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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (24 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Si obligáis a la señora Marie a ir con vos en el estado de debilidad en el que se encuentra, ni ella ni su hija lograrán sobrevivir. Me pregunto cómo explicaréis la muerte de ambas al conde palatino. Yo me encargaré de contarle la verdad al noble señor, ya que lo conozco bien.

Esto último no era cierto, pues, salvo en Constanza, Hiltrud no había visto al conde palatino más que un par de veces y de lejos, cuando venía de visita a Rheinsobern. Sin embargo, la amenaza surtió un efecto inmediato. La señora Kunigunde sabía muy bien que no ganaría nada con la muerte de Marie. Su prima Hedwig reclamaría la herencia para sí y se la otorgarían, ya que Wilmar Häftli, su esposo, gozaba de una gran influencia en la ciudad por ser el jefe suplente del gremio de los maestros toneleros de Rheinsobern. El caballero Manfred ya había tenido la oportunidad de recibir algunas muestras del orgullo de los ciudadanos de Rheinsobern, y le había contado a su esposa lleno de furia contenida lo mal que lo había tratado esa recua de arrogantes.

La señora Kunigunde odiaba tener que darse por vencida, pero sabía que por ahora no podía hacer nada. De modo que echó la cabeza hacia atrás y amenazó a Hiltrud.

—¡Te hago responsable de ella! En cuanto esta mujer se recupere del parto, enviaré a mi esposo a buscarla. Y si intentáis oponer resistencia, nuestros soldados os mostrarán quién manda.

Diciendo esto, se dio media vuelta y se marchó en medio de una nube de hedor.

Cuando hubo cerrado la puerta tras de sí, la partera escupió.

—Oí con absoluta claridad cómo esa ordinaria se pedorreaba antes de irse.

El párroco la amonestó con un gesto de su mano.

—Modera tu lengua, hija mía. La dama es la esposa de nuestro alcaide y merece que le guardes respeto.

—Eso no la hace más fina —respondió la partera, bajando el tono de su voz.

Marie apenas percibía lo que sucedía a su alrededor; yacía acostada con los ojos cerrados y los puños apretados. Sabía de lo que la señora Kunigunde era capaz. Si no quería que la llevaran de vuelta a Rheinsobern a rastras, como una prisionera, tendría que afrontar el frío junto con su hija y viajar a través de las rutas invernales hasta algún sitio en el que estuviese protegida de aquella estirpe de roñosos que había copado el castillo. Cuando el párroco y todas las mujeres, menos su prima, abandonaron la granja de cabras, se lo comentó a Hiltrud.

Hedwig, que estaba acunando a la pequeña, la contradijo con vehemencia.

—¡No puedes irte de aquí! ¿O acaso quieres que tu pequeña se muera por el camino?

Hiltrud levantó la mano, tranquilizándola.

—Está bien, Hedwig, no te alteres. Yo tampoco dejaría ir a Marie así como así, sino que le haría enganchar un trineo y me encargaría de que la llevaran hasta el conde palatino. Probablemente tengamos que actuar rápido, ya que allá arriba, en el castillo, la obligarán a desposar al mugriento primo de Kunigunde para que esa estirpe pueda hacerse de una vez por todas de su fortuna.

—Y la vida de mi pequeña correría peligro —agregó Marie, coincidiendo con esas palabras—. Tienes toda la razón, Hiltrud. En cuanto haya recuperado un poco mis fuerzas, aceptaré tu oferta de que uno de tus siervos me lleve a Heidelberg en un trineo tirado por caballos.

—Mi Thomas se encargará de ello. Quisiera que ya estuviese aquí de vuelta. Estoy segura de que a él se le ocurriría alguna idea para impedir que el caballero Manfred te lleve de aquí.

Marie no pudo evitar esbozar una sonrisa amarga, ya que, a su modo de ver, el esposo de Hiltrud ciertamente no era el hombre que podía imponerse ante el alcaide y su mujer. Si bien Thomas era hijo bastardo del antiguo castellano de Arnstein y, por tanto, el hermanastro del caballero Dietmar, al haber sido siervo de la gleba estaba acostumbrado a obedecer sin vacilar a quienes estaban por encima de él. Hiltrud era mucho más capaz de imponerse que su esposo, pero ahora Marie no podía confiar más que en sí misma. De modo que tendría que recuperarse cuanto antes del desgaste del parto y volver a ponerse en pie.

Mientras meditaba acerca de cuáles serían los próximos pasos a seguir, volvió a recordar a Michel. Echaba de menos a su esposo más que nunca, pero curiosamente ya no sentía tristeza alguna, sino la firme convicción de que él aún estaba con vida. Si bien no comprendía qué le impedía regresar con ella y con su pequeña hija, en algún momento volvería a estrecharlo entre sus brazos, ahora estaba Completamente segura de ello.

TERCERA PARTE

RUMBO A LO DESCONOCIDO

Capítulo I

Ludwig von der Pfalz jamás había hecho esperar a Marie antes de una audiencia tanto como aquel día. Llevaba cuatro horas esperando en aquel salón lleno de corrientes de aire, y durante ese tiempo había visto entrar y salir al menos a una docena de hombres, y también a varias damas, y la mayoría de ellos era de una clase inferior a la suya. Ese trato sólo podía significar que el señor Ludwig estaba mucho más enfadado de lo que ella temía. Ya había pasado un rato desde que el lacayo, que se encargaba de llamar a los suplicantes y conducirlos a la sala en la que el conde acostumbraba a recibir, acompañara hasta la salida al último visitante, de modo que Marie suponía que la llamarían en cualquier momento. Sin embargo, nada ocurría.

Marie comenzó a contar las sillas tapizadas en damasco rojo, y cuando terminó siguió con las patas de las sillas. Los artesanos encargados de amueblar la antesala eran verdaderos artistas. Entretanto, ella ya podía juzgar con conocimiento de causa, ya que la primavera anterior había casado a su doncella Ischi con el tornero de madera y constructor de mesas Ludolf, y durante ese tiempo había ido a menudo a su taller para observarlo a él y a su gente. El esposo de Ischi le estaba muy agradecido por haber promovido aquella unión, regalándole a su esposa una dote muy generosa para sus posibilidades, y por eso no le había escatimado sus conocimientos, como solía suceder en esos casos, sino que la había iniciado en todos los secretos de su arte.

En mayo, una orden del conde palatino había acabado con la hermosa temporada que Marie estaba pasando con Hiltrud en la granja de cabras. Por entonces aún creía que debía estarle agradecida al señor Ludwig, y había obedecido gustosa a su orden de viajar inmediatamente a Heidelberg, ya que su intervención había obligado a Kunigunde von Banzenburg y a su esposo a dejarla en paz.

Aún recordaba muy bien los terribles días posteriores al nacimiento de su hija, cuando su debilidad le hacía creer que la señora Kunigunde regresaría en cualquier momento con los soldados del castillo, secuestrándolas a ella y a su pequeña Hiltrud, a quien todos llamaban simplemente Trudi, y arrojándolas nuevamente a las, gélidas sombras de la torre. Si bien Hiltrud le había prometido protegerlas a ella y a su ahijada de la plebe del castillo con el rastrillo y la guadaña, aquella promesa no había hecho más que acrecentar el miedo de Marie, ya que probablemente los hombres habrían linchado a Hiltrud.

Hasta ese día ignoraba si lo que había impedido que la señora Kunigunde regresara había sido la advertencia de Hiltrud o la tormenta de nieve que había vuelto a arreciar. Sea como fuere, la señora había perdido su oportunidad, ya que una semana más tarde había aparecido Thomas, el esposo de Hiltrud, como un ángel salvador en medio de la peor furia de las fuerzas naturales, trayéndole una carta de parte del conde palatino. En el documento, redactado por un secretario en la más bella letra gótica, el conde Ludwig prohibía obligar a hacer algo a la viuda del caballero imperial Michel Adler en contra de su voluntad, e incluso ordenaba expresamente al alcaide del castillo de Rheinsobern entregarle a Marie Adler los efectos personales de ella y los de su esposo.

Una vez que las calles volvieron a estar transitables, Marie envió a traer a la granja de cabras a la señora Kunigunde y su esposo para mostrarles ese escrito. Aún recordaba con malicioso deleite el ataque de rabia que había sufrido la mujer. Manfred von Banzenburg se había tomado el asunto con mucha más calma, y en los días sucesivos le había ido entregando sus posesiones, al menos las que aún existían, y había enviado a su hijo letrado, Matthias, a ofrecerle una suma de dinero en concepto de indemnización por lo que faltaba y por los alimentos que habían consumido. Marie estaba segura de que el dinero provenía de las bolsas destinadas al conde palatino, pero lo había aceptado de todas formas porque consideraba que los Banzenburg debían arreglar el dinero que faltaba con el señor Ludwig.

Una vez que había llegado a Heidelberg, todos sus sentimientos de inmensa gratitud hacia el conde palatino dieron paso a la ira y a la indignación, ya que cuando quiso demostrarle su infinita gratitud y su devoción, el noble señor la había esquivado y se había limitado a nombrarle a tres de sus vasallos, entre los cuales debía elegir uno cuanto antes para que fuese su nuevo esposo. El señor Ludwig pensaba otorgarle el condado a uno de sus acólitos, y le había presentado el hecho de dejarla elegir entre varios candidatos como un gesto especialmente magnánimo. Marie había rechazado enérgicamente a los tres porque estaba más convencida que nunca de que Michel estaba vivo.

Desde que había nacido su hija había soñado con él casi todas las noches. Siempre estaba vestido con esa túnica extraña, bien en un castillo poderoso aunque de contornos demasiado vagos como para reconocerlo, bien con una cadena de montañas similares a la Selva Negra como escenario de fondo. En más de una ocasión había intentado convencer al señor Ludwig de que su esposo no estaba muerto; sin embargo, éste no le había prestado atención. Para el conde palatino, la palabra que valía era la de Falko von Hettenheim, que había jurado por Dios y por la Virgen que Michel había caído en el campo de batalla. Falko había alternado entre la burla y las injurias, y finalmente la había acusado de haber inventado una excusa barata para no tener que volver a contraer matrimonio. Marie desconfiaba de Falko, y no le habría creído ni siquiera aunque hubiese dicho la verdad, ya que odiaba a aquel hombre con una intensidad que ni ella misma podía explicarse. Sin embargo, tenía que contenerse, ya que el conde palatino tenía a Falko en muy alta estima y ella no podía permitirse el lujo de irritar aún más al señor Ludwig.

Una tensión intensa en el vientre la sustrajo de sus pensamientos. Después de cuatro horas tenía la vejiga tan llena que por un momento temió mojar la silla sobre la que estaba sentada. Sin embargo, no se atrevía a dejar la antesala por miedo a que el conde no la encontrara y aprovechase la oportunidad para dar la audiencia por concluida y dirigirse a la sala de caballeros, donde sus vasallos ya estaban aguardándolo. Y entonces pasarían días o incluso semanas enteras hasta que volvieran a concederle una audiencia con él, y eso era algo a lo que no podía arriesgarse. Como no quería pasar el invierno en la ciudad, debía partir antes de que las tormentas otoñales le dificultaran el viaje, ya que no podía someter a Trudi a un viaje en medio de lluvias continuas o de nieve.

Para distraerse miró a través de la ventana hacia el verde que circundaba las amplias instalaciones que rodeaban el castillo. Si bien los cristales de ojo de buey distorsionaban la imagen de los árboles, eran lo suficientemente claros como para que los colores del Otoño brillaran en todo su esplendor a través del vidrio. Estaban casi a mediados de octubre, pronto las tormentas otoñales les arrancarían las hojas. Marie suspiró, ya que recordó que hacía casi un año que la consideraban viuda, y en pocas semanas Trudi cumpliría su primer año de vida. Mariele, la hija mayor de Hiltrud, cuidaba amorosamente de la niña y complacía a Marie en todo, porque estaba orgullosa de que le hubiesen permitido acompañar a su madrina a ver al conde palatino.

Marie esperaba que Trudi se hubiese conformado con el puré que le preparaba Mariele, ya que no siempre ocurría eso. La pequeña prefería mil veces el pecho, y solía escupir cualquier otra cosa que se le ofreciera. También su hija era una de las razones por las que deseaba que la audiencia terminase pronto, para poder amamantarla. Algunas de las mujeres de la corte la habían criticado por no haber tomado un ama de leche, convencidas de que de esa forma estaba malcriando demasiado a la niña. Sin embargo, ella no se hubiese privado por nada del mundo del placer de amamantar a la hija de Michel con su propia leche, y pensó con cierta tristeza que tendría que destetar a Trudi en los próximos meses.

La vejiga ya le dolía de tal modo que no sabía cómo sentarse, pero cuando estaba á punto de darse por vencida y salir corriendo al retrete, que se encontraba bastante lejos, empotrado en el muro que daba al adarve, finalmente apareció el lacayo.

—El señor Ludwig os espera.

Marie lo siguió hasta la serie de habitaciones en las que residía el conde palatino. Delante de una puerta que llevaba en relieve el escudo palatino en ambas hojas, había dos soldados montando guardia y vistiendo cascos con plumas de los colores palatinos y corazas de acero. Cuando el lacayo entró con Marie, se hicieron a un lado con rostro impertérrito. El sirviente abrió una de las puertas y anunció a Marie a viva voz. Ella entró obedeciendo a una señal de él y se inclinó para hacer una reverencia ante el conde palatino, que estaba aburrido, sentado en su silla, en la que incluso los brazos estaban provistos de un acolchado muy grueso. El conde llevaba una túnica ricamente bordada de fondo azul, semejante a una guerrera pero de una tela más liviana, un pantalón ajustado de color rojo y en la cabeza un birrete azul oscuro con bordados en plata y un gancho con aplicaciones de rubí. En su mano derecha se posaba una copa ricamente cincelada, mientras que su mano izquierda descansaba relajada sobre la mesa que tenía delante. El conde no respondió al saludo de Marie, sino que le hizo inmediatamente la pregunta que ella ya se esperaba.

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