Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
El robot se dio cuenta de que su larga interacción con el hijo de Agamenón lo había hecho vulnerable al caos y al carácter impredecible de las acciones humanas. Le resultaba difícil ver a su copiloto como su enemigo, por mucho que Vor le hubiera dejado fuera de combate… ¡dos veces!
¿Por qué mi amigo me hizo algo así?
Seurat no acababa de entender las motivaciones de los humanos, ni estaba programado para ello. Él cumplía sus obligaciones con las herramientas que Omnius le había dado. Lo importante era averiguar si el daño era irreparable. ¿Sería capaz de restablecer todas sus antiguas funciones?
Como si quisieran contestarle, sus sistemas siguieron despertando, más deprisa. Ya tenía más del ochenta por ciento operativo.
A pesar de su inquietante impredicibilidad, Seurat seguía prefiriendo llevar a cabo las misiones con Vorian Atreides que realizarlas él solo.
Él no es como otros humanos excesivamente anodinos que he observado.
De pronto, todos sus programas quedaron plenamente operativos y fue asaltado por una avalancha de información de errores que lo distrajeron. Sus fibras ópticas se encendieron, y recibió también numerosas imágenes detalladas de la cabina fría y estéril de la nave.
Sus funciones mentales se aceleraron y se convirtieron en un zumbido interno de sistemas que comprobaban y volvían a comprobar la información, recogían fragmentos de datos aleatorios y los descartaban. Por las paredes, la cabina y los paneles de control detectó sutiles muestras de corrosión, detalles que hablaban del paso del tiempo y el desuso. Hizo una nueva prueba para tratar de determinar el tiempo que llevaba en aquel estado. Indeterminado.
¿Seguía la Armada de la Liga en la Tierra, atacando a la encarnación de la supermente? ¿Podía escapar Omnius? A Seurat se le había encargado que se llevara la esfera de actualización más reciente de la supermente terrestre, y él había conseguido escapar a pesar de que las naves de guerra de la Yihad rodeaban el planeta con armas atómicas.
¿Se conserva intacta la esfera de actualización? ¿O he fracasado en mi misión más importante?
Mediante sus fibras ópticas reactivadas, Seurat localizó el receptáculo de seguridad de la copia de Omnius. Sus manos diestras abrieron el compartimiento y dejaron a la vista la gelesfera plateada, aparentemente intacta. Una sensación parecida al alivio se extendió por sus sistemas.
Había protegido la actualización de la supermente de la Tierra, la única copia de los últimos pensamientos del que había sido el Omnius central. Vorian Atreides no se la había llevado, a pesar de haber tenido la oportunidad. ¿Quién podía entender a los humanos?
No importaba. La gelesfera estaba a salvo, y seguía en su poder. Su misión seguía siendo la misma: entregarla.
En cuestión de minutos, aunque pareció mucho más tiempo, sus sistemas completaron el autodiagnóstico y las tareas de reparación. Seurat volvió su atención a la nave, y le alivió comprobar que los motores funcionaban correctamente, aunque los subsistemas aún estaban fríos.
Vorian Atreides solo le había desactivado a él, seguramente para evitar que escapara. Pero con el tiempo sus complejos sistemas de circuitos gelificados debían de haberse reactivado por sí solos.
El panel de mandos de la nave se encendió en un arco iris de colores, marcados por los bips y los zumbidos informáticos, como si en el interior de aquellos mecanismos unas diminutas criaturas estuvieran despertando. El cronómetro, que seguía funcionando, le dio una información sorprendente. Habían pasado casi veinticinco años estándar terrestres desde que lo habían desactivado. ¡Veinticinco años!
Tras llevar los motores a su máxima potencia, Seurat dirigió la nave cuidadosamente hacia el sistema planetario vecino utilizando sus sensores de larga distancia, atento a cualquier señal de la insidiosa Armada.
Era imposible que la lucha siguiera: la atención de los humanos no podía estar concentrada en una misma cosa durante tanto tiempo. A esas alturas, o bien Omnius había aplastado a los invasores humanos y la esfera de actualización que él custodiaba era completamente inservible, o la supermente había sido destruida y la información era más importante que nunca.
Con su nave, Seurat se acercó lo bastante a aquel mundo salpicado de nubes para ver que los continentes y las opulentas ciudades de las máquinas ya no eran más que un despojo distorsionado y negro. Seurat detectó un exceso de radiactividad, pero no había rastro de las máquinas, no había redes energéticas activas, ni hubo respuesta a ninguna de sus llamadas por los canales estándar de Omnius. Tampoco había señales de actividad biológica.
La Tierra estaba destruida. Las máquinas pensantes habían desaparecido, y los humanos habían provocado un daño tan grande para conseguirlo que ya ni siquiera ellos podían seguir viviendo en su planeta de origen.
Aquello no era un gran consuelo.
Mientras sobrevolaba el planeta muerto y estéril, se dio cuenta de algo, como si un meteoro hubiera chocado repentinamente contra la nave. La Tierra había sido destruida. Eso significaba que, probablemente, él tenía la única copia operativa que quedaba del Omnius-Tierra.
La única.
Seurat empezó a establecer prioridades. Si realmente no había supervivientes por el lado de las máquinas tras el holocausto de la Tierra, entonces ninguno de los actuales Omnius había tenido acceso a los datos cruciales de la actualización que él guardaba. Ahora su misión era fundamental. Sus programas internos le hablaron al unísono.
Tienes otra misión que cumplir.
Tras activar los controles en una pantalla táctil, Seurat puso rumbo al Planeta Sincronizado más próximo, donde haría entrega de la gelesfera con los pensamientos finales del Omnius-Tierra. Seguiría con su ruta de actualización, como se le había ordenado hacía un cuarto de siglo. Pronto todas las encarnaciones de la supermente compartirían la información, y sería como si el Omnius-Tierra no hubiera sido destruido. La victoria de los humanos duraría muy poco, y él podría reír el último.
Qué interesante sería poder descargar y compartir la información de los seres biológicos racionales como los ordenadores cuando transmiten datos entre ellos. Nos evitaríamos muchos esfuerzos y conjeturas, pues podría pasar el tiempo sumergido en la mente de mis objetos de estudio. En cierto sentido ese ha sido siempre el objetivo de mis experimentos con los humanos, y hasta cierto punto me he metido en su piel colectiva y he podido pensar como ellos. Pero los humanos tienen niveles de pensamiento y comportamiento superficiales y profundos, y en su mayor parte yo solo he podido acceder a lo superficial. Cada puerta psíquica que consigo traspasar conduce a una nueva puerta, y a otra, y otra más… y para cada una necesito una llave distinta. Sí, estos humanos son criaturas complejas y misteriosas. Construir uno desde cero… ¡qué gran desafío!
E
RASMO
,
Reflexiones sobre los
seres biológicos racionales
Criar a un hijo no tendría que ser una prueba tan dura, tan decepcionante, tan ridículamente lenta, y en la que se cuenta con tan poca colaboración. La prole de los humanos debería estar ansiosa por aprender de sus superiores, porque eso les permitiría realizarse plenamente. Si todos los padres hubieran tenido los mismos problemas que tenía Erasmo con su joven pupilo de las cuadras de esclavos, la raza humana se habría extinguido mucho antes de que su civilización avanzara lo suficiente para inventar las máquinas pensantes.
Pero inevitablemente tales pensamientos le llevaban de vuelta a sus propias acciones. ¿Es posible que él, Erasmo, estuviera haciendo algo mal? No, no le gustaba plantearlo de aquella forma. Simplemente, aún le quedaban cosas por aprender.
Aun así, habría preferido que Omnius escogiera a cualquier otro humano. Aquel proceso de aprendizaje era excesivamente difícil.
Al contrario que los humanos, la máquina pensante era plenamente funcional desde el momento en que se activaba. Los robots, infinitamente más útiles que los humanos, hacían lo que se les mandaba. Seguían las instrucciones y realizaban sus tareas con eficacia en una secuencia lógica.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Erasmo como robot mentor, aquel salvaje era… la encarnación del caos. Y él no tenía a quién recurrir en busca de consejo. No por primera vez, deseó que Serena Butler se hubiera quedado con él.
Cada robot estaba conectado a una red controlada por la supermente informática, un laberinto de circuitos que funcionaba a la par y convertía los Planetas Sincronizados en un conjunto de orden y progreso.
En cambio, los humanos se aferraban a su tan cacareado
libre albedrío
, que les llevaba a cometer terribles errores y después poner absurdas excusas. Sin embargo, su libertad les daba también la imaginación y la creatividad necesarias para realizar las cosas más extraordinarias, para conseguir proezas que la inmensa mayoría de máquinas pensantes no podría ni siquiera concebir. Tenían sus ventajas.
Pero aquella criatura no era nada de aquello. No era mucho mejor que un animal. El joven —por sí solo— parecía empeñado en aumentar la entropía del universo en toda su magnitud.
—Basta ya, Gilbertus Albans. —Erasmo le había dado la misma orden muchas veces, pero él no parecía entender.
Erasmo le había puesto ese nombre a raíz de sus estudios de historia clásica, escogiendo sonidos que le dieran un aire de respetabilidad e importancia. Sin embargo, hasta el momento, el apelativo no reflejaba en absoluto el comportamiento del muchacho ni su total incapacidad para seguir las órdenes más sencillas.
Aquel fiero esclavo podía oír lo mismo una y otra vez, pero no hacía lo que se le pedía. A veces Erasmo se preguntaba si sería por estupidez o por pura cabezonería.
Gilbertus derribó una de las jardineras del robot, que cayó al suelo de baldosas y se rompió.
—Deja eso de una vez —repitió Erasmo con más severidad.
Su rudeza no pareció surtir efecto. Pero ¿qué propósito tenía tanta rebeldía? Gilbertus no ganaba nada provocando destrozos. Era como si disfrutara haciendo justo lo que Erasmo le decía que no hiciera.
Gilbertus rompió otro tiesto, y acto seguido salió del invernadero y se fue a su alojamiento. El distinguido robot salió tras él, con sus lujosas túnicas susurrando a su paso.
Sin duda Omnius estaba disfrutando de lo lindo viéndolo todo a través de sus omnipresentes ojos espía.
Cuando Erasmo llegó a la habitación, el muchacho ya había sacado las sábanas y las almohadas de la cama y las había arrojado al suelo. Arrancó las cortinas transparentes que colgaban de la barra y luego procedió a quitarse la ropa y a tirarla, pieza a pieza.
—Basta, Gilbertus Albans —exigió Erasmo, dando a su cara de metal líquido una expresión de severidad paternal.
A modo de respuesta, el joven le tiró la ropa interior mojada a su cara reflectante.
Aquello exigía un cambio de táctica.
En medio de aquel caos, un equipo de robots domésticos entraron en la habitación y empezaron a recoger. Cogieron las sábanas y la ropa que había tirada por el suelo; en el invernadero, otros equipos ya habían retirado los tiestos rotos y habían barrido la tierra y los fragmentos de terracota. El muchacho trataba de ir siempre un paso por delante.
Gilbertus Albans estaba desnudo, riendo y profiriendo sonidos groseros mientras saltaba encima de la cama y evitaba con destreza a los robots, aunque no habían intentado cogerlo… todavía.
Mientras lo observaba, Erasmo tomó una decisión. El muchacho vestía con las mejores ropas, y sin embargo no parecía valorarlo en absoluto. De forma reiterada y paciente, él había tratado de enseñarle buenas maneras, a comportarse en sociedad y otros patrones aceptables de conducta. Pero Gilbertus insistía en romper objetos valiosos, en desordenar su habitación, destrozar libros y despreciar sus estudios.
Aunque el muchacho no parecía escucharle, el robot dijo con voz tranquila:
—No me resulta rentable seguir reparando los desperfectos que causas. El sistema de benevolencia y recompensas no surte ningún efecto discernible. —Dirigió una señal silenciosa a los robots domésticos y estos se movieron con rapidez y sigilo y prendieron a Gilbertus a pesar de su resistencia.
—Ahora seguiremos la vía de la estricta supervisión y el castigo —dijo, y se apartó a un lado para que los robots pudieran salir con el joven—. Llevadle a mi laboratorio. A ver si puedo lograr que se comporte.
Después de siglos de disecciones y de la estricta observación de miles de especímenes, Erasmo sabía muy bien cómo infligir a los humanos dolor, sensaciones desagradables y miedo. Sus técnicas eran lo bastante precisas para permitirle actuar enérgicamente pero sin provocar daños permanentes. De ser posible, evitaría dañar a aquel decepcionante muchacho. No por compasión, desde luego, sino porque para él era un reto. Y además no quería tener que admitir su fracaso ante Omnius.
Siempre quedaba la opción de utilizar sustancias o practicar intervenciones en el cerebro, pero seguramente eso sobrepasaría los límites del desafío que la supermente le había planteado. De momento dejaría aquello en la reserva.
El muchacho, que seguía debatiéndose, parecía molesto, pero no derrotado. Erasmo sabía que él podía aguantar mucho más que su pupilo.
—Solo yo veo el potencial que hay en ti, Gilbertus Albans, y tengo la motivación necesaria para no rendirme.
Avanzaron por los pasillos en dirección a las amplias salas de operaciones y los laboratorios.
—Esto me va doler más a mí que a ti. Pero no lo olvides: lo hago por ti.
A Erasmo aquellos comentarios le parecían ilógicos, pero estaba practicando una nueva técnica imitando las palabras que con frecuencia los padres humanos decían a su prole antes de aplicar un castigo. Cuando entraron en los laboratorios y el rebelde empezó a asustarse, el robot dijo con voz neutra:
—De ahora en adelante, estarás más atento a tus lecciones.
Con ayuda de su mente y sus sentidos, el humano se anticipa a pequeños detalles de la realidad futura. A pesar de sus interminables cálculos, las máquinas pensantes jamás podrán lograr nada parecido, ni tan siquiera entender cómo funciona.
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Diarios de un renegado