La cuarta K (36 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

BOOK: La cuarta K
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—No sé de qué me estás hablando —dijo Christian.

Ahora tenía prisa. Aún le quedaba una última visita que hacer antes de regresar a la Casa Blanca. Tenía que interrogar a Gresse y a Tibbot.

—Recuerda que seguirás teniendo mi afecto, pase lo que pase —dijo
El Oráculo
suspirando—. Eres la única persona viva a la que quiero. Y si está dentro de mi poder, no permitiré que jamás te ocurra nada. Llámame y manténme al corriente.

Christian volvió a sentir el viejo afecto que siempre había sentido por
El Oráculo
. Encogió los hombros y dijo:

—Qué diablos, esto sólo es una diferencia política, y eso es algo que ya nos ha ocurrido antes. No te preocupes, te llamaré.

—Y no te olvides de mi fiesta de cumpleaños —dijo el anciano dirigiéndole una sonrisa tortuosa—. Cuando todo esto haya pasado, si es que los dos aún estamos vivos.

Y, ante su asombro, Christian vio cómo las lágrimas aparecían sobre el apergaminado rostro del anciano. Se inclinó para besar aquella mejilla tan arrugada, que estaba fría como el cristal.

Cuando Christian Klee regresó a la Casa Blanca, se dirigió directamente al despacho de Oddblood Gray, pero la secretaria le dijo que Gray estaba reunido con el congresista Jintz y con el senador Lambertino. La secretaria parecía asustada. Había escuchado rumores de que el Congreso intentaba destituir de su cargo al presidente Kennedy.

—Llámelo —dijo Christian—, dígale que es importante y permítame utilizar su mesa y su teléfono. Vaya usted al lavabo de señoras.

Gray contestó al teléfono, pensando que se trataba de su secretaria.

—Será mejor que sea importante —dijo.

—Otto, soy Chris. Escucha. Algunos tipos del club Sócrates acaban de pedirme que firme el memorándum de destitución. A Dazzy también le pidieron que firmara, y trataron de chantajearlo con ese asunto de la bailarina. Sé que Wix está de camino hacia Sherhaben, de modo que no podrá firmar esa petición. ¿Qué vas a hacer tú?

La voz de Oddblood Gray sonó muy sedosa.

—Resulta curioso, los dos caballeros que están en mi despacho acaban de pedirme que firme. Ya les he dicho que no lo haría. Y también que ningún miembro del equipo personal del presidente lo haría. Ni siquiera he tenido necesidad de preguntártelo.

Había un cierto sarcasmo en su voz. Christian le replicó con impaciencia.

—Sabía que no firmarías, Otto, pero tenía que preguntártelo. Mira, sácate algunos rayos y truenos de la manga. Diles a esos caballeros que, como fiscal general, me dispongo a lanzar una investigación sobre la amenaza de chantaje contra Dazzy. Y también que dispongo de una gran cantidad de información sobre esos congresistas y senadores, y que esa información no quedaría muy bien en los periódicos si la dejara filtrar. Me refiero, sobre todo, a sus conexiones de negocios con los miembros del club Sócrates. Para decirles todo eso, no es necesario que utilices tu inglés de Oxford.

—Gracias por el consejo, compañero —dijo Oddblood Gray con suavidad—. Pero ¿por qué no te ocupas de tus propios asuntos y dejas que yo me ocupe de los míos? Y no le pidas a los demás que agiten tu espada de un lado a otro. Agítala tú mismo.

Siempre había existido un sutil antagonismo entre Oddblood Gray y Christian Klee. Desde el punto de vista personal, se gustaban y se respetaban mutuamente. Ambos tenían físicos impresionantes. Gray poseía, además, valor social, y lo había alcanzado todo por sí mismo. Christian Klee ya había nacido rico, aunque se negara a llevar una vida de acuerdo a su posición. Había sido un oficial físicamente valiente y luego director de campo de la CÍA, directamente implicado en operaciones clandestinas. Ambos eran hombres respetados en el mundo. Y fieles a Francis Kennedy. Y también eran abogados muy hábiles.

Y, sin embargo, ambos se mostraban cautelosos el uno con el otro. Oddblood Gray tenía depositada la mayor fe en el progreso de la sociedad a través de la ley, razón por la que se había convertido en un hombre tan valioso como enlace del presidente con el Congreso. Y siempre había desconfiado de la consolidación del poder que Klee había acumulado. Era demasiado que en un país como Estados Unidos alguien pudiera ser director del FBI, jefe del servicio secreto y también fiscal general. Cierto que Francis Kennedy había explicado sus razones para permitir esta concentración de poder. Lo consideraba necesario para proteger al propio presidente de cualquier amenaza de asesinato. Pero a Gray seguía sin gustarle.

Por su parte, Christian Klee siempre se había mostrado un tanto impaciente con la atención escrupulosa de Gray hacia las legalidades. Gray podía permitirse desempeñar el papel de estadista puntilloso. Trataba con políticos y con problemas políticos. Pero Christian Klee tenía la sensación de tener que estar quitando a paladas la mierda asesina de la vida cotidiana. La elección de Francis Kennedy había hecho salir de sus madrigueras a todas las cucarachas del país.Sólo él conocía los miles de amenazas de muerte que había recibido el presidente. Sólo él era capaz de aplastar a todas aquellas cucarachas. Y, para hacer su trabajo, no siempre podía detenerse en los aspectos más exquisitos de la ley. Eso era, al menos, lo que él creía.

Ahora se planteaba un caso similar. Klee deseaba utilizar el poder, Gray prefería emplear el guante de terciopelo.

—Está bien —asintió finalmente Christian—. Haré lo que tenga que hacer.

—Estupendo —dijo Oddblood Gray—. Y ahora tú y yo podemos ir juntos a ver al presidente. Nos quiere ver en la sala del gabinete en cuanto yo haya terminado aquí.

Oddblood Gray se había mostrado deliberadamente indiscreto mientras estuvo hablando por teléfono con Christian Klee. Tras colgar el teléfono, se volvió hacia el congresista Jintz y el senador Lambertino y les dirigió una sonrisa de disculpa.

—Siento mucho que hayan tenido que escuchar eso —les dijo—. A Christian no le gusta nada este asunto de la destitución, pero cuando se trata de una cuestión que afecta al bienestar del país, lo convierte en algo personal.

—Aconsejé que no se dijera nada a Klee —dijo el senador Lambertino—, pero, francamente, pensé que tendríamos una oportunidad con usted, Otto. Cuando el presidente le nombró enlace con el Congreso, pensé que había hecho una tontería, sobre todo teniendo en cuenta a todos nuestros colegas del Sur, pero ahora debo admitir que usted ha sabido ganárselos a lo largo de estos últimos tres años. Si el presidente le hubiera hecho caso, sus programas no habrían tenido que pasar por el Congreso.

Oddblood Gray mantuvo el rostro impasible.

—Me alegro de que hayan venido a verme —dijo con su voz sedosa—, pero creo que el Congreso está cometiendo un gran error al llevar adelante ese procedimiento para la destitución. La vicepresidenta no ha firmado. Seguramente habrán logrado ustedes el apoyo de casi todos los miembros del gabinete, pero ninguno del equipo personal del presidente. En consecuencia, el Congreso tendrá que votar para convertirse en cuerpo con capacidad para emitir la destitución. Eso es dar un paso muy grande. Significará que el Congreso puede arrollar el voto expreso del pueblo de este país.

Oddblood Gray se levantó y empezó a pasear por el despacho.

Habitualmente nunca lo hacía cuando estaba negociando. Sabía la impresión que eso causaba. Era demasiado poderoso físicamente y casi parecería un gesto ofensivo de dominación. Medía un metro noventa y cinco de altura, sus ropas estaban hechas a medida y su físico era el de un atleta olímpico. Apenas si tenía un toque de acento inglés. Su aspecto era exactamente el de esos poderosos ejecutivos que aparecen en los anuncios de televisión, excepto por el hecho de que su piel era de color café, en lugar de blanca. No obstante, en esta ocasión deseaba introducir un cierto matiz de intimidación.

—Ustedes dos son hombres a los que he admirado en el Congreso —dijo—. Siempre nos hemos entendido bien. Como saben, aconsejé a Kennedy no ir adelante con sus programas sociales hasta que no hubiera preparado mejor el terreno. Los tres comprendemos una cosa importante: que no hay una apertura mayor para la tragedia que un ejercicio estúpido del poder. Ése es uno de los errores más habituales entre los políticos. Y eso es exactamente lo que va a hacer el Congreso al destituir al presidente. Si tienen éxito, habrán sentado un precedente muy peligroso en nuestro gobierno, un precedente que puede conducir a repercusiones fatales cuando algún presidente adquiera un exceso de poder en el futuro. En un caso así puede que su primer objetivo consista en mutilar al Congreso. Y, en resumen, ¿qué ganan ustedes aquí? Impiden la destrucción de Dak y de los cincuenta mil millones de inversión de Bert Audick. Y el pueblo de este país les despreciará, porque, no cometan también ese error, el pueblo apoya la acción de Kennedy. Quizá lo haga por razones equivocadas. Todos sabemos que el electorado se deja llevar con excesiva facilidad por emociones evidentes, emociones que nosotros, como gobernantes, tenemos que saber controlar y reorientar. En estos momentos, Kennedy podría ordenar que se arrojaran bombas atómicas sobre Sherhaben, y el pueblo de este país lo aprobaría. Parece estúpido, ¿verdad? Pero así es como sienten las masas. Eso lo saben ustedes muy bien. Así que lo mejor que puede hacer el Congreso es quedarse quieto, ver si las acciones de Kennedy consiguen liberar a los rehenes y traer a los secuestradores a nuestras prisiones. En tal caso, todo el mundo se sentirá feliz. Si esa política fracasa, si los secuestradores asesinan a los rehenes, entonces podrán ustedes destituir al presidente y aparecer como héroes.

Oddblood había intentado su mejor jugada, a pesar de que sabía que era inútil. Gracias a su larga experiencia, sabía que hasta los hombres y las mujeres más prudentes hacen una cosa una vez que se han decidido a hacerla. Ninguna forma de persuasión sería capaz de cambiar sus mentes. Harían lo que deseaban hacer, simplemente porque ésa era su voluntad.

El congresista Jintz no le desilusionó.

—Está usted argumentando en contra de la voluntad del Congreso.

—Realmente, Otto —añadió el senador Lambertino—, lucha usted por una causa perdida. Conozco su lealtad para con el presidente. Sé que si todo hubiera salido bien, el presidente le habría nombrado miembro del gabinete. Y permítame decirle que, en tal caso, el Senado habría dado su aprobación. Eso aún puede suceder, pero no con Kennedy.

Oddblood Gray asintió con la cabeza, en un gesto de agradecimiento.

—Aprecio mucho sus palabras, senador, pero no puedo acceder a su petición. Creo que el presidente está justificado en la acción que ha decidido emprender. Creo que esa acción será efectiva. Creo que los rehenes serán liberados y que los criminales serán entregados para ser juzgados.

—Eso no tiene nada que ver con el asunto —exclamó de pronto Jintz con brusquedad y crudeza—. Lo que no podemos hacer es permitirle que destruya la ciudad de Dak.

—No se trata sólo del dinero —añadió el senador Lambertino con suavidad—. Un acto tan salvaje dañaría nuestras relaciones con todos los demás países del mundo. Eso es algo que usted debe comprender, Otto.

—No soy yo quien tiene que preocuparse por las relaciones exteriores —replicó—. Yo sólo me ocupo de tratar con el Congreso por el presidente. Y me doy cuenta de que ustedes no están de acuerdo conmigo. Así que permítanme decirles lo siguiente: a menos que el Congreso cancele su sesión especial de mañana, a menos que retire su moción de destitución, el presidente apelará directamente al pueblo de Estados Unidos por televisión. Y ya saben ustedes lo bueno que es el presidente en la pantalla. Machacará al Congreso. Y entonces, ¿quién sabe lo que puede suceder? Sobre todo si sus planes salen mal y los rehenes son asesinados de todos modos. Les ruego que se lo comuniquen así a sus compañeros de cámara. —Y se contuvo, antes de añadir-: Y a los miembros del club Sócrates.

Se separaron con aquellas expresiones de buena voluntad y afecto que forman parte de las buenas maneras políticas desde el asesinato de Julio César. Luego, Oddblood Gray se dirigió a recoger a Christian Klee para acudir ambos a la reunión con el presidente.

Pero su último discurso había conmocionado al congresista Jintz. El congresista había acumulado una gran riqueza durante los muchos años pasados en el Congreso. Su esposa era socia o accionista de compañías de televisión por cable en el estado de donde ambos procedían, y la firma de abogados de su hijo era una de las mayores del Sur. No tenía problemas económicos. Pero le encantaba la vida que llevaba como congresista; eso le proporcionaba placeres que no podían comprarse simplemente con dinero. Lo más maravilloso de ser un político de éxito consistía en que en la edad madura se podía ser tan feliz como en la juventud. Incluso como anciano que chochea, con el cerebro flotando en un flujo de células seniles, todo el mundo le sigue respetando a uno, le escucha y hasta le besa el trasero. Se dispone de los comités y los subcomités del Congreso, y siempre se puede meter la mano en los barriles de carne de cerdo. Se puede ayudar incluso a dirigir el curso del mayor país del mundo. A pesar de tener un cuerpo viejo y débil, los hombres más jóvenes y viriles tiemblan ante uno. Jintz sabía que su apetito por la comida, la bebida y las mujeres se desvanecería en algún momento, pero si en el cerebro aún le quedaba una sola célula viva, podría seguir disfrutando del ejercicio del poder. ¿Y cómo puede temerse la proximidad de la muerte cuando los semejantes le siguen temiendo a uno?

Así que Jintz se sentía preocupado. Si ocurría alguna catástrofe, ¿era posible que perdiera su escaño en la Cámara? No había forma de salir de aquello. Ahora, toda su vida dependía de la destitución de Francis Kennedy de su cargo.

—No podemos permitir que el presidente salga mañana por televisión —le dijo al senador Lambertino.

13

JUEVES

(WASHINGTON)

Matthew Gladyce, el secretario de Prensa del presidente, sabía que en las próximas veinticuatro horas tendría que tomar las decisiones más importantes de su vida profesional. Su trabajo consistía en controlar las respuestas de los medios de comunicación a los trágicos acontecimientos que habían conmocionado el mundo en los tres últimos días. También tendría que informar al pueblo de Estados Unidos de qué era exactamente lo que se disponía a hacer su presidente para afrontar tales acontecimientos, y justificar al mismo tiempo sus acciones. Gladyce tenía que ser muy cuidadoso.

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