La costurera (93 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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—Siéntate —ordenó el doctor Duarte.

Emília obedeció. El ventilador siguió su giro y ya no le daba el aire. La atmósfera de la habitación de pronto pareció pesada y cálida.

—No voy a andar con rodeos —comenzó el doctor Duarte—. Degas tiene el hábito de visitarte a la hora de la comida, Emília. En tu taller, ¿verdad?

La voz de su suegro no tenía nada del tono afectuoso que generalmente usaba para hablar con ella. Era severo. El corazón de Emília latió con fuerza. Degas la miraba.

—Sí —respondió ella—. Me visita.

—¿Y qué es lo que coméis? ¿Aire? —soltó el doctor Duarte—. Nadie os ve en los restaurantes.

—Nos traen comida —explicó Degas.

—¿Dónde están los recibos? —quiso saber su padre—. Muéstramelos.

Degas bajó la vista.

—No los tengo.

—¡Pues bien! —gritó el doctor Duarte, golpeando su escritorio y sobresaltando a Emília—. ¡Coméis comida imaginaria en restaurantes imaginarios servidos por camareros imaginarios!

Miró directamente a su hijo. Se diría que bufaba. El aire entraba y salía con fuerza por su nariz.

—Hay cientos de policías militares patrullando por las calles ahora —continuó el doctor Duarte—. ¿Creías que nadie te iba a ver? ¿Creías que la ciudad está ciega?

Se detuvo. Las comisuras de sus labios estaban llenas de saliva. La secó con el dorso de la mano y miró a Emília.

—Estoy seguro, Emília, de que tú sólo estabas siendo leal a tu marido. Estoy seguro de que no has tenido nada que ver con sus escapadas. Una información desafortunada me ha llegado, Degas. Parece que tu amigo, el señor Chevalier, ha sido detenido en…, en… —El doctor Duarte se retorció sus gruesos dedos—. Hay cosas que no puedo decir delante de una dama. Lo único que puedo contarte es que hay un joven que estaba haciendo calle involucrado. Un pervertido. Y el señor Chevalier no ha dudado en dar tu nombre, Degas, calificándote como un querido amigo.

—¿Mi nombre? —dijo Degas poniéndose rojo—. ¡Así que soy culpable por asociación!

—¡No debe haber ninguna asociación con esos tipos! —espetó el doctor Duarte. Cerró los ojos y respiró hondo—. Le he pagado a la policía —continuó—. El joven de mala vida no abandonará la comisaría. Gracias a la Ley de Seguridad Nacional estará limpiando sus baños el resto de sus días. También he entregado la fianza para el señor Chevalier. Partirá para Río mañana. En barco.

El doctor Duarte cayó en su silla del escritorio con un ruido sordo, como si sus rodillas se hubieran aflojado.

—Hijo —dijo débilmente—, no hay nada que con disciplina y esfuerzo auténtico no se cure. No es irreversible. Es una debilidad mental. Te la curaremos. Hay una clínica en las afueras de Sao Paulo, el sanatorio Pinel. Se especializan en este tipo de cosas. El hijo de Fonseca fue allí no hace mucho tiempo. Volvió curado.

Degas empalideció. Emília recordaba a Rubem Fonseca. Tiempo atrás campeón de fútbol, bajo y robusto, del equipo de la facultad de Ingeniería, había regresado de su baja por enfermedad sin ningún interés por el deporte. En los bailes del Club Internacional, Rubem Fonseca se sentaba a una mesa alejada y fumaba cigarrillo tras cigarrillo, saludando a sus compañeros de mesa con la mirada baja y un débil apretón de manos.

—He hablado con el director —informó el doctor Duarte—. Tienen sitio para ti, Degas. Yo te acompañaré. Partiremos esta semana y diremos que se trata de un viaje de negocios. Te quedarás todo el tiempo que sea necesario; el doctor Loureiro ha dicho que la mayoría de los casos requieren dos meses. Le diré a tu madre que estás de viaje. Emília, irás de todas maneras a tu viaje a comprar telas. Las cosas deben continuar de la manera más normal posible… Doña Dulce no debe sospechar nada. Esto podría trastornar a tu madre, Degas. No acudas a ella en busca de ayuda. ¿Comprendes?

Degas asintió con un movimiento de la cabeza. Había arrugado el sombrero entre sus manos.

—Emília —dijo el doctor Duarte—, sé que es una información desagradable, pero debes escucharla. La gente hará preguntas y debes dar respuestas creíbles. Tú eres la guía moral de tu marido. Cuando regrese, te llevará a las cenas, al teatro, al cine. No te moverás de su lado. De esa manera no habrá ninguna recaída.

Emília asintió con la cabeza. El doctor Duarte los despidió con un movimiento de la mano, tras decir que tenía que comprar los pasajes e informar al sanatorio Pinel de su llegada. Emília y Degas salieron del estudio y subieron por las escaleras los dos juntos, como si su penitencia ya hubiera comenzado.

En mitad de la escalera, Degas tropezó. Emília lo agarró del brazo, temiendo que se desmayara y cayera rodando. Degas cerró los ojos. Lentamente, Emília lo ayudó a sentarse en las escaleras. Los peldaños recubiertos con mosaicos le resultaron fríos en la parte trasera de los muslos. Degas apoyó la frente contra el pasamanos de la escalera, empañando el bronce.

Emília sintió una mezcla confusa de emociones. Agradecía que la cólera de su suegro no estuviera dirigida contra ella; él no sospechaba que el viaje de Emília era una mentira. También se sentía justificada porque había tenido razón acerca de Chevalier —ciertamente era un canalla— y Degas había sido finalmente reprendido por su engaño. Pero luego recordó los ojos muertos del hijo de Fonseca y vio a Degas delante de ella, con su rostro sin color y las manos temblorosas. Emília no quería que él fuera castigado.

—Lo siento —dijo.

Degas le dirigió una sonrisa torcida.

—¿No crees que me vayan a curar?

—No lo sé.

—Pero esperas que así sea —espetó Degas—. Todos quieren que yo sea un hombre diferente.

Emília negó con la cabeza.

—No te conozco, Degas. ¿Cómo voy a querer que seas alguien diferente si apenas te comprendo ahora?

Degas se cubrió los ojos con las manos.

—Realmente no quería tanto a Chevalier —dijo—. Me resultaba útil, eso es todo. Nunca me he sentido indecente. Nunca he tenido que quedarme en las esquinas como un tonto, esperando a algún muchacho que estuviera haciendo la calle. Pero no quería a Chevalier, no realmente. No como a Felipe —La voz de Degas se entrecortó. Se chupó los labios, como si quisiera tragarse sus palabras.

—¡No quiero ser curado! —dijo con los dientes apretados—. No quiero estar sordo a estos sentimientos. He tenido momentos de verdadera felicidad, Emília. ¿Me comprendes?

Degas cogió las manos de ella entre las suyas, como si mendigara. Emília miró abajo, hacia las sombras más allá del barandal curvo, y se preguntó si alguien estaría escuchando. Nunca había sentido el amor físico de la manera en que Degas lo expresaba. Lo que había sentido hacía muchos años por el profesor Celio había sido un entusiasmo juvenil, nada más. Los únicos contactos físicos que había tenido habían sido con Luzia y con Expedito, y representaban un tipo diferente de amor. Emília retiró las manos.

—No —dijo Degas en voz muy baja—. No lo comprenderías. Yo te robé eso. Ojalá pudiera irme de este lugar. Ojalá estuviera enterrado con Felipe.

—No digas eso —reaccionó Emília.

—¿Sabes lo que hacen en esos sanatorios? Usan electricidad. Inyectan hormonas. Me matarán de una manera diferente. Volveré, pero estaré muerto.

Emília le cogió la mano.

—No vayas. No tienes que hacerlo.

—¿Qué puedo hacer? ¿Escapar? —Degas la miró a los ojos—. Escapar no es tan fácil como crees, Emília.

—Lo sé —aceptó ella, súbitamente molesta por la voz suave de Degas.

—¿Lo sabes? —preguntó Degas—. Prométeme que volverás después de ir a Maceió.

—¿Por qué?

—Promételo.

—No.

Degas se movió en el escalón. Sus rodillas chocaron contra las de ella.

—No existe esa tienda de telas, ¿verdad?

Emília se agarró al borde de la escalera. Trató de levantarse, pero Degas le puso el brazo sobre las piernas.

—¡Basta! —protestó Emília—. ¡Deja de comportarte como un egoísta! Si quisiera dejarte, me habría ido a Nueva York con Lindalva. Esto no tiene nada que ver contigo, Degas. Es algo más importante.

El brazo de Degas se desplomó sobre su regazo.

—¿Hasta qué punto es importante?

La joven contestó de forma indirecta.

—Tengo que evitar un gran desastre. ¿Qué habría pasado si hubieras podido evitar tu problema? —susurró Emília—. ¿No habrías preferido que alguien te hubiera advertido de antemano? Ahora todo sería distinto.

—Tal vez —respondió Degas—. Pero quizá yo quería que me descubrieran. Tal vez quería que todo terminara. —Degas se acercó más a Emília—. Las Bergmann están llegando —susurró—. No puedes detenerlas. Y ella tampoco.

—Puedo advertirla. Por lo menos sabrá que van a llegar.

Degas hizo un gesto de asentimiento.

—¿Cómo te encontrarás con ella?

—Eso no es asunto tuyo —respondió Emília, desconfiada—. Ella vendrá a mí.

—Es ese doctor —dijo Degas—. Te ha convencido de que vayas allí.

—Nadie me ha convencido.

—Suspende el viaje, Emília. Hazlo a través de los periódicos para que ella pueda leerlo. De esa manera él no podrá oponerse.

—No —insistió Emília, apartándose de Degas—. ¿Por qué?

—Te está utilizando. —Degas se pasó la mano por el pelo con brusquedad, como si tratara de quitarse un mal recuerdo de la cabeza—. ¿Recuerdas que en tu viejo pueblo Felipe tenía jaulas en su porche? Una vez me explicó de qué manera cazaba esas aves. Solía poner comida en las jaulas para atraerlos hacia dentro, pero pronto descubrieron ese truco. Entonces metía otro pájaro dentro. Le ataba las patas al travesaño de la jaula. Cualquier ave desde fuera, al ver otro pájaro allí, creía que era un lugar seguro. Y se metía dentro. No era la comida lo que los atraía, Emília. Era el otro pájaro.

Emília se alejó de Degas lo más que pudo. Apoyó la espalda contra la pared de la escalera, y su cabeza casi golpeó el pasamanos atornillado encima de ella. Degas hablaba de aves y jaulas porque pensaba que ella era demasiado simple, demasiado ingenua como para merecer una explicación verdadera. Pensaba que era fácil de engañar.

—El doctor Eronildes es un buen hombre —dijo Emília—. No nos pondría en peligro a mí ni a Expedito. Yo necesito su ayuda, no al contrario. Yo soy la que lo está utilizando a él.

—Mejor para el doctor Eronildes entonces —concedió Degas—. Tienes razón, no os pondrá en peligro ni a ti ni al niño: no te quiere a ti, la quiere a ella. Fijará una fecha falsa, y luego te enviará un telegrama a última hora. Dará alguna excusa para cancelar tu viaje. Suspenderá la reunión contigo, pero no con ella. Tu hermana pensará que va a encontrarse contigo y en cambio se encontrará con los soldados.

—¿Qué quieres decir? —se sobresaltó Emília—. ¿De qué te has enterado?

—De nada… —espetó Degas—. Es un borracho, Emília, y está desesperado. Es la razón por la que de pronto se muestra tan amistoso con mi padre.

—Vino a visitarnos a mí y a Expedito; usó al doctor Duarte como excusa. Y ha heredado bastante dinero. No tiene razones para estar desesperado.

Degas negó con la cabeza.

—El gobierno es dueño de los bancos, Emília. ¿Cómo conseguirá tu doctor que le paguen su herencia, a menos que coopere, a menos que les dé algo a cambio? ¡Todos saben que es un coiteiro! Igual que todo el mundo conoce mi… situación… y todos fingen no saber nada a causa de mi padre, pero esperan, algún día, usar eso a su favor. Es lo mismo, Emília. Si Eronildes se traslada a la costa, necesitará amigos. Ya no tiene familia. Su nombre no significa nada aquí. Si no coopera, su nombre será ensuciado. Nadie puede vivir en este lugar sin un buen nombre. Tú lo sabes tanto como yo.

Emília se puso de pie. Sentía las piernas pesadas y entumecidas. Se agarró del pasamanos para sostenerse.

—¿Por qué me dices esto? —preguntó—. ¿Por qué de repente quieres ayudarme?

Degas se encogió de hombros.

—Ya no me importa el trabajo de mi padre. A decir verdad, espero que nunca consiga sus valiosas cabezas. Espero que fracase.

Emília se agarró al pasamanos con más fuerza. Golpeó el muslo de Degas con la punta de su zapato, consiguiendo que levantara la vista para mirarla.

—Tú lo que esperas es que yo fracase —le dijo—. Quieres que yo me quede aquí y me sienta culpable, para así sufrir igual que tú. No salvaste a Felipe ni le advertiste de nada, y eso es culpa tuya. Pero yo voy a salvar…

La voz de Emília se cortó. Miró escaleras abajo; siempre había criadas ocultas en los pasillos de la casa de los Coelho y escuchando detrás de las puertas.

—A ti nunca te gustó el doctor porque a todos los demás les gustaba —continuó—. La gente no se fijaba en su vicio y sí se fijaba en el tuyo, por eso quieres denigrarlo. El doctor Eronildes ha sido siempre honrado conmigo, Degas. Tú no.

—¿Entonces no me crees? —preguntó Degas.

—No.

Degas se levantó.

—Tienes razón —dijo él—. Él se ganó tu confianza. Yo no. ¿Por qué ibas a escucharme? Era solamente una conjetura, de todas maneras.

Se inclinó dubitativamente, como si quisiera besarle la mejilla. Emília se apartó.

—Lo siento —dijo Degas, y continuó subiendo.

4

Aquella noche llovió. Enjambres de mosquitos gigantescos invadieron la casa de los Coelho. Doña Dulce los combatió encendiendo velas de hierba limón, lo que hacía que los pasillos y las habitaciones de la casa tuvieran un aspecto brumoso debido al humo. Cuando se metió en la cama, Emília sintió que las sábanas estaban húmedas y frías. Ese tipo de clima era raro para principios de diciembre; Emília colgó una hamaca en su habitación y se metió en ella, balanceándose suavemente. Observó a Expedito, que dormía. Éste apartó a patadas las sábanas de su camita y siguió durmiendo destapado debajo del mosquitero. Emília estaba intranquila, su cabeza estaba llena de dudas. ¿Tenía Degas razón respecto a Eronildes? ¿Sería ella el reclamo para capturar a la Costurera? Emília decidió hablar con Degas de nuevo, esta vez con calma, a la mañana siguiente.

Emília se despertó con el ruido del motor del Chrysler y el chirrido del portón de entrada. Se incorporó. El cielo estaba oscuro y la casa de los Coelho permanecía en silencio; los criados no habían empezado sus tareas. Fuera, la lluvia continuaba. A pesar de la tormenta, algunas aves anunciaron tímidamente la llegada del día.

Degas no estuvo presente a la hora del desayuno. Había dejado una nota diciendo que se había ido a su oficina en el centro de la ciudad para recoger algunas cosas que necesitaba para su próximo viaje. El doctor Duarte tenía los ojos hinchados y estaba malhumorado cuando leyó la nota. La lluvia distrajo a doña Dulce. El agua caía con fuerza salpicando incluso el interior de la casa, por lo que las criadas cerraron todas las puertas del patio. El aire de las habitaciones se volvió denso y húmedo.

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