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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (29 page)

BOOK: La dama del lago
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Kelpa relincha de forma salvaje. El unicornio responde a su relincho. Es como una mancha blanca en las tinieblas que va indicando el camino.

¡Deprisa, Ojo de Estrella! ¡Con todas tus fuerzas! Cada vez hay más alisos y es más difícil esquivar sus ramas. Muy pronto bloquearán el camino...

Un grito a sus espaldas. Es la voz de los perseguidores.

Ihuarraquax relincha. Ciri recibe su señal. Capta el mensaje. Se pega con fuerza al cuello de Kelpa. No necesita darle órdenes. La yegua, presa del pánico, se lanza a una galopada suicida.

Una nueva señal del unicornio, muy nítida esta vez, directa al centro del cerebro. Un consejo o, más bien, una orden.

Salta, Ojo de Estrella. Tienes que saltar. A otro lugar, a otro tiempo.

Ciri no comprende, pero se esfuerza por comprender. Hace todo lo posible por comprender: se concentra, se concentra tanto que la sangre susurra y palpita en sus oídos...

Un relámpago. Y después, súbitamente, la oscuridad, una oscuridad blanda y negra, completamente negra, sin nada que la ilumine.

Un rumor en los oídos.

Viento en la cara. Un viento fresco. Finas gotas de lluvia. Olor a pino en las fosas nasales. Kelpa se remueve, da un bufido, patea. Tiene el cuello empapado y caliente. Un relámpago. Seguido de un trueno. En el resplandor Ciri ve a Ihuarraquax sacudiendo la frente y el cuerno, y escarbando con fuerza en la tierra con los cascos.

—¿Caballito?

Aquí estoy, Ojo de Estrella.

El cielo está cuajado de estrellas. Lleno de constelaciones. El Dragón. La Dama de Invierno. Los Siete Cabritillos. La Jarra.

Y casi en lo alto del horizonte, el Ojo.

—Lo hemos conseguido —dijo con un suspiro—. Lo hemos conseguido, Caballito. ¡Éste es mi mundo!

La señal del animal fue tan clara que Ciri lo entendió todo a la primera.

No, Ojo de Estrella. Hemos escapado de aquel mundo. Pero éste aún no es el lugar, ni es éste el tiempo. Todavía tenemos mucho por delante.

—No me dejes sola.

No te dejaré. Estoy en deuda contigo. Tengo que pagártela. Hasta el final

Siguiendo al viento que comienza a arreciar, el cielo empieza a oscurecerse desde poniente, las olas de nubes que se acercan van borrando poco a poco las constelaciones. Se apaga el Dragón, se apaga la Dama del Invierno, se apagan los Siete Cabritillos. Desaparece el Ojo, la constelación que más brilla y durante más tiempo.

La cúpula del cielo brilló a lo largo del horizonte con la breve claridad de un relámpago. Se le unió un trueno con un sordo estampido. El vendaval se acrecentó violentamente, lanzando a los ojos polvo y hojas secas.

El unicornio relinchó, envió una señal mental.

No hay tiempo que perder. Tenemos que escapar a toda prisa: es nuestra única esperanza. Escapar al lugar apropiado, al tiempo apropiado. Deprisa, Ojo de Estrella.

Soy la Señora de los Mundos. Soy de la Antigua Sangre.

Soy de la sangre de Lara Dorren, la hija de Shiadhal.

Ihuarraquax relinchó, apremiándola. Kelpa la secundó con un largo resoplido. Ciri se puso los guantes.

—Estoy lista —dijo.

Un rumor en los oídos. Un resplandor, la claridad. Y después la oscuridad.

Capítulo 6

La mayoría de los historiadores suelen adjudicar el proceso, la condena y la ejecución de Joachim de Wett a la naturaleza violenta, cruel y tiránica del emperador Emhyr; no faltan tampoco, en especial en los autores con querencia por la literatura, las alusiones e hipótesis acerca de una venganza o ajuste de cuentas completamente privados. Ha llegado ya la hora de decir la verdad, una verdad que es para todo cuidadoso investigador más que evidente. El duque de Wett comandó el grupo Verden de forma para la que la palabra «ineficaz» es extraordinariamente delicada. Teniendo en contra a unas fuerzas dos veces menos numerosas, se separó de la ofensiva hacia el norte y dirigió toda su actividad a la lucha contra los guerrilleros verdenos. El grupo Verden cometió atrocidades nunca vistas contra la población civil. El resultado era fácil de prever e inexcusable: si en verano se calculaban las fuerzas de los insurgentes en unos quinientos hombres, en primavera estaba en armas casi todo el país. Al rey Ervyll, favorable al imperio, lo asesinaron, y a la cabeza de la insurrección se alzó su hijo, el príncipe Kistrin, simpatizante de los norteños. Teniendo por el flanco a los bajeles piratas de las Skellige, al frente la ofensiva de los norteños de Cidaris y a la retaguardia a los rebeldes, De Wett se dejó llevar a una caótica lucha, yendo de derrota en derrota. Con ello se retrasó la ofensiva del grupo de ejércitos Centro. En vez de, como se había dispuesto, contener los flancos de los norteños, el grupo Verden contuvo a Menno Coehoorn. De inmediato los norteños aprovecharon la situación y pasaron al contraataque, deshaciendo el cerco en torno a Mayenna y Maribor, destruyendo las posibilidades de una nueva ocupación rápida de estas importantes fortalezas.

La ineficacia y la estupidez de De Wett tuvieron también una importancia psicológica. Se esfumó el mito del invencible Nilfgaard. A los ejércitos de los norteños comenzaron a acudir cientos de voluntarios...

Restif de Montholon, Guerras norteñas: mitos, mentiras, medias verdades.

*****

Jarre, de más está decirlo, se sentía muy decepcionado. La educación recibida en el santuario y su propio carácter extrovertido habían propiciado que creyera en la gente, en su bondad, amabilidad y desinterés. De aquella fe no le había quedado gran cosa. Había dormido ya dos noches a la intemperie sobre los restos de los almiares, y ahora resultaba que iba a pasar aquella tercera noche de la misma manera. En cualquier aldea en la que había solicitado albergue o un mendrugo de pan, desde detrás de los portones cerrados a cal y canto sólo recibía como respuesta un profundo silencio o insultos y amenazas. Tampoco le ayudaba nada cuando decía quién era, hacia dónde iba y con qué fin viajaba.

Mucho, mucho le había decepcionado la gente.

Anocheció muy pronto. El muchacho caminaba ágil y gallardamente por un sendero a través de los campos. Buscaba con la vista algún pajar, resignado y abatido ante la perspectiva de tener que pernoctar una noche más al raso. A decir verdad, marzo estaba siendo inusitadamente cálido, pero por la noche hacía frío de verdad. Y de verdad daba miedo.

Jarre miró hacia el cielo, sobre el cual, como cada noche desde hacía casi una semana, se veía la cabeza dorada y roja de un cometa que recorría el firmamento desde poniente hacia oriente, arrastrando tras de sí una centelleante cola de fuego. Reflexionó acerca de lo que verdaderamente podía presagiar aquel fenómeno, un fenómeno mencionado en tantas profecías.

Reinició la marcha. Se hacía cada vez más oscuro. El sendero descendía hacia una hilera de densos matorrales, que debido a las penumbras del ocaso se transformaban en terroríficas figuras. Desde la parte inferior, allí donde reinaba más la oscuridad, soplaba el olor frío y repugnante de los hierbajos en estado de putrefacción e, incluso, de algo más. De algo muy malo.

Jarre se detuvo. Intentó convencerse a sí mismo de que lo que le estaba trepando por la espalda y los brazos no era miedo, sino hambre. Sin resultado. Un bajo puentecillo unía las orillas de un canal, negro y brillante como el alquitrán recién vertido, de orillas cubiertas por mimbreras y deformes sauces cenicientos. En aquellos lugares donde se habían desprendido y desaparecido los maderos, el puentecillo estaba roto con boquetes longitudinales, la barandilla estaba partida, sus balaústres, sumergidos en el agua. Pasado el puentecillo los sauces crecían con mayor densidad. A pesar de que aún faltaba mucho para que se hiciera realmente de noche, a pesar de que en los lejanos prados al otro lado del canal brillaban aún las puntitas de la hierba con hilachas de niebla colgadas, la oscuridad reinaba entre los sauces. A través de las tinieblas Jarre vislumbró borrosas las ruinas de un edificio, seguramente de un molino, una esclusa o un cobertizo de anguileras.

Tengo que atravesar este puente, pensó el joven. ¡Es difícil! ¡Inútil!

Y a pesar de que siento en los huesos que ahí, en ese endemoniado lugar, acecha algo malo, tengo que pasar al otro lado del canal. Tengo que cruzar este canal, como hiciera aquel mítico caudillo, ¿o era un héroe?, sobre el cual leí en los desgastados manuscritos del santuario de Melitele. Cruzaré el canal y entonces... ¿Cómo era aquello? ¿Se repartirán las cartas? No, ¡se echarán los dados! Tras de mí queda el pasado, ante mí se abre el futuro...

Atravesó el puentecillo y desde aquel mismo lugar cayó en la cuenta de que su presentimiento no le había fallado. Antes de haberlos visto. Y oído.

—¿Y qué? —exclamó soltando un escupitajo uno de los que le estaban cortando el paso—. ¿No lo decía yo? Os lo dije: aguardad un poquejo que alguno parece...

—Verdá de la güeña, Okultich —afirmó ceceando levemente otro de los tipos que estaban armados con gruesos garrotes—. Ni que pa nombrarte adivino o mago. ¡Bueno, viajero querido que a solateras andas! ¿Darás lo que tengas por las güeñas, o no nos libraremos de un revoltijón?

—¡Yo no tengo nada! —chilló Jarre con toda la fuerza de sus pulmones, aunque sin muchas esperanzas de que alguien le oyera o acudiera en su ayuda—. ¡Soy un pobre viajero! ¡No llevo ni una moneda encima! ¿Qué tengo que os pueda entregar? ¿Este palo? ¿La ropa?

—¡También! —dijo el que ceceaba, y en su voz había algo que provocó que Jarre se estremeciera—. Porque has de saber, pobre viajero, que a decir verdá estamos nosotros aquí llevados de la misma necesidad, esperando que arguna moza parezca. Mas la noche está ya al caer, aquí no va a pasar nadie, y a falta de pan, ¡buenas son tortas! ¡Agarrailo, muchachos!

—¡Tengo un cuchillo! —gritó Jarre—. ¡Os lo advierto!

Efectivamente, tenía un cuchillo. Lo había hurtado en la cocina del santuario, durante su huida del día anterior, y lo llevaba guardado en el hatillo. Pero no lo sacó. Le paralizaba y le asustaba saber de antemano que un gesto así sería totalmente absurdo, pues nadie le iba a socorrer.

—¡Tengo un cuchillo!

—¡Vaya, vaya! —se burló el que ceceaba aproximándose—. Tiene un cuchillo. ¡Quién lo hubiera pensado!

Jarre no podía huir. El miedo hizo que sus piernas se convirtieran en dos estacas clavadas al suelo. La adrenalina le tenía amarrado por el cuello como un lazo corredizo.

—¡Pero bueno! —exclamó de repente un tercer tipejo con una voz joven y extrañamente familiar—. ¡Yo pienso que lo conozco! ¡Sí, sí, lo conozco! ¡Dejailo, os digo! ¡Pero si es un conocido mío! ¿Jarre? ¿Me reconoces? ¡Soy Melfi! Venga, ¿Jarre? ¿Me conoces?

—Te... te conoz... co... —Jarre luchaba con todas sus fuerzas contra una terrible y poderosísima sensación, desconocida por él hasta aquel preciso momento. Sólo cuando sintió un dolor en las caderas, producido por el fuerte golpe que se dio contra las tablas del puente, comprendió qué era aquello que estaba sintiendo: la sensación de perder el conocimiento.

*****

—¡Vaya una sorpresa! —repetía Melfi—. ¡Pero si es que vamos de coincidencia en coincidencia! ¡Mira tú por dónde, hemos topado con un paisano! ¡Un vecino de Ellander! ¡Un amigo! ¿Qué, Jarre?

Jarre se tragó de un bocado un pedazo de tocino duro y dúctil con el que le había agasajado aquel extraño grupo, y ahora le hincaba el diente a un nabo asado al fuego. No respondió. Únicamente movía la cabeza en derredor hacia aquellas seis personas, sentadas en torno a la hoguera.

—¿Qué rumbo llevas, Jarre?

—A Wyzima.

—¡Ja! ¡Y a Wyzima nosotros también! ¡Si es que vamos de coincidencia en coincidencia! ¿Qué? Milton. ¿Te acuerdas de Milton, Jarre?

Jarre no le recordaba. No estaba ni siquiera seguro de haberle visto nunca. Además, Melfi también estaba exagerando un poco calificándole de amigo. Era hijo del tonelero de Ellander. Cuándo asistían juntos al seminario menor del santuario, Melfi tenía la costumbre de golpear regularmente y con saña a Jarre, y de llamarle bastardo sin padre ni madre, engendrado entre ortigas. Eso duró alrededor de un año, transcurrido el cual el tonelero sacó a su hijo de la escuela, confirmándose de esta manera que su retoño para lo único que valía era para las barricas. Así era Melfi: en vez de consagrar el sudor de su frente a conocer los arcanos de la lectura y la escritura, se dedicó a sudar la gota gorda en el taller de su padre lijando duelas. Y cuando Jarre finalizó sus estudios y por una recomendación del santuario fue nombrado escribiente auxiliar en un juzgado de paz, el tonelero —un calco de su padre— le hacía reverencias doblándose hasta la cintura, le obsequiaba con presentes y le declaraba su amistad.

—... Vamos a Wyzima —continuó relatando Melfi—. Al ejército. Tos nosotros, como un solo hombre, a alistarnos. Ésos de ahí son Milton y Ograbek, hijos de siervo, sacaos por leva, porque sabes que...

—Lo sé. —Jarre echó una mirada a los hijos de agricultor, de pelo claro, parecidos como si fueran hermanos, y que estaban masticando algún tipo de alimento asado a la brasa imposible de definir—. Uno de cada diez, la leva campesina. ¿Y tú, Melfi?

—Pos conmigo —suspiró el tonelero—, fíjate, pasó esto: a la vez primera, cuando los gremios hubieron que tributar reclutas, padre me libró de tener que sacar la bola. Pero vino la desgracia: en segundas hubo que echar la suerte, porque así lo había acordao la ciudad... Pues sabes que...

—Lo sé —asintió de nuevo Jarre—. El sorteo para completar la leva lo decretó el consejo de la ciudad de Ellander, mediante edicto con fecha de 16 de enero. Se trataba de algo inevitable frente a la amenaza de Nilfgaard...

—¡Pero mirailo, Lucio, cómo parlotea! —se entrometió gruñendo un tipo rechoncho y rapado al cero que se llamaba Okultich, y que no hacía mucho había sido el primero que le gritó en el puente—. ¡El señorito! ¡Un sabijondo!

—¡Sabijooondo! —acompañó a coro otro alargando la palabra, un jornalero enorme con una sonrisa algo tonta, eternamente pegada a su redonda bocaza—. El señorito de Sabijondez.

—Calla el morro, Klaproth —ceceó despacio el que se llamaba Lucio, el más viejo de la cuadrilla, talludo, de mostacho caído y con la nuca afeitada—. Si es sabijondo más vale escucharlo cuando platique. Provecho puede haber de ello. Ciencia. Y la ciencia no hizo menoscabo a nadie. Bueno, casi nunca. Y a casi nadie.

—Lo que es verdá, verdá es —anunció Melfi—. Él, es decir Jarre, endeluego que no es tonto: es leído y escribido... ¡Un letrado! Pero si en Ellander las veces hace de escribiente del tribunal y en el santuario de Melitele tenía a su cuidado toda una sarta de libros...

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