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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (41 page)

BOOK: La dama del castillo
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El caballero levantó la cabeza, sorprendido.

—¿Acaso conoces a la esposa de Falko?

Marie asintió, solícita. Sólo en el último momento se dio cuenta de que había estado a punto de delatarse. Se rio con un poco de afectación y se puso a mecer en brazos a Trudi para ganar tiempo y encontrar las palabras adecuadas.

—Bueno, una vez vi a la señora Huida en un mercado preguntándole a una vendedora de hierbas si tenía algún método que la ayudase a volver a quedar embarazada y, sobre todo, a tener la mayor cantidad posible de hijos varones. La mujer le preparó una tisana, aunque después me contó que, si bien era cierto que aquella bebida la ayudaría a tener gran descendencia, tal como le había prometido... sólo servía para engendrar hijas.

El caballero Heinrich, riéndose, le dio unas paladas en el hombro a Marie.

—Realmente se lo desearía de todo corazón a mi archinoble primo. Pero él sería capaz de ahogar a su esposa mientras duerme para meter en su cama a cualquier otro vientre fértil antes de permitir que yo o alguno de mis hijos heredemos sus bienes. En fin, a mí tampoco me va tan mal como para andar pidiendo limosna, y si tengo un poco de suerte, el honorable abad de Vertlingen nombrará a mi hijo mayor como mi sucesor.

Eva le guiñó el ojo.

—Tal vez en esta guerra logréis obtener el favor del emperador, y entonces él os otorgará en feudo un dominio imperial libre. Eso mismo hizo hace dos años con un valiente caballero que al parecer le salvó la vida. Al pobre no le sirvió de mucho, ya que poco después cayó en un enfrentamiento contra los bohemios, así que no pudo disfrutarlo, pero seguramente sus herederos le agradecerán siempre ese ascenso.

Marie tuvo que contenerse para no gritarle a Eva que hubiese preferido mil veces que Michel estuviese vivo antes que recibir un condado imperial que no le servía de nada. Incluso en el caso de que el emperador cumpliera con su palabra, otorgándole a Trudi el feudo prometido, los que administrarían el territorio serían otros, que estarían preocupados principalmente por su propio beneficio. En cambio a ella le quitarían a Trudi y la obligarían a contraer nupcias con alguno de los vasallos de Segismundo. Y Marie se permitía dudar de que el hombre en cuestión resultara ser mejor que ese impresentable de Fulbert Schäfflein, que había dejado embarazada a Oda.

—¡El mundo es muy injusto! —se le escapó, y los demás la miraron, atónitos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Eva.

Marie entrecerró los ojos y se frotó la frente con las yemas de los dedos.

—Son sólo viejos recuerdos, nada más —respondió, esquiva.

El hidalgo Heribert se le acercó y la cogió de las manos.

—Si alguien os ha ofendido o importunado, sólo decidme su nombre y yo le daré su merecido.

Marie se apartó de él, intentando reírse sin éxito.

—Noble señor, a la mayoría de los que me ofendieron ya los he olvidado, y el resto no se merece que alguien como vos se digne a ocuparse de ellos.

No parecía que el joven Seibelstorff fuera a conformarse con esa explicación, pero por suerte en ese momento apareció Michi con gesto culpable.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le increpó Marie, enfadada—. ¿Has comido algo por lo menos?

Michi meneó la cabeza.

—Solo un pedazo de pan que me dio el furriel.

—Nosotros te hemos guardado algo —declaró Eva—. Está en la olla que hay sobre el pescante. Vamos, ve a buscarla y ponía junto al fuego, ya que se habrá enfriado.

Michi se dirigió deprisa a la carreta, cogió la olla y la puso junto al fuego, apoyándola de manera tal que la alcanzara el calor pero no la llama directa. Al cabo de un rato sacó su cuchara de una bolsa que llevaba colgada del cinturón y empezó a comer.

—¡Está muy rico!

—Más te vale que opines eso; después de todo, hoy he cocinado yo. —Eva hizo ése comentario sonriendo, y luego cortó un trozo de la salchicha que había traído Görch—. ¡Aquí tienes! A tu edad, los muchachos suelen estar siempre hambrientos. —Después echó la cabeza hacia atrás y se puso a contemplar el firmamento—. Ya se ve el lucero del atardecer. Es hora de ir a la cama, aunque ésta no consista en otra cosa que un par de mantas que extendemos debajo de nuestras carretas.

—Los antiguos romanos le llamaban Venus a esa estrella, en honor a su diosa del amor —dijo Heribert, al tiempo que le dirigía a Marie una mirada anhelante.

Heinrich von Hettenheim lo vio y apoyó su mano sobre el hombro del hidalgo.

—Si necesitas una mujer imperiosamente, vete con una protituta de campaña. Marie es demasiado buena como para servir de amante a un hidalgo.

Al decir esas palabras. Heinrich renunció al tratamiento formal que había utilizado hasta entonces, se dirigió a él como a un viejo amigo.

Heribert lo miró con ojos chispeantes de indignación.

—Yo respeto a la señora Marie y jamás la mancharía en pos de satisfacer bajos instintos.

—Me parecen muy buenas tus intenciones; espero que no las olvides.

El caballero Heinrich había decidido definitivamente hablar sin rodeos. El joven Seibelstorff necesitaba a alguien que lo cuidara y que le hiciera ver las cosas, aunque eso a veces resultase desagradable.

Theres y Oda regresaron con los platos lavado sy los repartieron. De pronto, eva dejó escapar un grito agudo mientras señalaba una pieza adornada con unos dibujos muy bonitos.

—¡Un momento, eso es mío!

Oda se estremedió e intentó hacer desaparecer el cuenco debajo de su falda. Pero Theres fue más rápida y se lo arrebató.

—Es cierto, ésta es tu pieza más linda, Eva. Me temo que no podemos dejar que Oda lave los platos. Tiene la mano demasiado larga para mi gusto.

—Ayer la vi hurgando en la carreta de Marie, y cuando quise pedirle explicaciones, salió corriendo como un rayo a pesar de su vientre abultado.

Donata no hacía ningún esfuerzo por ocultar su rechazo, y las otras tres asintieron, sombrías.

Eva midió a la embarazada con una mirada penetrante. —En tu lugar, yo trataría de ser más prudente, ya que muy pronto necesitarás imperiosamente de nuestra ayuda.

Oda hizo un grosero gesto de desprecio.

—Bha, para cuando llegue el momento de que mi bebé nazca, ya llevaré tiempo en Núremberg o incluso Worms, en casa del señor Schäfflein.

Eva se rió como una cabra.

—¡Si es que no te equivocas! No es bueno viajar en estado tan avanzado, y si llegase a ser cierto que el señor Schäfflein está interesado en su bastardo, no creo que le agradara mucho que dieras aluz a un hijo muerto, ya que eso lastimaría su orgullo viril.

Marie no pudo más que soltar una risita pensando en el debilucho hombrecito ante el cual Oda se había abierto de piernas tan solícitamente. Antes que obedecer a los designios del conde palatino y casarse con aquel caballero de triste figura prefería ingresar en un convento para continuar su duelo por la muerte de Miguel hasta el final.

Eva tocó a Marie en el hombro.

—¿Y ahora qué te sucede que pones esa cara? A juzgar por tus cambios repentinos de ánimo, diríase que quien está embaraza eres tú, no Oda.

Marie reaccionó con furia.

—¡Yo no estoy embarazada!

—Sin embargo, desde Núremberg llevas comportándote de forma muy extraña –declaró imperturbable la vieja vivandera, aunque después ella misma terminó con el tema—. Tendrás que arreglártelas sola con tus cambios de humor. Venid, vamos a acostarnos. El día de mañana no será más sencillo que el que pasó. —Eva se dirigió hacia su carreta, pero de golpe se dio la vuelta y señaló con el índice a Od—. Si llego a pescarte merodeando por mi carreta, te echará a latigazos, embarazada o no.

Capítulo V

A la mañana siguiente, Görch apareció como una sombra junto a la carreta de Marie, volvió a mirar furtivamente a su alrededor y le dejó un trozo de tocino que, según dijo, el furriel se había olvidado de llevar.

—¡Aquí tienes, para ti, por tu delicioso vino! Por favor, cuídate mucho y mantente alejada de los infantes flamencos. Piensan desertar si no les pagan pronto su soldada y saquear un par de aldeas de regreso al imperio para hacer que su marcha haya valido la pena.

—Pero si detrás de nosotros sólo quedan los lugares que han permanecido fieles al emperador y se encuentran en territorio imperial. ¡No pueden referirse a ellos!

Görch se encogió de hombros.

—Probablemente sí. ¿Pero qué importa que sean bohemios o soldados quienes saquean las aldeas? El resultado es siempre el mismo.

—Sí, asesinan a la gente, vejan a las mujeres y los nobles señores alzan* sus copas para brindar por la victoria. Es para ponerle los pelos de punta a cualquiera.

—Debo decir que prefiero que los flamencos maten a un par de campesinos antes de que haya líos aquí en el ejército —respondió Görch, encogiéndose de hombros.

Marie asintió, angustiada. Sabía por Michel que los sectores rebeldes de las tropas no se detenían ni siquiera frente a su propia gente, y que las mujeres de los pertrechos terminaban siendo sus primeras víctimas. En ese momento maldijo su idea de hacerse pasar por vivandera y deseó estar de regreso en la tibia granja de su amiga Hiltrud. Pero entonces recordó enérgicamente que allí tampoco hubiese estado a salvo. Contraer matrimonio a la fuerza también representaba el inicio de cientos de violaciones, aunque en ese caso el hombre obrara con la bendición de la Iglesia. De modo que, en realidad, daba lo mismo dónde estuviera. Lo único que contaba para ella era sobrevivir y hallar a Michel. Puso el tocino que Görch le había traído junto con sus propias provisiones y tranquilizó su conciencia pensando que el furriel del emperador no podría darse cuenta al ver un trozo de carne ahumada si ésta provenía de sus propias existencias o no.

Marie le guiñó el ojo a Görch, que se despidió a toda prisa para regresar con su señor, y luego llamó a Michi.

—Hoy te quedarás conmigo todo el día, y en el futuro no quiero verte más cerca de Gunter von Losen y su gente. ¿Me has entendido?

Michi asintió de mala gana. Le molestaba la aversión que Marie demostraba hacia aquel caballero. Gunter von Losen siempre había sido amable con él, y no lo trataba como a un pesado chiquillo campesino, sino casi como si fuera el hijo de un noble, y Lutz, su escudero, había prometido regalarle una espada en cuanto le arrebatase alguna a los bohemios. Michi se moría de ganas de tener su propia espada y por nada del mundo quería perder la amistad de aquel hombre, no importaba cuántas veces Marie le reprendiera por ello. Sin embargo, comprendió que debía ayudarla, ya que ella era una mujer y no estaba familiarizada desde pequeña con los bueyes.

Michi levantó la vista y miró a Marie con una sonrisa jovial.

—¿Puedo al menos esta noche ir un rato más con los soldados?

Marie no quería negarle al menos una alegría y asintió.

—Si no te vas con Losen y los suyos, encantada.

Michi quería mucho a la amiga de su madre, que era la mejor madrina del mundo para él, pero ni siquiera por ella estaba dispuesto a renunciar a una espada. ¿Para qué habría de ir con Görch o con Anselm, que lo trataban como a un niño pequeño y no como a un hombre hecho y derecho? El caballero Gunter se ponía a conversar a menudo con él, le preguntaba por Marie y elogiaba su belleza y su voz, de modo que por momentos a él le resultaba difícil no confesarle que ella en realidad no era una simple vivandera, sino una dama de la nobleza hecha y derecha.

Mientras Michi seguía ensimismado en esos pensamientos, Marie puso en marcha a sus bueyes, haciendo bailar el extremo del látigo lo suficientemente cerca de sus cabezas como para que lo sintieran, pero sin causarles dolor. Trudi se reía de contenta cuando los animales movían sus orejas como si el látigo fuese una mosca que intentaban espantar. Los dos bueyes se sujetaron al yugo sin resistirse y movieron la carreta del lugar, aparentemente sin hacer grandes esfuerzos. Marie pensó que tampoco vería en todo el día más que las espaldas de los soldados que iban marchando delante de ella y el polvo eterno que ya se elevaba en espesos vahos sobre la cabeza de la expedición militar.

Acaso sería por los displicentes flamencos o porque cada vez aumentaban más los indicios de tierras habitadas, lo cierto era que Marie tenía la sensación de que la caravana avanzaba con una lentitud aún mayor que la de los días anteriores. La parada breve que habían hecho a mediodía la había utilizado para ir a buscar varios baldes de agua de un arroyo cercano y abrevar a los bueyes. Eva descubrió un manantial en los alrededores y llamó al resto de las vivanderas. En esa campaña constituía una rareza encontrar agua para beber que fuese fresca y, sobre todo, limpia. Es cierto que había arroyos y ríos por todas partes, pero cuando las mujeres por fin llegaban hasta allí, generalmente sus aguas ya estaban revueltas y enturbiadas por los cascos de los caballos. Para colmo, muchos de los soldados tenían la costumbre de orinar en el agua, a pesar de que eso estaba prohibido, so pena de recibir azotes de vara. Por ese motivo, las vivanderas trataban de evitar extraer agua para beber de las corrientes de los arroyos.

Una vez que Marie hubo cogido sus provisiones de agua, le dio a Trudi un mendrugo de pan duro y se llevó un bocado a la boca ella también. Cuando sonó la señal para reanudar la marcha, Marie olfateó con desconfianza.

—¿Hueles algo? —le preguntó a Eva.

La vieja vivandera meneó la cabeza.

—No, nada... ¡Un momento! A ver... Huele como a quemado.

Para entonces, los demás también habían empezado a notarlo, y la inquietud fue en aumento.

—¿Será que los bohemios han incendiado el bosque para aniquilarnos? Ya está lo suficientemente seco como para hacerlo —exclamó un hombre, preocupado.

Marie se paró sobre el pescante y descubrió a lo lejos una estela de humo que ascendía hasta el cielo. No parecía ser un incendio en el bosque, pero tampoco una de esas fogatas que los ejércitos hacen para cocinar. El emperador, que encabezaba la expedición militar, también había detectado la columna de humo y le preguntó al hombre que iba cabalgando detrás de él si podía llegar a tratarse de una señal emitida por Falko von Hettenheim. Desde que había enviado al caballero junto con su grupo aguardaba ansioso tener noticias de él, pero hasta el momento no había aparecido ningún mensajero de Von Hettenheim. Con un movimiento enérgico frenó a su caballo y le ordenó al hombre, que no había sabido darle respuesta alguna, que cabalgara hasta el lugar para comprobar qué ocurría.

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