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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (57 page)

BOOK: La corona de hierba
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Cuando, dos horas más tarde, regresó Elia, fue a su despacho a escribir una carta a Metrobio.

Ha muerto mi hijo. La última vez que estuviste en casa murió mi esposa. Dada tu profesión, deberías ser heraldo de alegría, el
deus ex machina
de la obra, pero eres la figura velada, precursora del dolor.

No vuelvas nunca a mi casa. Ahora comprendo que mi patrona Fortuna no consiente rivales, pues yo te he amado con el mismo tesón interno que ella considera exclusivamente suyo. Te había entronizado como un ídolo y para mí has sido la encarnación del amor perfecto. Pero ella lo exige para sí, y ella es hembra, el principio y el fin de todo hombre.

Si llega el día en que la Fortuna rompa conmigo, te llamaré. Hasta ese día, nada. Mí hijo era un buen hijo, un muchacho como es debido. Un romano. Ahora ha muerto y estoy solo. No te quiero.

La selló cuidadosamente, llamó al mayordomo y le dio instrucciones para hacerla llegar al destinatario. Luego se quedó mirando la pared en la que —¡qué extraña era la vida!— estaba representado Aquiles junto a un féretro, sosteniendo a Patroclo en sus brazos. Influido, con toda evidencia, por las máscaras trágicas de las grandes obras, el artista había plasmado un rictus de exagerada agonía en el rostro de Aquiles, que a Sila le pareció un grave error, una interpretación de un dolor íntimo incompatible con la policromía del fresco. Dio unas palmadas, y cuando entró el mayordomo, le dijo:

—Haz que mañana quiten esa pintura.

—Lucio Cornelio, han venido los enterradores. El
lectus funebris
está dispuesto en el
atrium
para que vuestro hijo yazga de cuerpo presente —dijo el mayordomo, lloroso.

Sila examinó el féretro, que era una caja de preciosa talla dorada, forrada de negro con almohadones negros, y asintió con la cabeza. El mismo tomó el cadáver de su hijo, con los primeros indicios del rigor mortis, y lo colocó sentado, apoyado en los almohadones. Estaría en el
atrium
hasta que ocho sepultureros vestidos de negro llevaran en procesión funeraria el lecho mortuorio, que colocaron con la cabecera del lado de la puerta del jardín y los pies del lado de la puerta de salida, adornada por fuera con ramas de ciprés.

Al tercer día se celebró el entierro del joven Sila. Como deferencia hacia quien había sido
praetor urbanus
y con toda probabilidad iba a ser cónsul, se suspendieron los asuntos públicos en el Foro y todos los que habían acudido a él aguardaron la llegada del cortejo, vestidos con la
toga pulla
, la toga de luto. A causa de los carros, el séquito que partió de la casa de Sila discurrió por el Clivus Victoríae hacia el Velabrum, giró en el Vicus Tuscus y entró en el Foro romano por entre el templo de Cástor y Pólux y la basílica Sempronia. Lo encabezaban dos sepultureros con togas negras, seguían los músicos vestidos de negro, tocando clarines militares, cuernos curvados y flautas hechas con tibias de enemigos de Roma muertos en el campo de batalla. Los cantos mortuorios eran solemnes, con poca melodía y sin gracia. Acompañaban a los músicos las mujeres ataviadas de negro que se ganaban la vida como plañideras, profiriendo sus lamentos, dándose golpes al pecho y llorando a lágrima viva. Las seguía un grupo de danzarines, que evolucionaban y giraban en movimientos rituales más antiguos que la propia Roma, ondeando ramas de ciprés. Después de éstos venían los actores portando las cinco máscaras de cera de los antepasados de Sila, cada una de ellas montada en un carro negro tirado por dos caballos también negros. El féretro iba al final, portado en alto por ocho libertos vestidos de negro, que habían sido esclavos de Clitumna, madrastra de Sila, y que se habían incorporado a la clientela de éste al recibir la libertad en el testamento. Sila caminaba detrás del
lectus funebris
, con la toga negra cubriéndose la cabeza y acompañado de su sobrino Lucio Nonio y de Cayo Mario, Sexto Julio César, Quinto Lutacio César y sus dos hermanos, Lucio Julio César y Cayo Julio César Estrabón, todos con la cabeza velada; detrás de ellos caminaban las mujeres, vestidas de negro pero con la cabeza descubierta y el cabello desbaratado.

Ante la tribuna de los
rostra
, plañideras, músicos y sepultureros se agruparon debajo del muro trasero del Foro, mientras los empleados de la funeraria ayudaban a los actores que portaban las máscaras a subir los escalones de la tribuna y los acomodaban en sillas curules de marfil. Vestían la toga bordada de púrpura, como convenía al rango de los antepasados de Sila, y el que representaba al Sila que había sido
flamen dialis
iba revestido con el atuendo sacerdotal. Colocaron el féretro en la tribuna, y los familiares del difunto —salvo Lucio Nonio y Elia, vinculados en cierto modo a la casa de los Julios— ascendieron la escalinata para escuchar el elogio. Fue el propio Sila quien lo pronunció, y fue muy breve.

—Hoy entierro a mi único hijo —dijo ante la silenciosa multitud que se había congregado—. Era miembro de la
gens
Cornelia, de una rama con antigüedad de más de doscientos años, en la que ha habido cónsules y sacerdotes, hombres de gran honorabilidad. En diciembre se habría hecho un Cornelio adulto, pero no ha sido así. Al morir contaba casi quince años.

Se volvió a mirar a los familiares y al joven Mario, con toga negra y la cabeza cubierta por el velo, pues ya usaba la toga viril; por su nueva condición le correspondía estar muy alejado de Cornelia Sila, quien le miraba apenada, con el rostro contusionado. También estaban Aurelia y Julia, pero mientras que Julia lloraba y sostenía a Elia, Aurelia permanecía erguida e impasible, con aire severo más que afligido.

—Mi hijo era un muchacho estupendo, muy querido y atento. Su madre murió cuando era muy pequeño, pero su madrastra ha sido una auténtica madre para él. Si hubiera vivido habría sido el idóneo heredero de una casa noble patricia, pues era educado, inteligente, perspicaz y valiente. Cuando viajé a Oriente para entrevistarme con los reyes del Ponto y de Armenia, me acompañó sin temor a los peligros que implica andar por tierras extranjeras. Fue testigo de mi entrevista con los embajadores partos y hubiese sido el más indicado de su generación para que Roma le hubiese enviado a tratar con ellos. Fue mi mejor compañero y mi más leal partidario. Roma pierde tanto como mi familia. Le entierro con gran cariño y profunda pena y os ofrezco gladiadores en los juegos funerarios.

La ceremonia de los
rostra
concluyó, todos se levantaron y el cortejo reemprendió el camino hacia la puerta Capena, pues Sila había comprado una tumba para su hijo en la Via Appia, donde se hallaban enterrados la mayor parte de los Cornelios. En la puerta de la tumba fue él quien levantó al hijo del ataúd y lo depositó dentro de un sarcófago de mármol montado sobre tablones deslizantes; cerraron la tapa y los libertos que habían transportado el féretro lo empujaron hacia la tumba y quitaron los tablones. Sila cerró la gran puerta de bronce, cerrando así mismo algo de su ser. Su hijo había muerto y ya nada volvería a ser igual.

Varios días después del entierro del hijo de Sila se aprobaba la
lex Livia agraria
. Fue presentada a la Asamblea plebeya con el sello de aprobación del Senado, pese a la terca oposición de Cepio y Vario y tuvo una inesperada resistencia en los
Comitia
. Algo con lo que no había contado Druso era la oposición de los itálicos, pero estaba harto de oposición por parte de los mismos. Aunque las tierras en cuestión no eran suyas, las tierras colindantes al
ager publicus
romano eran en su mayoría itálicas y la agrimensión había dejado mucho que desear. Muchos mojones divisorios los habían cambiado subrepticiamente, incorporando a fincas de itálicos tierras que no les correspondían. Ahora había que proceder a una prospección a gran escala para parcelar las tierras públicas en trozos de diez
iugera
y corregir las discrepancias. Las tierras públicas de Etruria eran las más afectadas, probablemente porque Cayo Mario era uno de los mayores propietarios de
latifundia
en la región, y a Cayo Mario le importaba poco que sus vecinos itálicos sisaran tierras al Estado romano. También se produjeron agitaciones en Umbría, mientras que en Campania apenas hubo protestas.

Sin embargo, Druso quedó encantado y escribió a Silo en Marruvium que todo iba de maravilla; Escauro, Mario e incluso Catulo César habían quedado impresionados por la argumentación de Druso en cuanto al
ager publicus
y consiguieron convencer al segundo cónsul Filipo para que no hiciese nada. Nadie pudo hacer callar a Cepio, pero sus protestas cayeron casi todas en oídos sordos, debido en parte a su escaso arte oratorio y también a una eficaz campaña de rumores a propósito de los que heredaban ingentes cantidades de oro, y en Roma nadie podría perdonar semejante cosa a los Servilios Cepionis.

Así que te ruego, Quinto Popedio, que veas qué puedes hacer para persuadir a las gentes de Etruria y Umbría para que cesen en sus quejas. Lo que menos necesito son protestas de los propietarios de las tierras que quiero parcelar.

La respuesta de Silo no fue nada halagüeña.

Lamentablemente, Marco Livio, poca influencia tengo en Umbría y en Etruria. Ya sabes que allí la gente es muy rara, convencida de su autonomía y harta de los marsos. Debes estar preparado para dos incidentes. Uno se rumorea ya bastante en el Norte; el otro me ha llegado por pura casualidad, y es el que más me preocupa.

Veamos el primer incidente. Los mayores propietarios de Etruria y Umbría piensan acudir en comandita a Roma para protestar por la parcelación del ager publicus romano. Alegan (naturalmente no van a admitir que han falseado los límites) que el ager publicus romano de Etruria y Umbría tiene una existencia tan antigua que ha alterado la economía y la incidencia de población, y que aceptar un aluvión de pequeños propietarios sería la ruina de Etruria y Umbría. Argumentan que en las ciudades no hay la clase de tiendas y mercados donde compran los pequeños propietarios, ya que las tiendas se han convertido en almacenes, dado que los latifundistas y los capataces compran a granel. Alegan también que los dueños de los latifundia libertarán a los esclavos sin preocuparse de las consecuencias; con lo cual miles de libertos merodearán por esas regiones causando disturbios y robando. Por consiguiente, dicen, deben ser Etruria y Umbría quienes promulguen el decreto para enviar a estos esclavos a sus lugares de origen. Etcétera, etcétera. ¡Prepárate para recibir a la delegación!

El segundo incidente puede resultar más peligroso. Algunos de nuestros samnitas más exaltados han pensado que no hay esperanzas de obtener la ciudadanía ni llegar a la paz con Roma, y quieren demostrar su gran descontento durante la celebración de las fiestas de Júpiter Latiaris en el monte Albano asesinando a los cónsules Sexto César y Filipo. El plan está perfectamente preparado y se prevé que caigan sobre ellos en suficiente número a su regreso de Bovillae a Roma.

Mejor será que hagas cuanto esté en tu mano para apaciguar a los terratenientes de Etruria y Umbría y desbaratar el intento de asesinato. Una noticia más halagüeña es que a todos los que les he planteado lo del juramento de clientela han reaccionado muy bien. El número de potenciales clientes de Marco Livio Druso crece cada vez más.

¡Al menos eso era una buena noticia! Con el ceño fruncido, Druso pasó a reflexionar sobre aspectos menos atractivos de la carta de Silo. En el asunto de los itálicos de Etruria y Umbría poco podía hacer, salvo redactar un discurso que causara impacto en el Foro cuando se presentasen. Y en cuanto al plan para asesinar a los cónsules, no le quedaba más remedio que prevenirlos, pero ellos le instarían a que les dijese la fuente de información y no les satisfarían respuestas evasivas; sobre todo a Filipo.

Por consiguiente, decidió ir a ver a Sexto César en lugar de a Filipo y no ocultarle quién se lo había dicho.

—He tenido carta de mi amigo Quinto Popedio Silo, el marso de Marruvium —le dijo—, y parece que una banda de descontentos samnitas han decidido que la única manera de que Roma entre en razón respecto al asunto de la ciudadanía para todos los itálicos es demostrarle su profunda determinación… mediante la violencia. A ti y a Lucio Marcio os atacará un grupo numeroso y bien armado de samnitas en la Via Appia, entre Bovillae y Roma, a vuestro regreso de las fiestas latinas.

Sexto César no tenía uno de sus mejores días: las sibilancias respiratorias le traían de cabeza y tenía los labios y los lóbulos de las orejas levemente amoratados. Pero estaba acostumbrado a su mal, y pese a él había logrado alcanzar el consulado antes que su primo Lucio César, que había sido pretor antes que él.

—Os concederé un voto de gratitud de la Cámara, Marco Livio —dijo el primer cónsul— y me encargaré de que el príncipe del Senado escriba a Quinto Popedio Silo dándole las gracias en nombre de la Cámara.

—¡Sexto Julio, te agradecería que no lo hagas! —se apresuró a decir Druso—. ¿No sería mejor no decir nada a nadie, disponer de unas buenas cohortes de tropas de Capua y tratar de hacer caer a los samnitas en una trampa, capturándolos luego? Si no, sabrán que se ha descubierto la conjura y no se moverán; y tu colega Lucio Marcio creerá que nunca ha existido. Para salvaguardar mi reputación, prefiero que detengáis a los descontentos samnitas. Así daremos a los itálicos una lección, flagelando y ajusticiando a los insurrectos, para que vean que con la violencia no van a ninguna parte.

—Tienes razón, Marco Livio, así lo haremos —dijo Sexto Julio César.

Y así, con la perspectiva de la delegación de protesta de los itálicos y el plan de asesinato de los descontentos, Druso siguió trabajando. Llegaron los de Etruria y Umbría, afortunadamente con tales humos y pretensiones que irritaron a gentes que les habrían dado su apoyo; fueron despedidos sin haberse granjeado muchas simpatías. Sexto César hizo exactamente lo que Druso le había dicho, y cuando los samnitas atacaron al pacífico séquito en las afueras de Bovillae, las cohortes de legionarios, escondidas detrás de las tumbas de la Via Appia, cayeron sobre ellos, matando a algunos en la lucha; los prisioneros fueron flagelados y ejecutados.

Lo que más preocupaba a Druso era el hecho de que su
lex agraria
se había aprobado con la condición de que a todos los ciudadanos romanos se les asignaran diez
iugera
de las tierras públicas. El Senado y el resto de la primera clase eran los primeros que iban a recibir las parcelas, y los proletarios del
capite censi
los últimos. Aunque se había dicho que existían millones de
iugera
de tierras públicas en Italia, Druso dudaba de que cuando llegase el momento del reparto a los del censo por cabezas quedase mucha tierra. Como nadie ignoraba, no era conveniente ganarse la animosidad de los del censo por cabezas, por lo que habría que darles otra compensación que no fuesen tierras. Y sólo era posible una: grano público a precio módico estable durante las épocas de carestía. ¡Ah, qué batalla en el Senado supondría presentar una
lex frumentaria
que garantizase el abastecimiento permanente de trigo barato a los del censo por cabezas!

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