La cuarta K (2 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: La cuarta K
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Cuando era él quien apresaba, a menudo seducía a sus víctimas. Reconocía en sí mismo un cierto grado de locura como parte de su encanto y como parte del temor que inspiraba. O quizá no hubiera la menor malicia en sus crueldades. De hecho, disfrutaba de la vida, y era un terrorista de tenues convicciones. Incluso ahora, paseaba con gusto por las fragantes calles de Roma, del crepúsculo del Viernes Santo, colmado por el sonar de incontables campanas benditas, aunque estaba perfectamente preparado para llevar a cabo la operación más peligrosa de toda su vida.

Todo estaba a punto. El equipo de Romeo estaba listo. El de Yabril llegaría a Roma al día siguiente. Ambos se alojarían en casas «seguras» y separadas, y su único eslabón de contacto serían los dos líderes. Yabril sabía que éste era un gran momento. El próximo Domingo de Resurrección y los días siguientes verían una brillante creación.

Él, Yabril, dirigiría a las naciones por caminos que no querían seguir. Se quitaría de encima a todos sus maestros en las sombras, que se convertirían en sus peones, y los sacrificaría a todos, incluso al pobre Romeo. Sólo la muerte, o un fallo de los nervios, impediría la ejecución de sus planes. O, más concretamente, uno de los cien posibles errores de coordinación. Pero la operación era tan complicada, tan ingeniosa, que hasta le producía placer. Yabril se detuvo en la calle para disfrutar contemplando las agujas de las iglesias, los rostros felices de los ciudadanos de Roma, su propia especulación melodramática sobre el futuro.

Pero, al igual que todos los hombres que se creen capaces de cambiar el curso de la historia con su propia voluntad, inteligencia y fortaleza, Yabril no prestaba la debida atención a los accidentes y coincidencias de la historia, ni a la posibilidad de que pudiera haber hombres más terribles que él. Hombres incrustados en la estricta estructura de la sociedad, que llevaban la máscara de benignos legisladores, y que pudieran ser más despiadados y crueles que él mismo.

Al observar a los devotos y alegres peregrinos que llenaban las calles de Roma, creyentes en un Dios omnipotente, se sentía lleno de una sensación de invencibilidad propia. Orgullosamente trascendería la misericordia del Dios de ellos, porque el bien empezaría necesariamente a partir de aquel extremado ámbito del mal.

Yabril se encontraba ahora en uno de los barrios más pobres de Roma, allí donde se podía intimidar y sobornar a la gente con mayor facilidad. Llegó al «piso franco» de Romeo al caer la oscuridad. El viejo edificio de viviendas de cuatro pisos tenía un gran patio interior rodeado por una pared de piedra; todas las viviendas estaban controladas por el movimiento revolucionario clandestino. Le abrió la puerta una de las tres mujeres que formaban parte del equipo de Romeo. Se trataba de una mujer delgada, vestida con unos pantalones vaqueros y una camisa azul de algodón, desabrochada casi hasta la cintura. No llevaba sujetador pero tampoco se observaba la redondez de los pechos. Ya había participado antes en una de las operaciones de Yabril. A él no le gustaba, pero admiraba su ferocidad. Habían discutido antes, y ella no se había dejado amilanar.

La mujer se llamaba Annee. Tenía el cabello, oscuro como el azabache, con un corte a lo príncipe Valiente que no favorecía en nada su rostro desafiante y fuerte, pero observó aquellos ojos relampagueantes que escudriñaban a todos con una especie de furia, incluso a Romeo y Yabril. Aún no había sido plenamente informada de la misión, pero la aparición de Yabril le indicó que se trataba de algo de la máxima importancia. Ella le sonrió fugazmente, sin hablar, y luego cerró la puerta, después de que Yabril hubiera entrado.

Yabril observó con disgusto lo sucia que estaba la casa. Había vasos y platos con restos de comida por toda la habitación, el suelo cubierto de periódicos. El equipo de Romeo se componía de cuatro hombres y tres mujeres, todos ellos italianos. Las mujeres se negaban a limpiar; iba en contra de sus principios revolucionarios el realizar tareas domésticas durante una operación, a menos que los hombres las compartieran. Los hombres, todos ellos estudiantes universitarios y todavía jóvenes, también creían en los derechos de la mujer, pero eran los hijos mimados de madres italianas y sabían que, una vez que se marcharan, un equipo de apoyo limpiaría la casa de todas las pistas incriminadoras. El compromiso implícito consistía en ignorar la suciedad. Un compromiso que no hacía más que irritar a Yabril.

—Sois unos verdaderos cerdos —le dijo a Annee.

—Yo no soy una criada —replicó ella con un frío desprecio.

Yabril se dio cuenta inmediatamente de su valor. No le tenía miedo, del mismo modo que no temía a ningún otro hombre o mujer. Era una verdadera adepta. Estaba perfectamente dispuesta a ser quemada en la hoguera. Un timbre de alarma se disparó en su mente.

Romeo, tan atractivo y vital que hasta la propia Annee bajó la mirada, acudió bajando la escalera a toda prisa desde el apartamento superior y abrazó a Yabril con verdadero afecto. Luego le condujo hacia el patio, donde se sentaron sobre un pequeño banco de piedra. El aire de la noche estaba lleno de la fragancia de las flores primaverales, y con el olor había un ligero zumbido, el sonido producido por los miles de peregrinos que gritaban y hablaban en las calles de la Roma cuaresmal. Por encima de todo ello se podía oír el tañido ascendente y descendente de cientos de campanas que aclamaban la cercanía del Domingo de Resurrección.

—Nuestro momento ha llegado por fin, Yabril —dijo Romeo mientras encendía un cigarrillo—. No importa lo que ocurra, la humanidad recordará nuestros nombres para siempre.

Yabril se echó a reír ante aquel romanticismo afectado; experimentaba un ligero desprecio por aquel deseo de gloria personal.

—Eso es infame —dijo—. Competimos con una larga historia de terror.

Yabril estaba pensando en su abrazo. Un abrazo de amor profesional por su parte, pero impregnado por el terror de ser los parricidas, ahora de pie sobre el padre al que acabarían por asesinar juntos.

Débiles luces eléctricas se encendían a lo largo de las paredes del patio, pero sus rostros se hallaban envueltos en la oscuridad.

—Lo sabrán todo a su debido tiempo —dijo Romeo—. Pero ¿entenderán nuestras motivaciones? ¿O nos tomarán por unos lunáticos? Qué demonios, los poetas del futuro nos comprenderán.

—No podemos preocuparnos por eso ahora —dijo Yabril.

Se sentía inquieto cada vez que Romeo se ponía histriónico. Eso le hacía cuestionarse la eficacia de aquel hombre, a pesar de que había quedado demostrada en muchas ocasiones. A pesar de su aspecto delicado y de su aparente inseguridad, Romeo era un hombre verdaderamente peligroso. Pero existía una diferencia fundamental entre ambos. Romeo era demasiado temerario, mientras que Yabril era quizá excesivamente astuto.

No hacía apenas un año, mientras caminaban juntos por las calles de Beirut, se encontraron en su camino una bolsa de papel marrón, aparentemente vacía, manchada con la grasa de la comida que había contenido. Yabril la rodeó. Romeo, sin embargo, le lanzó una patada y la envió entre los montones de basura. Poseían instintos diferentes. Yabril creía que todo era peligroso en esta tierra. Romeo, en cambio, poseía una cierta e inocente confianza.

Había además otras diferencias. Yabril era feo, con sus pequeños ojos de mármol. Romeo, en cambio, era casi hermoso. Aquél se sentía orgulloso de su fealdad, mientras que éste se sentía avergonzado por su belleza. Yabril siempre había entendido que cuando un hombre inocente se compromete por completo con el cambio político, eso debe conducirle al asesinato. Romeo había llegado a esa misma conclusión algo más tarde, y lo había hecho de mala gana. Su conversión había sido intelectual.

Romeo había obtenido victorias sexuales ayudado por su belleza física; el dinero de su familia le había protegido de las humillaciones económicas. Era lo bastante inteligente como para ser consciente de que su buena fortuna no era moralmente correcta, de tal modo que la misma «bondad» de su vida le disgustaba. Se enfrascaba en la literatura y en lo que le servía para afirmar sus creencias. Fue inevitable que sus profesores radicales le convencieran de que debía ayudar a conseguir que el mundo fuera un lugar mejor donde vivir.

No quería ser como su padre, un italiano que se pasaba más tiempo en las barberías que los cortesanos con sus peluqueros. No deseaba pasarse la vida persiguiendo a las mujeres hermosas. Y, por encima de todo, no vivía del dinero obtenido a base de explotar a los pobres. Había que liberarlos, hacerlos felices y sólo después de eso disfrutar también él de la felicidad. Así fue como llegó a las obras de Karl Marx, como una segunda comunión.

La conversión de Yabril había sido más visceral. De niño, en Palestina, vivió en un Jardín del Edén. Había sido un muchacho feliz, extremadamente inteligente, devotamente obediente para con sus padres, sobre todo para con su padre, que durante una hora al día le leía versículos del Corán.

La familia vivía en una gran villa y disponía de numerosos sirvientes, sobre amplios terrenos que eran mágicamente verdes en aquellas tierras desérticas. Pero un día, cuando Yabril contaba con cinco años de edad, fue arrojado de este paraíso. Sus queridos padres desaparecieron, la villa y los jardines se disolvieron en una nube de humo de color púrpura. Y, de repente, se encontró viviendo en un pueblo pequeño y sucio situado en lo más profundo de una montaña, obligado a vivir como huérfano de la caridad de sus parientes consanguíneos. El único tesoro que conservó fue el Corán de su padre, impreso en papel de vitela, con figuras ilustradas de oro, y una caligrafía asombrosa de un rico color azulado. Nunca olvidaría a su padre leyéndolo en voz alta, ciñéndose exactamente al texto, de acuerdo con las costumbres musulmanas. Aquellas órdenes de Dios, dadas al profeta Mahoma, eran palabras que jamás podían discutirse. Como hombre ya adulto, Yabril le había dicho en cierta ocasión a un amigo judío: «El Corán no es la Torah», y los dos se echaron a reír.

La verdadera historia del exilio del Jardín del Edén se le reveló casi de inmediato, pero él no la comprendió del todo hasta algunos años más tarde. Su padre había apoyado en secreto la independencia de Palestina del Estado de Israel, y había sido un líder en la clandestinidad. Luego fue traicionado y muerto a balazos durante una incursión policial, mientras que su madre se suicidó cuando los israelíes volaron la villa y todo lo que contenía.

Convertirse en un terrorista fue algo de lo más natural para Yabril. Sus parientes y sus maestros en la escuela local le enseñaron a odiar a todos los judíos, aunque no lo lograron del todo. Odiaba a su Dios por haberle expulsado del paraíso de su niñez. A la edad de dieciocho años vendió el Corán de su padre por una enorme suma de dinero y se matriculó en la universidad de Beirut. Allí gastó la mayor parte de su fortuna con mujeres y, finalmente, después de dos años, se convirtió en miembro del movimiento clandestino palestino. Con el transcurso de los años llegó a ser un arma mortal para aquella causa. Pero su objetivo final no era la liberación de su pueblo. Su trabajo iba dirigido, en cierto sentido, a la búsqueda de la paz interior.

Ahora, juntos en el patio del «piso franco», Romeo y Yabril tardaron poco más de dos horas en repasar todos los detalles de su misión. Romeo fumaba cigarrillos constantemente. Había una cosa que le ponía nervioso.

—¿Estás seguro de que me entregarán? —preguntó.

—¿Cómo pueden dejar de hacerlo con el rehén que yo tendré en mi poder? —replicó Yabril con suavidad—. Créeme, estarás más seguro en sus manos de lo que yo estaré en Sherhaben.

Se dieron un abrazo final en la oscuridad, sin saber que, después del Domingo de Resurrección, ya no se volverían a ver nunca más.

Una vez que Yabril se hubo marchado, Romeo fumó un último cigarrillo en la oscuridad del patio. Podía ver las cúpulas de las grandes iglesias de Roma, más allá de las paredes de piedra. Luego entró. Había llegado el momento de informar a su equipo.

Annee era la responsable de armamento del grupo, por lo que abrió un gran baúl para entregar las armas y municiones. Uno de los hombres extendió una sábana sucia sobre el suelo del salón y Annee puso sobre ella lubricante y trapos. Limpiarían las armas mientras escuchaban el informe. Escucharon durante horas, hicieron preguntas y ensayaron sus movimientos. Annee distribuyó las ropas operativas, y todos hicieron bromas al respecto. Finalmente, se sentaron para comer juntos la cena que habían preparado Romeo y los hombres. Fanfarronearon sobre el éxito de su misión con el vino nuevo, y algunos de ellos jugaron a las cartas durante una hora antes de retirarse a sus habitaciones. No había necesidad de hacer guardia; se habían encerrado en lugar seguro y todos tenían las armas preparadas junto a sus camas. A pesar de todo, les costó mucho dormirse.

Después de la medianoche Annee llamó a la puerta de la habitación de Romeo, que estaba leyendo. La dejó entrar y ella le arrebató con rapidez el ejemplar de
Los hermanos Karamazov
, arrojándolo al suelo.

—¿Ya vuelves a leer esa mierda? —preguntó con desprecio.

—Me divierte —dijo Romeo encogiéndose de hombros y sonriendo—. Sus personajes me parecen italianos que tratan de ser serios.

Se desnudaron rápidamente y se acostaron sobre las sábanas arrugadas, tumbados ambos de espaldas. Sus cuerpos estaban tensos, no por la excitación del sexo, sino a causa de un terror misterioso. Romeo tenía los ojos clavados en el techo mientras que Annee los mantenía cerrados. Tumbada a su izquierda, lo masturbó, lenta y suavemente, con la mano derecha. Sus hombros apenas se tocaban, y el resto de sus cuerpos estaban separados. Cuando ella sintió que Romeo entraba en erección continuó acariciándolo al mismo tiempo que se masturbaba con la mano izquierda. Fue un ritmo continuo y lento durante el que Romeo extendió recelosamente la mano para tocarle un pecho pequeño, pero ella hizo una mueca, como una niña, con los ojos fuertemente cerrados. Sus apretones se hicieron entonces más duros y fuertes y el vaivén más frenético y arrítmico hasta que Romeo alcanzó el orgasmo. En el momento en que el semen fluyó sobre la mano de Annee, ella también alcanzó el orgasmo, abrió los ojos y su ligero cuerpo pareció encogerse sobre sí mismo en el aire, retorciéndose y volviéndose hacia Romeo, como si pretendiera besarlo, pero bajó la cabeza y la hundió en su pecho por un momento, hasta que su cuerpo dejó de estremecerse. Luego, con mucha naturalidad, ella se sentó y se limpió la mano con la sábana arrugada de la cama. A continuación, tomó el paquete de cigarrillos y el encendedor de Romeo del mármol de la mesita de noche y empezó a fumar.

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