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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (39 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Ella rió, un sonido artificial en su boca mecánica.

—No tengas miedo, debería darte las gracias. Quizá muchas de sus posibles víctimas te las darán algún día. Sinceramente, me sorprende que durara tanto. Y durante todos esos años de mandato no aprendió nada. Es patético que un hombre desaproveche tantas oportunidades. —Levantó dos antebrazos segmentados—. Ahora la cuestión es: ¿desaprovecharás tú esta oportunidad?

Iblis tragó con dificultad.

—¿Qué quieres de mí, Hécate? ¿De qué oportunidad hablas?

—Lo sé todo de la Yihad, y sé quién eres, Iblis Ginjo. ¿O tendría que ser un poco más formal y llamarte Gran Patriarca? Interesante título… ¿Lo pensaste tú? Por eso te he buscado. Creo que podemos lograr grandes cosas juntos.

El corazón de Iblis estaba henchido de emoción, pero trató de disimular.

—¿Tienes algún plan o alguna visión? ¿O es solo que te aburres?

—¿Es que no puedo tener mis propios motivos? Quizá he guardado rencor a los titanes todos estos años y ahora he vuelto. La Yihad podría ser la oportunidad que necesito para entrar en la rueda. —Rascó un antebrazo metálico en el suelo pulido—. ¿Qué importancia tiene, mientras os ayude a lograr la victoria?

Iblis miró a Thurr. Ninguno de los dos podía discutirle aquello. A sus pies, Xico empezaba a recuperar la conciencia y pestañeaba desorientada.

—Pensadlo. Mientras los otros titanes se ven obligados a servir a Omnius, yo sigo siendo libre e independiente. Cuando Agamenón se entere de que voy a ayudar a unos simples hrethgir, su cerebro cocerá en su propio electrolíquido. Pero de verdad, me siento un poco culpable. Ahora que los humanos finalmente han decidido contraatacar con todas sus fuerzas, quiero participar.

Iblis contuvo la respiración pensando en las posibilidades que aquello ofrecía. ¡Aquel dragón cimek sería un aliado impagable!

—Que uno de los titanes originales se uniera a nosotros supondría una increíble ventaja, Hécate. No rechazaré tu ayuda. Podrías ser un arma secreta.

—¡Un arma secreta! —Hécate emitió un sonido parecido a una risa—. Eso me gusta.

Pero la parte política de su cabeza sabía que semejante compañero de armas causaría un enorme revuelo entre los elementos más supersticiosos del pueblo, sobre todo teniendo en cuenta el fervor de los yihadíes y su odio por las máquinas pensantes en todas sus formas. El Parlamento y el Consejo de la Yihad discutirían acaloradamente durante días, y echarían a perder una magnífica oportunidad.

Las incomprensibles protestas contra el Yihad eran cada día más encendidas, la gente estaba cansada de luchar y quería una especie de paz mágica. ¿Qué harían si se enteraban de la existencia de Hécate?

Pero la titán renegada parecía un tanto frívola y voluble. Siempre cabía la posibilidad de que la desorganización de los humanos la impacientara y retirara su apoyo.

—De momento lo mejor sería que mantuviéramos este acuerdo en secreto —dijo Thurr, como si hubiera leído el pensamiento del Gran Patriarca—. Así evitaremos las discusiones y el politiqueo de la Liga.

—Oh, qué hombres tan pragmáticos. ¿Tenéis alguna tarea concreta para mí? Estoy deseando empezar.

—¡Sí! —Los ojos de Iblis destellaron—. Puedes ayudarnos a convertir una causa perdida en una victoria.

Y le contó lo que había pensado.

40

La guerra hace salir lo peor de la naturaleza humana, y lo mejor.

M
AESTRO DE ARMAS
J
AV
B
ARRI

Mientras la flota del primero Harkonnen se preparaba para enfrentarse a las naves de guerra en la órbita de Ix, Jool Noret y un pequeño grupo de comandos luchaban cuerpo a cuerpo en las cuevas que atravesaban la corteza del planeta.

El primero les había dado instrucciones antes de que embarcaran en una lanzadera y descendieran a la superficie de aquel planeta sincronizado.

—Cinco grupos separados tratarán de abrirse paso a través de los túneles que hay bajo el núcleo central del Omnius-Ix. Cada equipo llevará una ojiva compacta con potencia para destruir una ciudad. Vuestra misión es colocarla en la ciudadela de Omnius. Con un poco de suerte, al menos uno de los grupos conseguirá el objetivo.

—¿No provocaremos demasiadas bajas con un arma atómica? —preguntó Jool Noret.

—Sí —admitió el primero—. Pero Omnius está tratando de exterminar a todos los humanos en las catacumbas. Esta bomba está diseñada para emitir una intensa vibración localizada que volatilizará los cerebros de circuitos gelificados. Es un arma táctica, así que el número de heridos será mínimo, y el daño a las instalaciones industriales del planeta será también muy localizado. —Sintió que estaba a punto de mostrar su preocupación, pero trató de disimular—. Es lo único que podemos hacer. Pero hay que ser muy precisos. Por eso tenemos que enviar varios equipos, para asegurarnos de que la bomba llega a su objetivo exacto. No será una tarea fácil.

Parecía una misión suicida, y las posibilidades de culminarla con éxito eran más bien escasas. Jool Noret había sido el primero en ofrecerse voluntario.

Siguiendo a los yihadíes uniformados, Noret arrojó su última granada de impulsos descodificadores. El artefacto cayó rodando por la ligera pendiente en dirección a un pelotón de robots asesinos que avanzaban hacia ellos y estalló provocando una vibración disruptiva que convirtió a los robots de combate en cascos brillantes e inmóviles, como estatuas de chatarra.

Pero los tortuosos túneles y las gruesas paredes de piedra hacían que el efecto de las granadas descodificadoras se disipara con demasiada rapidez. Y enseguida llegaban nuevos asesinos robóticos.

Sin detenerse ni preguntar, Noret se abría paso, cargado con sus armas y la espada de impulsos de su padre. Las granadas le parecían un método cobarde para lograr la victoria; él prefería eliminar a sus enemigos uno a uno, en combate cuerpo a cuerpo.

Si no hubiera tantos…

Aunque no era más que un joven mercenario y no era él quien estaba al mando, Noret se puso al frente de la carga y dejó atrás montones de robots desactivados. Las paredes de la cueva aún resonaban por el eco de la última granada. Detrás de él otros yihadíes se pararon para aporrear y dar patadas a los robots neutralizados, pero Noret los apremió con impaciencia.

—Reservad vuestra energía para oponentes reales, no para los que ya han sido eliminados.

Según los esquemas de la resistencia, las catacumbas pasaban por debajo de las principales industrias y centros informáticos. El contacto del equipo en el planeta, un hombre demacrado y con aire atormentado llamado Handon, había perdido a sus compañeros, a su compañera y a sus hijos durante la reciente carnicería del titán Jerjes.

El desdichado les dio toda suerte de espantosos detalles y luego los guió por los atestados pasadizos. Si los mercenarios lograban colocar la pequeña bomba atómica en el complejo fortificado central donde estaba la gelesfera primaria de la supermente del planeta, Ix quedaría libre de una vez por todas.

Handon vestía con harapos, estaba esquelético, tenía el pelo largo y descuidado. Pero seguía conservando la misma expresión de entrega.

—Por aquí. Ya casi estamos. —Llevaba seis meses viviendo bajo tierra, evitando a los robots asesinos, de los que había eliminado a treinta y uno—. Ni que decir tiene —dijo con una sonrisa sombría— que soy un fugitivo.

Más adelante, en los túneles, los robots habían capturado a algunos humanos; podían oír los gritos. Pero en lugar de utilizarlos como moneda de cambio, las máquinas se limitaron a despedazarlos, como si esperaran que los mercenarios se retiraran horrorizados. Handon se encogió al pensar en aquella carnicería.

Cuando el grupo de combate de los humanos se acercaba, los robots levantaron unos brazos armados que despedían llamaradas de alta intensidad, preparados para arrojar explosivos.

—Listos para romper filas —gritó el oficial de la Yihad—. ¡Activad escudos!

Handon se parapetó detrás de cinco mercenarios de Ginaz que activaron sus escudos personales, formando una barrera impenetrable en el pasadizo. Dado que los escudos no respondían con eficacia si se utilizaban durante períodos prolongados, tenían que desactivarlos cuando no esperaban un ataque directo.

Los robots arrojaron una andanada tras otra de explosivos. La violencia de las detonaciones hizo que las paredes de las cavernas se agrietaran y que el techo temblara. Caían piedrecillas por todas partes, pero los escudos personales desviaron la fuerza del impacto.

—¡El grupo de vanguardia… adelante!

Cuando los robots agotaron la primera andanada de proyectiles, los soldados que habían formado la barrera de protección con los escudos se apartaron. Noret avanzó entonces, gritando, con un pesado lanzagranadas en las manos, y disparó contra las filas de robots mecánicos. El techo del túnel se abrió y empezaron a caer grandes rocas. Pero Noret no se agachó, no se protegió con su escudo; siguió atacando y acabó con todos los robots del pasadizo. Luego miró a su alrededor, implacable, buscando más enemigos, y le hizo una señal a Handon.

—¡Vamos, deprisa! Llévanos hasta el objetivo.

Las filas de vanguardia de mercenarios corrieron detrás de Noret y el guía. Los comandos tuvieron que volver a activar sus escudos para protegerse de las piedras que caían del techo. Unos momentos después de que salieran del pasadizo, el techo se vino abajo. Las paredes cedieron y se levantaron nubes de polvo como sangre humeante.

Algunos volvieron la vista hacia el pasadizo bloqueado con expresión desolada.

—De todos modos tampoco íbamos a escapar por ahí —les gritó Noret—. Y así evitaremos que nos sigan otros robots.

—¡Vamos, arriba! —Handon parecía nervioso y asustado—. La ciudadela de Omnius está encima de nosotros.

Detrás del grupo, los ingenieros cargaban con el cilindro donde iba el explosivo atómico, pequeño para un planeta, pero suficiente para vaporizar una importante área de la ciudad que Omnius había construido.

En aquellos instantes el primero Harkonnen estaba luchando en el espacio, pero la batalla que libraban ellos allá abajo no era menos importante. Si conseguía llegar a su objetivo, Noret podría destruir a Omnius.

Handon señaló hacia una zona de roca donde unos travesaños metálicos llevaban a una escotilla vertical abierta en el techo.

—¡Deprisa, antes de que se nos escape la oportunidad! —Subió los travesaños delante de los demás—. Por fin podré vengar las carnicerías que he visto.

El refugiado miraba abajo de vez en cuando, y sus ojos ensombrecidos brillaban. Noret subió detrás, con una repentina sensación de recelo, pero el joven mercenario siempre estaba en guardia. El
sensei
mek Chirox le había enseñado a no dar nunca por sentado que estaba a salvo.

Entraron en la cúpula blindada del núcleo informático, el lugar más seguro de la supermente. Las paredes y el techo estaban cubiertos de maquinaria, tuberías, conductos, cilindros de líquido refrigerante: era un infierno industrial. Más abajo, los supervivientes del grupo de combate de Noret seguían subiendo, jadeando, cargando con la pesada ojiva nuclear. Finalmente, el cilindro quedó sobre el suelo de placas de metal del recinto. Agotados, desactivaron sus escudos personales para poder empezar a trabajar.

Noret miró a su alrededor esperando ver robots que defendieran a Omnius en aquel lugar donde era tan vulnerable. Estaba preparado para acabar con todos ellos, igual que había hecho venciendo en mil combates a Chirox. Impulsos eléctricos sonoros pasaban por la maquinaria. En el centro de la cámara, la gelesfera de la mente informática estaba situada en un pedestal iluminado.

Pero no había guardas armados ni máquinas asesinas por ningún lado. Algo no iba bien.

Noret se agachó con cautela. Seguía con su escudo personal activado, aunque había empezado a parpadear peligrosamente.

Los ingenieros de combate se arrodillaron y abrieron el contenedor con la ojiva. Uno de ellos abrió un comunicador para contactar con las naves que estaban en órbita.

—Primero Harkonnen, grupo tres en posición. Envíen lanzadera de rescate enseguida. Es posible que solo dispongamos de unos minutos.

—Recibido —contestó un oficial desde la ballesta de cabeza—. Habéis llegado antes de lo que esperábamos.

—Tenemos un buen guía —contestó Noret.

—¿Se sabe algo de los otros grupos? —preguntó la ingeniera mientras seguía configurando el detonador nuclear de la ojiva.

—Hemos perdido el contacto —contestaron desde la nave—. Sois los únicos que quedan. No estábamos muy seguros de que alguno pudiera lograrlo.

—Pues nosotros lo lograremos —gruñó Noret en voz baja, sin pestañear apenas al pensar en los mercenarios caídos. Solo los guerreros de Ginaz podían aventurarse con éxito a una misión como aquella—. Ahora enviaremos a estas máquinas a cinco infiernos diferentes.

De pronto, como si la supermente hubiera estado escuchando, la maraña de tubos y de lucecitas de las paredes empezaron a moverse y a extenderse hacia delante. Las armas que habían estado ocultas encajaron en su sitio: pistolas, lanzaproyectiles y todo tipo de armas igualmente peligrosas.

—¡Cuidado! —Noret aferró a Handon y de un tirón lo puso bajo la protección de su escudo personal.

Pero los otros no reaccionaron con la suficiente rapidez. Una lluvia de afiladas cuchillas y balas candentes les cayeron encima y los convirtieron en una masa sanguinolenta ante los ojos de Noret.

—¡Déjame ir! —gimoteó Handon.

—¿Que te deje ir? Pero si te estoy salvando. ¿Por qué ibas a…?

Handon le dio una patada y trató de escapar. Noret renegó, pero el hombre se soltó.

—¡Omnius! ¡Protégeme!

Furioso, Noret golpeó las piernas del hombre con el cañón de su arma y oyó con satisfacción cómo se rompía el hueso y el hombre gritaba de dolor. Noret lo arrastró de nuevo a la protección de su escudo, mientras las máquinas seguían disparando contra el comando aniquilado.

—¡Me has roto las piernas!

—¡Podría matarte ahora mismo, así que puedes considerarte afortunado! —Bajo la lluvia de proyectiles los cadáveres de algunos de los guerreros yihadíes se sacudían—. De momento.

Afilados proyectiles impactaban contra el escudo personal de Noret. La barrera de Holtzman los contenía sin dificultad, aunque Noret notaba que el sistema se estaba calentando peligrosamente. La lluvia de fuego no cesaba, y aunque Noret habría querido responder con sus propias armas, no podía disparar teniendo el escudo activado. No quería dejar escapar al traidor. Los proyectiles golpeaban inútilmente contra la barrera. Noret se sentía desprotegido y no podía defenderse.

BOOK: La cruzada de las máquinas
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