Authors: James Ellroy
El 15 de enero de 1947, en un solar de Los Ángeles, apareció el cadáver desnudo y seccionado en dos de una mujer joven. El médico forense determinó que la habían torturado durante días. Elizabeth Short, de 22 años, llamada la
Dalia Negra
, llevará a los detectives a los bajos fondos de Hollywood, para así involucrar a ciertas personas adineradas de Los Ángeles. Ambos están obsesionados por lo que fue la vida de la Dalia Negra, y, sobre todo, por capturar al individuo que la asesinó…
James Ellroy
La dalia negra
ePUB v1.0
Roy Batty10.08.11
Título: La dalia negra
Título original: The Black Dahlia
Autor: James Ellroy
ISBN: 9788498721973
Año publicación: 1987
Para Geneva Hilliker Ellroy 1915-1858
Madre: veintinueve años después, esta despedida de sangre
Y ahora te doblo, mi borracho, mi navegante, mi primer guardián perdido, para amarte o para mirarte después.
ANNE SEXTON
Jamás le conocí en vida. Existe para mí a través de los otros, mediante la evidencia de lo que su muerte les obligó a hacer. Trabajando con el pasado, busqué sólo hechos, y la reconstruí bajo la forma de una muchachita triste y una puta, en el mejor de los casos como alguien que-pudo-ser..., una etiqueta que podría serme aplicada también a mí. Desearía haber podido concederle un final anónimo, relegado a unas pocas palabras lacónicas sobre el informe de un policía de Homicidios, la copia en papel carbón que se manda a la oficina del forense, más papeleo necesario para llevarle al cementerio. Lo único que había de malo en mi idea es que ella no hubiera querido que las cosas ocurrieran de ese modo. Por brutales que fueran los hechos, ella hubiese querido que tales hechos llegaran a ser conocidos. Y dado que le debo mucho, y soy el único conocedor de la historia, he empezado a escribir esto.
Pero antes de la Dalia estuvo la relación, y antes de eso, la guerra, los reglamentos militares y las maniobras en la División Central, los cuales nos recordaban que también los polis éramos soldados, aunque fuésemos mucho menos populares que quienes estaban combatiendo contra los alemanes y los japoneses. Después del trabajo de cada día, los patrulleros tenían que participar en simulacros de ataque aéreo, pruebas de oscurecimiento y entrenamientos para la evacuación en caso de incendio, lo cual nos obligaba a ponernos firmes en la calle Los Ángeles, a la espera de que el ataque de un Messerschmitt nos hiciera sentir un poco menos estúpidos. La llamada para los servicios del día seguía siempre un orden alfabético, y poco después de haberme graduado en la Academia, en agosto de 1942, conocí a Lee allí mismo.
Ya había oído hablar de él por su reputación y estaba enterado de nuestros historiales respectivos: Lee Blanchard, peso pesado, 43 victorias, 4 derrotas y 2 nulos; con anterioridad, atracción regular en el estadio de la Legión de Hollywood. Y yo: Bucky Bleichert, peso ligero, 36 victorias, ninguna derrota, y ningún nulo, colocado una vez en el puesto número diez del
ranking
por la revista
Ring
, tal vez porque a Nat Fleisher le divertía la mueca desafiante con que solía contemplar a mis adversarios, en una exhibición de mis dientes de caballo. Pero las estadísticas no contaban toda la historia. Blanchard pegaba duro, y recibía seis golpes para poder colocar uno, un clásico cazador de cabezas; yo bailaba, hacía fintas y buscaba el hígado, siempre con mi guardia en alto, pues temía que si recibía demasiados puñetazos en la cabeza mi aspecto se estropearía aún más de lo que mis dientes lo estropeaban. En cuanto a los estilos de pelear, Lee y yo éramos como el aceite y el agua, y cada vez que nuestros hombros se rozaban cuando nos repartían las tareas a primera hora del día, yo me preguntaba quién ganaría.
Durante cerca de un año nos estuvimos midiendo mutuamente. Jamás hablábamos del boxeo o del trabajo policial y limitábamos nuestra conversación a unas cuantas palabras sobre el tiempo. En lo físico, éramos tan distintos como pueden serlo dos hombres: Blanchard, rubio, de complexión sanguínea, medía metro ochenta y dos y tenía los hombros y el tórax enormes, con las piernas gruesas y arqueadas y el nacimiento de una tripa dura e hinchada; yo era de tez pálida y cabello oscuro, un metro noventa de flaca musculatura. ¿Quién ganaría?
Finalmente, dejé de intentar predecir quién sería el ganador. Pero otros policías habían adoptado la pregunta como suya y, durante ese primer año en la Central, oí docenas de opiniones: Blanchard por un KO rápido; Bleichert por decisión de los jueces; Blanchard parando el combate, siendo retirado de éste por heridas... Todo, salvo Bleichert noqueando a su adversario.
Cuando no me veían, les oía susurrar nuestras historias fuera del ring: el ingreso de Lee en el Departamento de Policía de Los Ángeles; sus rápidos ascensos, conseguidos gracias a los combates privados a los cuales asistían los peces gordos de la policía y sus amigotes de la política; cómo capturó a los atracadores del Boulevard-Citizens, allá por el 39, y se enamoró de una de las chicas de los ladrones, lo que le impidió engrosar las filas de los detectives cuando la chica se fue a vivir con él —en una completa violación de las reglas del Departamento sobre no mezclar el trabajo y la vida privada— y, por último, la petición de ella para que dejara de boxear. Los rumores sobre Blanchard me llegaban igual que los golpes y las fintas del ring, y yo me preguntaba hasta qué punto serían ciertos. Los fragmentos de mi propia historia eran como puñetazos en el estómago, por su veracidad al ciento por ciento: el ingreso de Dwight Bleichert en el Departamento para escapar de problemas bastante graves; la amenaza de expulsión de la academia cuando se descubrió que su padre pertenecía al Bund germano-estadounidense; las presiones sufridas para que denunciara ante el Departamento de Extranjeros a los chicos de ascendencia japonesa con los cuales había crecido para así asegurar su posición dentro del Departamento de Policía de Los Ángeles... No le habían pedido que celebrara combates privados porque no era un buen pegador, de los que dejan inconsciente a sus adversarios a las primeras de cambio.
Blanchard y Bleichert: un héroe y un desgraciado.
Acordarme de Sam Murakami y de Hideo Ashida, esposados y camino a Manzanar, hizo que las cosas quedaran bastante simplificadas entre nosotros dos..., al principio. Más tarde entramos en acción, codo a codo, y mis primeras impresiones sobre Lee —y sobre mí mismo—, se fueron al garete.
Era a principios de junio de 1943. La semana anterior, los marineros se habían peleado con unos cuantos mexicanos vestidos de cuero negro en el muelle Lick de Venice. Corrían rumores de que uno de los chicos había perdido un ojo. Empezaron a producirse escaramuzas tierra adentro: personal de la marina procedente de la base naval de Barranco Chávez contra los pachucos de Alpine y Palo Verde. A los periódicos llegaron noticias de que los mexicanos llevaban insignias nazis, además de sus navajas de muelle, y centenares de soldados, infantes de marina y marineros de uniforme cayeron sobre las zonas bajas de Los Ángeles, armados con bates de béisbol y garrotes de madera. Se suponía que en la Brew 102 Brewery, en Boyle Heights, los pachucos se agrupaban en número similar y con armamento parecido. Cada patrullero de la División Central fue llamado al cuartel y allí se le proporcionó un casco de latón de la Primera Guerra Mundial y una tranca enorme conocida como sacudenegros.
Al caer la noche, fuimos conducidos al campo de batalla en camiones que habían sido prestados por el ejército y se nos dio una sola orden: restaurar la paz. Nos habían quitado los revólveres reglamentarios en la comisaría; los jefazos no querían que ningún 38 cayera en manos de esa asquerosa y jodida ralea mexicano-argentina, los gángsters morenos. Cuando saltamos del camión en Evergreen y Wabash, llevando en la mano sólo un garrote de kilo y medio con el mango recubierto de cinta adhesiva para que no resbalara, me sentí diez veces más asustado de lo que jamás había estado en el ring, y no porque el caos estuviera acercándose a nosotros desde todas las direcciones.
Me sentía aterrado, porque, en realidad, los buenos eran los malos.
Los marineros estaban reventando a patadas todas las ventanas de Evergreen; infantes de marina con sus uniformes azules destrozaban sistemáticamente las farolas, lo cual producía cada vez más y más oscuridad en la que poder trabajar. Soldados y marineros de agua dulce habían dado de lado la rivalidad entre las distintas armas y volcaban los coches aparcados ante una bodega al tiempo que jovencitos de la marina vestidos con sus acampanados pantalones blancos molían a palos a un grupo de mexicanos, al que superaban con mucho en número, en un portal de al lado. En la periferia de la acción pude ver cómo unos cuantos de mis compañeros se lo pasaban en grande con gente de la Patrulla Costera y policías militares.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, quieto y aturdido, mientras me preguntaba a mí mismo qué debía hacer. Entonces, miré hacia la calle Primera, al final de Wabash, donde vi casitas y árboles; nada de pachucos, polis o infantes de marina sedientos de sangre. Antes de saber muy bien lo que hacía, corrí en esa dirección a toda velocidad. Hubiera seguido así hasta derrumbarme pero una aguda carcajada que brotó de un porche me hizo frenar en seco.
Fui hacia el lugar de donde me llegaba el sonido.
—Eres el segundo de los polis jóvenes que sale como si se le quemara el culo de la animación —me dijo una voz bastante cascada—. No te culpo. Resulta bastante difícil saber a quién le has de poner las esposas, ¿verdad que sí?
Me quedé en el porche, sin moverme, y miré al viejo.
—La radio dice que los taxistas han ido hasta los cuarteles de la parte alta de Hollywood para traer a los marineritos hasta aquí. Según la KFI, esto es un asalto anfibio, han estado tocando
Levando anclas
cada media hora y he visto unos cuantos reflectores giratorios al final de la calle. ¿Crees que esto es lo que llamáis vosotros un asalto anfibio?
—No tengo ni idea, pero yo me largo.
—No eres el único, ¿sabes? Hace muy poco, un hombretón pasó corriendo por aquí.
El abuelo comenzaba a parecerme una versión de mi padre, aunque algo más correosa.
—Hay unos cuantos pachucos que necesitan ver su orden restaurado.
—¿Y cree que eso es sencillo, amigo?
—A mí me lo resultaría.
El viejo lanzó una risita de placer. Bajé del porche y volví hacia donde debía estar, mientras me daba golpecitos en la pierna con el garrote. Ahora, todas las farolas estaban rotas; resultaba casi imposible distinguir a los mexicanos de los soldados. El observar aquello me proporcionó un camino fácil para salir de mi dilema, y me dispuse para lanzarme a la carga. Entonces, a mi espalda, oí gritar: «¡Bleichert!», y supe quién era el otro tipo que también había salido corriendo.
Retrocedí. Allí tenía a Lee Blanchard. «La esperanza blanca de Southland que no era lo bastante grande», enfrentándose a tres infantes de marina de uniforme azul y un pachuco con todos sus cueros de gala. Los tenía acorralados en el camino que cruzaba el patio de una cabaña bastante maltrecha y los rechazaba con rápidos gestos de su sacudenegros. Los marineritos le lanzaban golpes con sus garrotes, y fallaban siempre porque Blanchard no paraba de moverse, atrás y adelante, hacia un lado, sosteniéndose con gran agilidad sobre las puntas de los pies. El pachuco no cesaba de acariciar las medallas religiosas que le colgaban del cuello y su expresión era la de no entender nada.