Hasta la más pobre y desordenada de las chozas con suelo de tierra y perros merodeando en los rincones tenía cierto orden y sentido de la permanencia en comparación con la vida de Luzia en las tierras áridas. En cada una de esas chozas había un robusto pilar de madera para pisar maíz seco y granos de café para moler. Había ganchos encima de la cocina para curar carne. Había sillas, cunas y hamacas de soga de caroa; objetos todos ellos que pasaban de madres a hijas, cosas que Luzia no podía nunca llevar a través de la maleza. La Costurera poseía bolsos bordados, joyas y una pistola, pero no tenía un hogar.
Al principio, la envidia de Luzia era pequeña, una especie de desazón. Con el tiempo creció. Una sensación de náusea en la boca del estómago aparecía cada vez que entraba en una casa, poniéndola de mal humor para el resto del día. Se avergonzaba de esos celos y nunca hablaba de ellos. Simplemente evitaba las casas. Antonio interpretó su aversión por los espacios cerrados como amor por los espacios abiertos, por las tierras áridas en sí mismas. Y lo aprobaba.
—Tú tienes la mejor casa que puede tener cualquier mujer —le dijo una vez, recogiéndole los cabellos sueltos por detrás de las orejas.
Su casa era vasta. Ríos, y no paredes, dividían sus diversos espacios. En la temporada seca, su techo era tan azul como la cerámica vidriada que se vendía cerca de las orillas del San Francisco. Durante los meses lluviosos su techo se volvía gris, con brillantes estallidos de relámpagos. La cocina de Luzia estaba bien provista de cabras, armadillos, conejos silvestres y palomas rolinha. Su mobiliario era robusto: las rocas pequeñas eran buenos asientos, los árboles juazeiro, siempre verdes, daban muy buena sombra y las formaciones rocosas que se elevaban, redondas y enormes como jorobas de bestias dormidas, eran buenos armarios para guardar municiones y suministros en sus hendiduras, o para enterrarlos junto a ellas.
Éstas eran las cosas que Antonio le susurraba a Luzia cuando estaban solos. Por la mañana, antes de que saliera el sol, la despertaba y la llevaba lejos del campamento. Ella lo seguía en aquella semioscuridad temprana del amanecer. Esperaba a que él limpiara un lugar para los dos en el suelo. Con frecuencia la arena invadía la manta, se les metía en el pelo, recorría su piel. Las hormigas, también. El aire de la mañana era frío. Temblaban y se mantenían uno muy cerca del otro. No podían ser demasiado ruidosos, pues los hombres podrían escucharlos. No podían moverse con demasiada libertad en una dirección u otra, pues los cactus y las ortigas podrían herirles la piel. A veces Luzia temía que hubiera serpientes o jabalíes de largos colmillos. Entonces se abrazaba a Antonio con más fuerza.
El dolor de su primera vez había desaparecido para ser reemplazado por la urgencia, el deseo. Con frecuencia, Antonio iba muy rápido —demasiado rápido— y su cuerpo tomaba el mando muy pronto, su mirada se perdía en la lejanía. Al principio, Luzia se enfadaba con él, porque se iba a algún lugar remoto y la dejaba allí, sobre aquella manta con arena. Luego sentía cómo él se estremecía. La miraba con los ojos muy abiertos. «¡Luzia!», exclamaba con voz urgente e implorante. Luzia sentía un repentino y embriagador orgullo. Este era el hombre al que la gente consideraba un demonio. Era el Halcón, dócil entre sus manos. En ese momento, ella lo poseía. Y como cualquier persona que ha logrado dominar algo salvaje, la joven estaba a la vez encantada y asustada.
Ella nunca iba a admitir su miedo, pero estaba ahí, como la entretela oculta detrás de la tela de la chaqueta de un caballero. La entretela era el elemento áspero e invisible que daba forma a toda la prenda. Con sus hombres, Antonio era un capitán arrogante y temperamental. Cuando entraba en pueblos y ranchos, era, el inmutable Halcón. Con Luzia, era el Antonio apacible, casi sensible, solícito. Era fácil sentir afecto por ese hombre. Sin embargo algunas noches, cuando el suelo debajo de la manta era demasiado áspero o el aire de la noche demasiado frío, o su brazo lisiado le dolía y la mantenía despierta, Luzia observaba la espalda encorvada de Antonio, sus hombros endurecidos y su pelo largo y se preguntaba: «¿Si él, además de Antonio, no fuera también el Halcón, lo amaría yo?».
Su segundo embarazo fue diferente desde el principio. No sintió antojo de naranjas. No hizo que Luzia se sintiera cansada o tuviera náuseas. El feto estaba tranquilo. Era un niño concebido en los meses lluviosos, cuando todo florecía. Por la noche, Luzia creía que notaba cómo se movía en su vientre, como una polilla. Las noches eran frías y húmedas. Luzia se arrebujaba debajo de la manta. Se abrigaba con dos chaquetas. Rezaba a Nuestra Señora del Buen Parto. El niño no podía tener antojo de nada, porque Luzia no le daba la menor oportunidad. Bebía leche de cabra todos los días. Chupaba trozos dulces de melaza. En los pueblos de montaña, devoraba la carnosa y amarilla parte interior del fruto del árbol del pan. Comía todo cuanto encontraba.
A pesar de los esfuerzos de Luzia, el niño la abandonó. A la primera señal de calambres, se detuvieron en la casa de una plantación.
La esposa del granjero le cedió su cama a Luzia. Aplicó paños mojados en la frente de la embarazada. Antonio se paseaba de un lado a otro delante de la puerta. Cuando Luzia finalmente se levantó, vestida con unos pantalones de repuesto, Antonio la estaba esperando.
—Es mejor así. —El Halcón sacudía la cabeza como si ahuyentara otros pensamientos—. Los cangaceiros no deben tener bebés. Son una carga.
Antonio nunca la había golpeado. Nunca le había gritado, ni le había apretado la mano con demasiada fuerza, ni la había empujado. En este sentido, Luzia se dijo que era una esposa afortunada. Sin embargo, sintió que algo se endurecía dentro de ella, como la melaza tibia que se echaba en recipientes de madera y se ponía al fresco de la noche para que se solidificara y convertirla en rapadura.
Después de perder a su segundo niño, bebía infusión de corteza de quixabeira todos los días y tragaba todos los meses un pequeño perdigón de plomo, de los que usan los niños en sus armas de aire comprimido para matar palomas, con el fin de evitar otro embarazo. Empezó a competir con los hombres en los concursos de puntería. Luzia escogió un arma del montón de viejos rifles «panza amarilla» y otras armas que habían robado. A diferencia de los cangaceiros, odiaba las escopetas, con sus gruesos y pesados cañones y sus toscos proyectiles grandes que se dispersaban por todos lados. Los cangaceiros preferían los Winchester, pero también elegían escopetas. Los tiros de estas armas no eran limpios, pero rara vez fallaban.
—Hay que hacer agujeros hondos —aconsejaba Baiano—. Si uno no puede ir muy adentro, entonces cuanto más, mejor. Hacen que la sangre salga y entre el aire.
Al principio, Luzia nunca apuntaba a un blanco humano. En las competiciones de tiro, practicaban sobre los árboles, latas de conserva o de queroseno y botellas vacías. Para estos blancos Luzia prefería la exactitud de una pistola o de un rifle de cañón largo. Copiaba los métodos de los hombres. Se echaba sobre el vientre y apoyaba el arma sobre una roca para mantener el pulso firme. Al anochecer, cuando había demasiada oscuridad para bordar, Luzia se unía al grupo de hombres para limpiar sus armas. Las armas eran algo valioso. A Antonio le enfadaba ver armas oxidadas o sucias, inutilizadas por el descuido de su portador.
—¡Vosotros recortáis las pezuñas a las cabras! ¡Bañáis a un buen caballo! Entonces, ¿por qué no hacéis lo mismo con vuestras armas? —exclamaba Antonio con frecuencia. Cuando limpiaban las armas, los hombres no hablaban. Sólo se oían los ruidos de los cargadores, el tintineo de las balas y el susurro de los hombres utilizando un trapo o una lata de brillantina. Usaban varillas envueltas en paños suaves para el interior de cada uno de los agujeros de la recámara y los cañones. A Baiano le gustaba engrasar el gatillo con una pequeña cantidad de brillantina.
No pasó mucho tiempo antes de que Luzia ganara todas las competiciones de puntería. Antonio y los hombres —incluido Orejita— elogiaban su precisión. Se maravillaban ante la puntería de Luzia, pero felicitaban siempre al cangaceiro que quedaba en segundo lugar. Los triunfos de Luzia no eran considerados verdaderos, porque nunca había disparado a un hombre. Unos pocos meses después de la revolución, esto cambió. Los cangaceiros regresaron al rancho del coronel Clovis Lucena para tomarse su venganza. Allí, Luzia apuntó a su primer blanco humano. El hijo del coronel, Marcos, se había casado y había dejado a su flamante esposa en la ciudad costera de Salvador; la perfecta puntería de Luzia la dejó viuda.
Después de su primera muerte, disparar se volvió fácil para Luzia. Cuando atacaban la casa de un coronel hostil o cuando sorprendían a un grupo de funcionarios del Partido Azul que huía, Luzia y los demás tiradores primero se escondían en las puertas o detrás de los troncos de los árboles. Al principio, cuando apuntaba con la mira del cañón de su arma, Luzia pensaba que sus disparos iban a provocar en los hombres en los que hiciera blanco una sacudida brusca, un espasmo de sus extremidades. Pero ellos no reaccionaban así. Sólo los disparos poco precisos tenían esos efectos. Si una bala alcanzaba una articulación, o un hueso de la cadera, o rozaba la piel del blanco, volaban hacia atrás y a veces se estremecían o eran presa de convulsiones. Esto era peligroso. Como le gustaba decir a Baiano, incluso después de un disparo mortal un hombre podía vivir diez segundos, y diez segundos eran suficientes como para responder con otro disparo. Así que Luzia sólo quería tiros precisos. Aprendió a apuntar a la cabeza, el cuello y, dado que los órganos vitales estaban más arriba en el cuerpo de lo que ella había imaginado, apuntaba entre las axilas y no más abajo. Dar en el blanco se convirtió en algo placentero. Esto la asustó. De una forma contradictoria, se sentía a la vez bien dispuesta y renuente a seguir disparando, orgullosa y arrepentida, enfadada y asustada.
A principios de 1932, cuando capturaron a los cartógrafos, a pesar de las precauciones que había tomado Luzia, estaba embarazada por tercera vez. Disparar con precisión se volvió aún más importante para ella; de pronto tenía dos vidas que defender en lugar de una. Todos los días esperaba el conocido calambre y la temida expulsión, pero no se produjo. A pesar del calor, de las interminables caminatas y del agua turbia que bebía, el niño seguía allí. Esta presencia hizo comprender a Luzia las implicaciones de algo que Antonio le había dicho una vez: la vida de un cangaceiro era como un globo de fuego, nacido para arder con brillo y morir rápidamente. Tal era la razón por la que los hombres se aferraban a sus colgantes de oro, sus anillos, sus bolsas bordadas y sus prismáticos de bronce, porque en el fondo sabían que esos objetos durarían más que todos ellos. A diferencia de sus pertenencias, el niño de Luzia era un peso viviente. Estaba decidida a que durara más que ella.
Luzia prefería la compañía del cartógrafo más viejo. Al mediodía, mientras el grupo se amontonaba en las escasas sombras y esperaba a que el sol bajara, la joven desplegó el mapa con el que se había quedado y lo puso delante del topógrafo. Él le enseñó a leerlo. Ella sólo había visto los mapas grandes y coloridos de la escuela del padre Otto; éste era diferente. Estaba dibujado en tinta negra y minuciosamente medido, con signos de más y menos para los niveles del terreno. Luzia le pidió al cartógrafo que le mostrara la ubicación de Taquaritinga, Recife y el Chico Viejo. Algunos de los cangaceiros se apelotonaron alrededor de ellos, intrigados. El cartógrafo más joven fruncía el ceño ante las preguntas de los hombres. Antonio también observaba las lecciones, pero nunca participaba. No le gustaban los mapas. Desconfiaba de todo lo que tuviera que ser escrito en lugar de guardado en la memoria.
Después de capturar a los cartógrafos, habían enviado un telegrama a la redacción del
Diario de Pernambuco
. Exigían un rescate de doscientos contos, es decir, doscientos millones de reales a cambio de los cartógrafos. Antonio insistió en que había que empezar pidiendo mucho. Dijo que iba a ser como regatear en el mercado semanal. El gobierno de Gomes intentaría que bajaran la cifra. Luzia esperaba no tener que rebajar mucho el precio del rescate. Con esa cantidad, incluso si la recibían íntegra, sólo se podría comprar una propiedad pequeña sobre el río San Francisco. De todas maneras, pensó, poseer legalmente un pequeño terreno era mejor que no tener nada en absoluto.
Antonio le había dictado la exigencia del pago a un tembloroso empleado de telégrafos, que se secaba con un trapo el sudor de los dedos antes de transmitir cada palabra. En el mensaje, Luzia y Antonio no especificaban los detalles del pago del rescate ni las condiciones del intercambio. Primero querían una respuesta del Instituto Nacional de Caminos: si pretendían o no salvar a sus cartógrafos. En el telegrama, exigían que publicaran su respuesta en el
Diario
. Y por si acaso Luzia y Antonio no podían encontrar el periódico con suficiente celeridad en las tierras áridas, también exigían que los funcionarios del Instituto enviaran telegramas a todas las estaciones más importantes del estado con su respuesta. De esta manera, dijo Antonio alegremente, nadie podría localizar con precisión la ubicación de los cangaceiros y, lo que era más importante, el Instituto de Caminos se vería forzado a acceder. Si decían que no, por el periódico y por los telegramas distribuidos por todas partes, todos iban a saber que no habían tratado de salvar a sus propios hombres. Los cangaceiros obligarían a pagar, por pura vergüenza, al Instituto de Caminos de Gomes.
Mientras Antonio pensaba sólo en la repercusión pública que causaría el secuestro, Luzia cavilaba sobre el próximo telegrama. Todas las noches se acostaba sobre sus mantas llenas de arena y redactaba el mensaje en su cabeza. Si el Instituto de Caminos accedía a sus exigencias, tendrían que tener decidido el punto de intercambio. El gobierno de Gomes perfectamente podía enviar tropas en lugar de dinero, de modo que los cangaceiros tenían que planificar con sumo cuidado el intercambio. No podían caer en una trampa. Luzia pensó en dejar a los cartógrafos en un lugar y recibir el dinero en otro, para tratar de desviar la atención del rescate. Tal vez alguno de sus leales colaboradores, cualquier campesino, podía ser usado para recoger el dinero. Cuando Luzia le contaba sus ideas a Antonio, éste apenas la escuchaba. Quería encontrar los periódicos. Quería ver sus nombres impresos.