La cruz de la perdición (29 page)

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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
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—Si el objeto es pequeño, en el dobladillo de una túnica; si es alargado pero plano, entre el mantel y el forro, y si es frágil o puede estropearse al doblarlo, bajo el forro del bonetillo.

Sin decir palabra, la nueva apoticaria le tendió el bonetillo malva de lana. Le pasó la túnica de cendal morado con mangas ajustadas a Hermione y ella se ocupó del mantel de lana gris forrado de cibelina. Plaisance, con la vista clavada en las vestimentas, les acercó el estilete con puño de plata que usaba para recortar el sobrante blanco de sus misivas a fin de ahorrar papel.

Mary de Baskerville se arrodilló y lo utilizó para descoser el forro. Mientras tanto, Hermione, que tanteaba con los dedos el dobladillo de la túnica, anunció con una mueca de decepción en los labios:

—A no ser que sea muy pequeño y fino, apostaría a que aquí no hay nada. En cualquier caso, noto… diría que arena. ¿Qué viene a hacer ahí?

Sin levantar la cabeza, Mary le tendió el puñal a Alexia antes de introducir sus manos entre la tela y la cibelina. De igual modo, la señora de Nilanay deshizo con delicadeza las costuras del forro de seda de la toca que se alargaba formando el barboquejo. Su corazón empezó a latir con fuerza. Susurró:

—Me parece que estoy rozando un trozo de papel que tampoco pinta nada aquí.

Todas se abalanzaron hacia ella. Con suma precaución, Alexia extrajo la larga tira de papel que debía de bordear toda la circunferencia interior del bonetillo. Alzándola, de modo que todas pudieran examinarla, preguntó titubeante:

—¿Una lista?

—En efecto —confirmó la señora de Baskerville. La apoticaria añadió con desdén—: ¡Dios santo, qué caligrafía tan vulgar! Es propia de una mujer de bajo linaje que habría aprendido a trazar letras floridas ya siendo mayor. Dudo que se tratara de un miembro de la nobleza. Veamos, ¿qué significarán estas iniciales y abreviaturas?

—Una de las últimas parece clara —dijo Hermione de Gonvray señalando con el dedo índice una especie de cruz alta—. La muerte.

Le siguió un silencio, roto por la abadesa:

—Entonces, el significado del resto irá en el mismo sentido.

—Seguramente tengáis razón, madre —convino Mary—. Con vuestro permiso, Hermione y yo vamos a retirarnos a la tranquilidad del
herbarium
a fin de elucidar el secreto. La señora de Nilanay puede unirse a nosotras si así lo desea —añadió con un toque de condescendencia.

—Primero querría saber qué es esa arena que he palpado antes —insistió Hermione de Gonvray, tomando el estilete de las manos de Alexia.

Descosió algunas puntadas y un polvo amarillo chillón llovió suavemente hacia el suelo. Hermione se agachó para coger una pizca y se la llevó a la nariz. Acto seguido, afirmó con voz opaca:

—Azufre.

—El diablo —dijo Plaisance tragando saliva.

—También se relaciona con la alquimia. El azufre es el principio activo que actúa sobre el mercurio inerte fecundándolo o matándolo. De la combinación de ambos se forma el cinabrio
[111]
, la droga de la inmortalidad, o de la supuesta inmortalidad —informó Mary de Baskerville—. En cualquier caso, la señora de Cerfaux no era alquimista.

—Por tanto, queda la primera posibilidad —concluyó Alexia—. Un pacto con el diablo.

Abadía de Dame-Marie,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

A
rnaldo de Villanueva observaba con repugnancia los tobillos del joven monje designado por el padre Jacques para ayudarlo en sus indagaciones. Encaramado a una escalera para acceder a las estanterías superiores de la biblioteca, con los brazos tendidos para alcanzar los rollos y pergaminos más antiguos, colocados en alto con el fin de evitar el roce dañino e incluso la humedad del aliento de los lectores, fray Anselme mascullaba entre dientes. El señor de Villanueva estudiaba la mugre que recubría los pies, los tobillos y la parte baja de las pantorrillas del joven, así como las venas abultadas de la piel, que evocaban las raíces superficiales de un árbol crecido en terreno hostil. Pese al frío dominante, sus carnes entecas y marchitas, reflejo de la dejadez, exhalaban un tufo a sudor ya seco, reavivado por la reciente transpiración del esfuerzo. Aquel olor rancio era más propio de una taberna que de un monasterio, donde las abluciones formaban parte de los ritos cotidianos. Por quinta vez desde que comenzara el inventario, Anselme repitió con su irritante voz de falsete:

—No desistamos, el catálogo es fiable, se actualiza de manera escrupulosa. Yo mismo soy uno de los que vela constantemente por que así sea.

—Estoy al tanto de ello; habéis tenido la amabilidad de recordármelo en repetidas ocasiones —replicó el señor de Villanueva.

—El único título que se puede corresponder a las iniciales que me habéis facilitado es
De contemptu mundi
, de Bernardus Morlacensis. ¡Magnífica obra! ¿Sabíais que se desconoce la procedencia exacta del autor? Se piensa que de la región de Morlaix, pero no se ha podido comprobar. Por ello le atribuyeron un nombre latino bastante vago. ¿No es indignante que sepamos tan poco de pensadores de esta talla? —se lamentó el joven.

—Sí, estoy de lo más disgustado —espetó el médico, cada vez más malhumorado—. Sería conveniente terminar antes del anochecer, hermano.

—Claro, claro… De todas formas, un trabajo bien hecho requiere tiempo y paciencia —se defendió su interlocutor.

—Andamos terriblemente escasos del primero; en cuanto a la segunda, en mi caso está llegando a su límite.

Arnaldo se recriminó. Era inútil tomarla con aquel joven que había pasado toda su vida en Dame-Marie con la nariz pegada a los libros y cuyas únicas desgracias habían sido encontrar una polilla aplastada entre dos páginas, una cagarruta de ratón —prueba de la voracidad de los roedores, atraídos por el cuero de las encuadernaciones— o una mancha verdusca de moho. ¿Qué podía saber aquel barbilampiño sobre el paso del tiempo, que por mucho que intentemos retener con todas nuestras fuerzas se nos resbala de las manos? Hay que haberlo visto discurrir durante largos años antes de tomar consciencia de él, antes de sentir la angustia de la urgencia. Hay que haber confundido retrasos con aplazamientos. Hay que darse cuenta un día de que las horas están contadas y son escasas. Arnaldo de Villanueva se encontraba en ese momento de la vida en que se constata que el tiempo avanza a pasos agigantados. En el fondo, lo único importante era que Dios le concediera la misma moratoria que a su enemigo. Después, el tiempo podría detenerse sin más. Al sabio le traería sin cuidado.

Desde lo alto, con la cabeza gacha para no golpearse con el techo, fray Anselme comentó con tono ácido:

—Maese doctor, hemos examinado todos y cada uno de los libros de la biblioteca dos veces. Y antes ya verificamos minuciosamente los tomados en préstamo por el hermano apoticario, el cual los conserva en el
herbarium
para que los manuscritos no sufran con el ajetreo de las idas y venidas. Así pues, la conclusión es evidente: la obra que buscamos no está en ninguno de los dos sitios. La única posibilidad es que haya ido a parar al
scriptorium
, obviamente para su copia o reparación; aunque es insólito que en el catálogo no figure la letra «S» junto al título. ¡Por mucho que lo repita cien veces, siempre hay a quien le trae al fresco y hace lo que le viene en gana! —resopló el monje exasperado.

Mientras el joven explicaba el motivo de su visita, el galeno observaba el absurdo dibujo formado por las manchas de tinta impregnadas en la madera. El rojo del minio de la tinta se mezclaba con el azul del lapislázuli, el verde de la malaquita y el dorado brillante de la savia de la celidonia, surcando las venas vegetales de tal forma que evocaban la piel de un animal de fábula. En el aire flotaba un olor a pescado
[112]
, a resina
[113]
y a esencia de clavo
[114]
.

Arnaldo de Villanueva estudió la cara de muñeco bonachón de Vivien Servan y su mirada afable, agrandada por las pesadas lentes que se resbalaban por el puente de su nariz. Mientras escuchaba al joven, fray Servan se apretaba las manos —otrora expertas en trazar letras capitulares— una contra otra, y sacaba la punta de la lengua en señal de total concentración: un anciano, feliz como un niño, cuya única pasión después de Dios habían sido siempre los libros.

Sin poder contenerse, y aun a riesgo de parecer grosero, el supervisor exclamó interrumpiendo a Anselme:

—Por supuesto. La obra en cuestión,
De contemptu mundi,
de Bernardus Morlacensis, se halla aquí. —Dirigiéndose al médico, precisó—: Por desgracia no se trata del original, sino de una copia muy fiel, realizada al poco de fallecer su autor. He de decir que el volumen (cuya sana virulencia nunca fue inapropiada y sus exhortaciones siempre virtuosas) tuvo un sonado éxito, y existe una buena veintena de ejemplares en el reino.

—¡Carape! Un éxito notable, en efecto —asintió Villanueva, conmovido por el amor que profesaba aquel hombre a los escritos, a los que mimaba como si fueran bebés.

Le vino a la memoria una cita de san Agustín: «Quien se pierde en su pasión, pierde menos que el que pierde la pasión».

Fray Anselme intervino con un tono de triste reproche, señalando el catálogo encuadernado que mantenía pegado a los muslos:

—Con todos mis respetos, hermano, ¿cómo es posible que en el catálogo no aparezca la letra «S» junto al título de la obra? Eso nos hubiera facilitado a todos su búsqueda. ¡Hemos puesto la biblioteca patas arriba dos veces, y el
herbarium
también! Y sin embargo, el comité encargado de inventariar y organizar nuestros fondos, del que tuve el honor de formar parte, insistió encarecidamente en el asunto de las referencias: «B» para las obras de la biblioteca, «H» para las prestadas al
herbarium
y «S» para las que se hallan en el
scriptorium
. Con esa falta de rigor, ¿cómo la íbamos a encontrar?

—Tenéis razón —respondió sorprendido el hermano Vivien—. Siempre seguimos dicho procedimiento, ya que esa clasificación nos parece sumamente eficaz.

—¡Pues esta vez no! No hay nada anotado junto al
«De contemptu mundi, de Bernardus Morlacensis»
—se quejó el joven abriendo la página incriminatoria y apuntando la infame ausencia con el dedo índice, cuya uña estaba tiznada de una roña negruzca y seca.

Tras unos instantes de titubeo, Vivien confesó:

—¡No lo entiendo!

—Pero, ¿os han traído dicha obra para su restauración? —intervino el señor de Villanueva.

—En efecto.

—Os ruego me aclaréis quién es el encargado de decidir si un manuscrito precisa ser reparado, limpiado o copiado.

—¡Pardiez!, pues eso depende. Por ejemplo, en otoño, yo mismo me ocupo de inspeccionar con frecuencia las estanterías de la biblioteca para cerciorarme de que los insectos no han estropeado ningún libro ni han aovado entre las páginas. Otras veces, son los hermanos los que, alarmados por el estado de un manuscrito, se lo comunican a nuestro padre, al hermano Anselme o a mí mismo.

—¿Os acordáis de a quién le confiasteis
De contemptu mundi?

—Claro que sí: al hermano Henri, que en paz descanse. ¡Qué horror! Rezo por su alma cada día. ¡Qué mano la suya! Única.

Arnaldo de Villanueva no realizó comentario alguno. El padre Jacques, como hombre avisado y, en definitiva, como político que era, se había mostrado parco en detalles acerca de la muerte del antiguo iluminador. Dame-Marie, al igual que el resto de congregaciones, no tenía la más mínima necesidad de conservar el recuerdo de un renegado, asesino indirecto y maldito. Ese era el precio de la paz y la cohesión. A fray Henri lo enterrarían, pues, en tierra sagrada con objeto de evitar el escándalo y las preguntas de rigor. Una decisión ciertamente poco grata, pero sabia.

—¿Está muy dañado el manuscrito? ¿Lo podemos consultar?

—Por supuesto, será un placer traéroslo —declaró el supervisor, levantándose del banco y acercándose a una librería—. Solo presenta unas manchas de moho en una esquina de la cubierta, en mi opinión ya antiguas y por tanto poco preocupantes. Si bien, el hermano Henri parecía sentir especial apego por esta obra extraordinaria y se ofreció a ocuparse de ella en persona. El pobre estaba tan apenado por no poder seguir sosteniendo la pluma que pensé que una labor menos complicada, como la restauración de una tapa, le haría mucho bien.

—Un gesto muy caritativo por vuestra parte —comentó el señor de Villanueva con sinceridad.

Desde el otro lado del
scriptorium
, de espaldas, fray Vivien lanzó con un tono divertido, aunque teñido de pena:

—La edad, maese doctor. La edad arrebata nuestros dones. Es una auténtica bofetada a nuestra presunción de creerlos eternos.

—Lo compruebo cada día, amigo mío —respondió Villanueva con complicidad—. Bah, la vida y la juventud no son más que empréstitos que nos concede Dios en Su infinita bondad. Somos unos necios por obstinarnos en creer que son regalos imperecederos.

—¡Cuánta razón! Aunque habréis de admitir que es una ilusión tentadora; no hay muchos que logren resistirse a ella.

—¡Y no seré yo el primero en hacerlo! —bromeó el anciano.

Aguardaron un rato mientras el hermano Vivien rebuscaba por las estanterías y las pilas de libros, subiéndose las gruesas lentes para descifrar los títulos.

—¡Ah, aquí lo tenemos! —exclamó el supervisor.

Villanueva cerró los ojos, reprimiendo un suspiro de alivio. Fray Vivien regresó sosteniendo a duras penas el pesado volumen. Anselme hizo el amago de cogerlo, pero una mirada disuasoria del galeno lo detuvo.

En un esfuerzo sobrehumano por controlar su nerviosismo, Arnaldo abrió el libro y se puso a hojearlo, recorriendo velozmente las líneas con la vista en busca de algún indicio. La euforia cedió paso a la frustración al advertir que habían cortado dos hojas con cuidado en el último tercio del libro. Inspiró profundamente, obligándose a mantener la calma y ordenando a sus manos que cesaran de temblar. En silencio, comenzó a leer el texto en latín, desde la parte inferior de la página precedente a la arrancada hasta el inicio de la que seguía. Los versos se encadenaban de manera coherente. En la mente de Villanueva se insinuó una sospecha: ¿acaso habrían añadido en la primera copia realizada dos folios que no guardaban relación alguna con el texto original? La obra databa del siglo XII, conque era muy posible que alguien hubiese efectuado una copia tras el asedio de Béziers, después de que le arrebataran la cruz a Arnau Amalric, el abad de Cîteaux. ¿Habría querido alguien dejar para la posteridad las indicaciones que permitirían localizar la cruz de la perdición? Quizás fuera ese el contenido de las dos hojas descubiertas por fray Henri, quien comprendió su inmenso interés y todo lo que podría obtener si lo vendía al mejor postor. Al enemigo.

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