el objetivo.

Para complicar más las cosas, todo tenía que hacerse en presencia de personas que, si advertían algo, darían cuenta inmediata a algún romano o a la propia Roma. No se podía confiar en las colonias con derecho latino ni en los ciudadanos romanos de paso, y por eso los centros de conspiración y escondrijo de pertrechos estaban situados en zonas pobres y alejadas de las rutas por las que circulaban viajeros romanos y de las colonias latinas. Los dirigentes itálicos no hacían más que tropezarse con ingentes dificultades por doquier. No obstante, la tarea de armamento proseguía y a ella se había sumado hacía poco la del entrenamiento de tropas, pues los niños ya comenzaban a ser mayores.

Quinto Popedio Silo citó todos estos datos secretos en la conversación durante la cena, sin remordimiento alguno; tal vez al final no sería Marco Livio Druso quien encontrara una solución pacífica y eficaz. ¡Cosas más raras se habían visto!

—Quinto Servilio nos deja durante unos meses —comentó Druso, cambiando drásticamente de tema.

Silo no sabía si era un destello de alegría lo que observaba en la mirada de Livia Drusa. A él le parecía una mujer muy guapa, pero nunca había llegado a saber qué clase de mujer era; si le gustaba su vida, si le gustaba Cepio, si vivía contenta en casa de su hermano. Su instinto respondía negativamente a los tres interrogantes, pero no estaba seguro. Pero en seguida dejó de pensar en Livia Drusa, porque Cepio hablaba de lo que pensaba hacer.

—… cerca de Potavium y Aquileia sobre todo —decía—. Con hierro de Noricum, voy a procurar hacerme con la concesión, se pueden abastecer las fundiciones que se construyan en Potavium y Aquileia. Lo más importante es que esas zonas de la Galia itálica están muy cerca de grandes bosques con varias especies de árboles, muy aptas para hacer carbón. Mis agentes me han informado que existen grandes extensiones de haya y olmo listos para la tala.

—Sin duda es el abastecimiento de hierro lo que impone la ubicación de las fundiciones —terció Silo, que escuchaba con atención—. Por eso Pisae y Populonia se han convertido en ciudades llenas de fundiciones, debido al hierro que llega directamente de Ilva, ¿no es cierto?

—Eso es una falacia —replicó Cepio, con extraña coherencia—. En realidad es la disponibilidad de árboles aptos para hacer carbón lo que las ha convertido en ciudades llenas de fundiciones, e igual puede decirse de la Galia itálica occidental. El carbón se obtiene mediante un proceso de manufactura y las fundiciones consumen diez veces más carbón que metal. Por eso mi proyecto en la Galia itálica depende tanto de fundar pueblos de carboneros como de ciudades para la manufactura del hierro. Compraré terrenos adecuados para la construcción de viviendas y talleres y convenceré a herreros y carboneros para que se establezcan allí. Es más fácil trabajar con cierto número de talleres de estructura similar que tratar con muchos pero desperdigados.

—Pero, ¿no se creará una nociva competencia entre los talleres, aparte de la dificultad de encontrar clientes? —inquirió Silo, ocultando su creciente entusiasmo.

—No veo por qué —contestó Cepio, que había estudiado el tema y lo conocía bastante bien—. Si, por ejemplo, un
praefectus fabrum
del ejército busca diez mil camisas de cota de malla, diez mil cascos, diez mil espadas y puñales y diez mil lanzas, ¿no va a preferir dirigirse a una localidad en la que le baste con ir de una fundición a otra, en lugar de tener que perder el tiempo buscándolas en sitios muy distintos? ¿Y no le resultará más fácil al propietario de una pequeña fundición de diez libertos y diez esclavos, por ejemplo, vender lo que produce sin tener que pregonar los artículos por toda la ciudad, teniendo ya de antemano asegurados los clientes?

—Tienes razón, Quinto Servilio —dijo Druso, pensativo—. Los ejércitos actuales requieren, efectivamente, diez mil de esto y de lo otro con suma urgencia. Es muy distinto a los viejos tiempos en que los soldados eran propietarios, y cuando un joven cumplía diecisiete años, su
tata
le regalaba la cota de malla, el casco, la espada, el puñal y las espuelas, y su mamá le obsequiaba con las
caligae
, la funda del escudo, el macuto, el penacho de crines y el
sagum
; y las hermanas tejían los calcetines y seis o siete túnicas. Y esos pertrechos le valían para el resto de su vida, y la mayoría de las veces, cuando terminaba la edad militar, se los cedía a su hijo o a un nieto. Pero desde que Cayo Mario enroló al censo por cabezas en nuestros ejércitos, nueve de cada diez reclutas no pueden ni costearse una bufanda para enrollársela al cuello y que no les roce la cota de malla, ni cuenta ninguno de ellos con madres y hermanas que les pongan de punta en blanco. Ahora nos vemos con ejércitos de reclutas tan desprovistos de equipo militar como los no combatientes auxiliares de antaño. La demanda ha agotado las existencias, pero habrá que proveerse donde sea; a los legionarios no se les puede enviar al combate si no van debidamente equipados.

—Ahora me explico una cosa —dijo Silo—. Me preguntaba por qué tantos veteranos retirados pedían créditos para establecerse como herreros… ¡Tienes toda la razón, Quinto Servilio! Pero se tardará casi una generación en que esos centros de fundición hagan algo distinto a pertrechos militares. Yo, como dirigente de mi pueblo, me devano los sesos para encontrar armas y corazas para las legiones que, sin duda, nos pedirá Roma en breve. Y lo mismo sucede con los samnitas, y me imagino que con los demás pueblos itálicos.

—No hay que olvidar Hispania —dijo Druso—. Me imagino que allá habrá bosques cerca de las minas de hierro.

—En la Ulterior, sí —contestó Cepio, sonriendo complacido por ser el centro de atención, experiencia nueva para él—. Las antiguas minas cartaginesas de Orospeda ya hace tiempo que agotaron las reservas de madera, pero todas las nuevas están en buenas zonas arboladas.

—¿Cuánto tardarán en empezar a producir tus ciudades? —inquirió Silo displicente.

—En la Galia itálica, espero que dentro de dos años. Desde luego —se apresuró a añadir—, yo nada tengo que ver con la producción y la venta, pues no quiero incurrir en nada que desagrade a los censores. No, lo que voy a hacer es construir esas ciudades para que me den rentas; una labor que no empaña la dignidad senatorial.

—Y muy loable —dijo Silo con ironía—. Supongo que las situarás a la orilla de ríos caudalosos y cerca de los bosques.

—Elegiré emplazamientos cerca de ríos navegables —contestó Cepio.

—Los galos son buenos herreros —comentó Druso.

—Pero no están debidamente organizados para prosperar —dijo Cepio con alarde de enterado, actitud que últimamente comenzaba a prodigar—. Cuando los organice yo, producirán mucho más.

—El comercio es tu fuerte, Quinto Servilio, no me cabe duda —dijo Silo—. Deberías abandonar el Senado y hacerte caballero, así podrías ser dueño de las fundiciones y de las manufacturas de carbón.

—¿Y tratar con la gente? —replicó Cepio aterrado—. ¡No, no, que lo hagan otros!

—¿Y piensas ir tú mismo a cobrar las rentas? —inquirió Silo taimado, bajando la vista al suelo.

—¡Ni mucho menos! —exclamó Cepio, mordiendo el anzuelo—. Voy a crear en Placentia una empresa de agentes que se ocupe de todo. Quizá se considere permisible que tu prima Aurelia cobre directamente las rentas, Marco Livio —añadió, dirigiéndose a Druso—, pero yo lo considero de mal gusto.

Hubo una época en que el simple nombre de Aurelia hacía que a Druso se le encogiera el corazón, pues había sido uno de sus más fieles pretendientes, pero ahora, apaciguado con el amor por su esposa, sonreía al oírlo.

—Es imposible medir a Aurelia con parámetros corrientes —contestó, sonriendo despreocupadamente a su cuñado—. Para mí es una mujer de un gusto sin tacha.

La conversación la habían seguido las mujeres sentadas en sus sillas sin intervenir para nada, no porque no tuviesen nada que decir, sino porque nadie las animaba a hacerlo; estaban acostumbradas a permanecer sentadas y calladas.

Al acabar la cena, Livia Drusa se excusó, con el pretexto de una tarea inaplazable, y dejó a su cuñada Servilia Cepionis en el cuarto de los niños con el pequeño Druso Nerón. La noche era muy oscura y hacía frío, y Livia Drusa pidió a un criado que le trajera un manto, con el que se cubrió, y cruzó al
atrium
hasta la logia, donde nadie pensaría en buscarla y podría disfrutar de una hora de tranquilidad. Sola. Maravillosamente sola.

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