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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (61 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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El montagusanos montó por última vez a un gusano, en un viaje a la eternidad, por la fiera garganta de Shai-Hulud.

Antes de que sucediera todo esto, siguiendo las órdenes de su líder, los taciturnos miembros de la banda de forajidos se fueron en busca de un lugar donde crear un nuevo asentamiento en una distante zona rocosa. Con el corazón apesadumbrado, Marha se quedó atrás. Notaba al niño que crecía en su interior, y se preguntaba si llegaría a ver a su padre. Pasara lo que pasase, se prometió que el niño conocería todas las historias acerca de Selim Montagusanos.

Su marido le había explicado qué tenía que hacer. A ella no le gustaba, pero creía realmente en la causa de Selim. Aceptaba sus visiones como auténticos mensajes de Budalá, así que no podía desdeñarlos por su conveniencia o por su amor.

Para ver mejor, Marha había subido a la Aguja, un elevado afloramiento desde el que se dominaba buena parte del desierto. Tiempo atrás, cuando huyó de la aldea del naib Dhartha y viajó por el desierto, la Aguja era un hito significativo, muy próximo a las cuevas de Selim. Muy pocos de los que deseaban unirse a la banda de forajidos conseguían llegar tan lejos sin que los capturaran los exploradores de Selim. Pero ella lo hizo.

Desde allá arriba vio cómo Selim se sentaba solo en las dunas y golpeaba su tambor, haciendo frente a sus odiados enemigos.

Ninguno de los mercenarios extraplanetarios o de los traicioneros zensuníes sabía que Selim podía atraer tan fácilmente a Shai-Hulud, cuyo poder de destrucción superaba con diferencia el de cualquier arma de los soldados. Presenció la matanza, vio la furia de los gusanos demoníacos —¡cuatro, todos juntos!— cuando destruyeron al enemigo.

Entonces, con el corazón en un puño y desesperada, vio al gusano más grande de todos, una manifestación del mismísimo Shai-Hulud, que se elevaba para destruir al enemigo de toda la vida de Selim, el naib Dhartha… y a su amado Selim.

Marha aulló de dolor y luego calló, tratando de buscar la paz en su interior. Shai-Hulud estaba incorporando al gran Montagusanos a su propia carne. Selim viviría para siempre como parte de su dios. Un final apropiado para un hombre… un héroe.

Y el principio perfecto para una leyenda.

61

Los humanos son esclavos de su mortalidad, desde el momento en que nacen hasta el momento en que mueren.

Pasaje religioso tlulaxa

Sin duda había naves espaciales más viejas y decrépitas que aquella viajando por los mundos de la Liga, pero Norma nunca había visto ninguna. A su lado, la nave que Aurelius le había conseguido para su proyecto parecía moderna.

Aquella vieja nave había permanecido aparcada en la órbita de Poritrin, y la aceleración para salir al espacio abierto hizo que se sacudiera con violencia. El interior desnudo olía a aislamientos chamuscados, sudor y comida rancia. Había manchas en las placas de la cubierta y las paredes, que parecían haber sido limpiadas con muy poco entusiasmo. Norma se preguntó si aquella nave se utilizaría para transportar esclavos, aunque en aquellos momentos ella era la única pasajera, además de los guardias.

Iba a ser un viaje largo e incómodo, que se sumaría a la vergüenza y a la desdicha de Norma.

Dos dragones iban sentados al lado de Norma en un largo banco de metal, con expresión taciturna, como si se preguntaran qué habían hecho para disgustar a lord Bludd y recibir aquella misión tan larga y tediosa. Los cajones con la carga (incluidas sus pertenencias) se habían colocado en los espacios abiertos y estaban apilados contra las paredes. A Norma le sorprendía que no hubieran obligado a Tuk Keedair a marcharse con ella.

El compartimiento abierto para el pasaje estaba lleno de literas y bancos. Norma había visto hileras de cámaras similares a ataúdes en las cubiertas de carga, debajo, y suponía que eran camas de estasis. Yendo al máximo de su capacidad, aquella nave austera podía transportar al menos a mil personas.

—Esto es una nave de esclavos, ¿verdad? —le preguntó al dragón que tenía más cerca.

Él la miró con párpados pesados y no dijo nada. No tenía por qué responder.

Con su viva imaginación, Norma pensó en los apretujados esclavos budislámicos, sacados a la fuerza de algún mundo remoto. Intuyó su desamparo. En aquellas cubiertas había muerto gente.

Aquel pensamiento le ayudó a ver sus problemas con perspectiva. Sí, la habían expulsado en contra de su voluntad, pero al menos a ella la llevaban a su casa, aunque fuera después de caer en desgracia. Su madre se encargaría de hacerle comprender que era un completo fracaso. Pero podía haber sido peor. Dio un suspiro, deseando que Aurelius estuviera allí para hacerle compañía en aquel largo viaje.

Norma cambió de posición, pero no conseguía estar cómoda. No tenía nada con lo que ocupar su tiempo, ni pasatiempos ni diversiones. Aquello no era un crucero de lujo por el cosmos.

Normalmente hacer una excursión creativa por su propia mente le permitía olvidarse de las penurias físicas. Pero ahora que le habían arrebatado su trabajo y habían trastocado su vida, Norma se dio cuenta de que se concentraba demasiado en su entorno y en las deficiencias de su canijo cuerpo.

Para tranquilizarse, se puso a juguetear con la adorable piedra de soo que Aurelius le había regalado. Aunque no había tenido ningún efecto sobre sus capacidades telepáticas, Norma disfrutaba de los recuerdos que despertaba en ella. Cerró los ojos y dejó que los cálculos corrieran por la ventana de su mente, largas hileras y columnas de números y símbolos matemáticos, como si estuvieran dispuestos en el espacio, justo del otro lado de las portillas de aquella nave para esclavos.

Aunque lo había intentado, el savant Holtzman no podía robarle la esencia de su trabajo. Norma lo tenía todo bien guardado en los intrincados pasajes de su mente; cada detalle seguía ahí, esperando a que lo recuperara, todo lo que necesitaba saber para plegar el espacio. Explorar sus archivos mentales la distraía; cambiaba los números y los símbolos, viéndolos aparecer y desaparecer a voluntad. Era su universo secreto, un lugar adonde nadie podía acceder, aunque algún día le gustaría compartirlo con Aurelius.

Al menos estoy viva. Al menos sigo siendo libre.

A lo lejos, Norma oyó una voz fuerte y abrasiva. Por alguna razón le hizo pensar en su madre cuando la reprendía por alguno de sus defectos. Como si estuviera sumida en un sueño absurdo, Zufa Cenva volaba por el espacio junto a la nave, y miraba a Norma por la portilla con ojos fieros, como dos diminutos soles rojos.

De pronto, Norma salió del trance y vio el caos que la rodeaba. Los dragones se habían levantado y gritaban en lengua galach; la nave fletada se estaba desviando de su ruta. Los viejos motores chirriaron de forma estridente porque el piloto había cambiado el rumbo bruscamente.

Norma perdió el equilibrio y se golpeó con la portilla de la pared. Al mirar, vio sorprendida unos ojos rojos que la miraban, pero no eran los de su madre. Aquella malvada mirada procedía de un monstruo mecánico construido para parecer una inmensa ave prehistórica de color verde y naranja; y su madre no estaba allí para ayudarla con sus poderes de hechicera.

La nave de esclavos intentó unas maniobras evasivas, entre fuertes vibraciones, y la rapaz se dio la vuelta y se retiró, mostrando las portas candentes de los gases de escape. Durante unos momentos, Norma perdió de vista a la bestia. Los guardias volvieron a gritar; algunas cajas de carga cayeron al suelo y se rompieron, entre ellas estaban las botellas de exportación de ron de Poritrin.

Norma corrió sobre el banco hasta la portilla del lado opuesto. La nave se sacudió al recibir un nuevo golpe, que resonó por las cubiertas como un martillo contra un yunque. Norma cayó sobre el suelo de metal corrugado.

Cuando finalmente consiguió llegar a la portilla, volvió a ver que el monstruo se abalanzaba sobre la vieja nave como un halcón a la caza de una paloma indefensa.

Aquella inmensa máquina voladora abrió la boca como si quisiera rugir, dejando al descubierto hileras de dientes artificiales, cada uno tan grande como una puerta. A Norma le empezaba a resultar difícil concentrarse en la realidad.

¿Está pasando esto realmente?
—se preguntó. Parecía imposible. De alguna forma, su pensamiento se había expandido, se había dilatado para abarcar demasiadas cosas. Apretó la gema como un talismán—.
Debo recuperar el control de mi mente.

Trató de encontrar una explicación lógica a la situación. ¿Era posible que aquella nave tan estrambótica y monstruosa fuera una forma cimek voladora? Pero ¿por qué iba a estar allí una nave enemiga, y por qué ir tras ella?

La rapaz agarró la achacosa nave de esclavos con sus inmensas garras. Norma vio su panza acanalada y verde, lo bastante grande para tragárselos enteros. En la parte inferior se veían arañazos y largas marcas de hollín, tal vez de alguna batalla.

La rapaz abrió una compuerta en su barriga y acercó a su presa. En el interior, unas luces de color verde ácido brillaban con tanta intensidad que a Norma le hacían daño en los ojos.

Después de engullir la nave de esclavos como un bocado de comida, las puertas del gigante se cerraron.

En el interior de aquel monstruo mecánico, un contenedor cerebral colgaba del techo como un saco con los huevos de una araña, muy por encima de la nave capturada. A su alrededor parpadeaban unas luces rojas y azules que aumentaban de intensidad cuando la actividad del cerebro sin cuerpo aumentaba. De pronto, unos sensores de mentrodos salieron como garras electrónicas para estudiar mejor a la presa.

Por fin podré ganarme el perdón del general Agamenón
, pensó Jerjes mientras empezaba a recopilar datos.

62

Por muy desoladora que parezca la situación, jamás debemos perder la esperanza. Budalá podría sorprendernos.

N
AIB
I
SHMAEL
, llamada a la plegaria

En la soledad y el silencio del espacio, el vacío se desgarró y una enorme nave apareció por la abertura, salida de ninguna parte.

Los zensuníes que se amontonaban en la nave lanzaron exclamaciones de asombro y pánico; acababan de pasar por un bucle de espacio/tiempo y habían salido por el otro lado.

Ishmael se sentía como si sus pensamientos se hubieran sacudido. Cuando miró al exterior, vio estrellas que se doblaban, se retorcían y luego volvían a verse con total nitidez, pero en posiciones distintas, como si el mapa de la galaxia se hubiera reorganizado. Poritrin no se veía por ninguna parte, no, en la pantalla lo que había era el globo cobrizo de un planeta desértico, una tierra baldía, agrietada y seca.

La nave descendió en picado. Sin unas coordenadas exactas que guiaran los motores experimentales de Norma Cenva, la nave entró ladeándose en la atmósfera de Arrakis. Tuk Keedair, el piloto inexperto, se debatió con los controles tratando de estabilizarla e Ishmael se dio perfecta cuenta de que no sabía muy bien lo que hacía.

Ishmael rezó para que aterrizaran sanos y salvos.

Iban hacia el lado del planeta donde era de día y el sol caía con intensidad. Chamal entró corriendo en la cubierta del piloto.

—Parece que está hecho de oro, papá.

Una sonrisa apareció en el rostro de Rafel.

—Hemos escapado de la esclavitud.

Ishmael los miró a los dos, consciente de que los suyos aún estaban demasiado asustados y confusos por su viaje a través del espacio/tiempo; en unos momentos se darían cuenta de que el peligro aún no había pasado. El prototipo siguió descendiendo hacia el planeta con engañosa lentitud.

—¿Puedes recuperar el control? —le preguntó a Keedair en voz baja.

El negrero tlulaxa lo miró con expresión oscura y salvaje. El sudor caía por los lados de su rostro alargado.

—Ya te dije desde el principio que no sabía si podría pilotar esta cosa. Espero que estés satisfecho.

Ishmael lanzó una ojeada a su hija, que seguía mirando por la pantalla, y se volvió de nuevo hacia el tlulaxa.

—Haz lo que puedas, es lo único que te pido.

Keedair frunció el ceño.

—Es posible que no lo logremos.

Mientras el piloto, reacio, se debatía con los sistemas de navegación, la nave se deslizó como una piedra por los límites de la atmósfera, y luego cayó, encendiéndose como un meteorito en el cielo del desierto.

La nave seguía en una caída brusca. Pequeños trocitos del casco de la nave se iban desprendiendo, como las escamas de una mariposa nocturna que vuela peligrosamente cerca de la llama. Los zensuníes estaban ante su destino. Algunos desearon haberse quedado en Poritrin, otros aceptaron la inminente muerte. Al menos moriremos libres, pensó Ishmael.

Chamal miró a su padre, segura de que de alguna forma él les sacaría de aquella situación.

Ishmael se preguntó qué estaría haciendo Aliid. ¿Seguiría su fiero amigo con vida y habría causado la revuelta tanta destrucción como querían los zenshiíes? ¿Y qué habría sido de Ozza, a la que había dejado atrás? Y de la dulce Falina, con solo catorce años.

Al menos él había llevado a su gente, y a una de sus hijas, lo bastante lejos para que nunca más tuvieran que temer a los negreros ni a las máquinas pensantes. Allí estarían a salvo… si conseguían sobrevivir al aterrizaje.

Según se decía, Arrakis no tenía océanos, solo extensiones incomprensiblemente vastas de arena salpicada de cadenas rocosas y arrecifes de lava. Se suponía que aquel planeta contaba con un puerto espacial protegido que a duras penas podía considerarse una ciudad.

En la cabina del piloto, Keedair no lograba controlar la nave, y se limitaba a intentar que no se mataran mientras caían en dirección a las dunas y la arena. La nave trazó una línea humeante de fuego por la atmósfera en su trayecto a lo largo de una línea de rocas retorcidas y ennegrecidas, extrusiones de lava que habían rezumado por fisuras volcánicas activas y luego se habían enfriado y endurecido.

Keedair intentó elevar la nave para que pudieran pasar por encima de aquella península extensa y escarpada, pero los motores fallaban. Nadie esperaba que aquel viejo trasto volara en misiones regulares. Norma Cenva solo pretendía demostrar que su interpretación del efecto Holtzman para plegar el espacio era útil y aplicable.

Keedair trató de arrancar la suficiente velocidad a aquel pesado vehículo para que llegara a la zona arenosa y cayeran sobre las dunas acolchadas. Por desgracia, la base del casco golpeó contra una enorme roca y una de las alas de la nave tocó un saliente dentado. Saltaron chispas. La nave giró y la parte inferior se abrió contra un escollo de lava; entonces, milagrosamente, se detuvo sobre una cavidad de piedra que había quedado en medio de un afloramiento de lava.

BOOK: La cruzada de las máquinas
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