La dama del Nilo (16 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

BOOK: La dama del Nilo
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—Ineni —ladró Tutmés—, siéntate aquí, junto a Hatshepsut. Su Alteza tiene algo que decirte. —Y de nuevo comenzó a reír.

Cuando el arquitecto inclinó su osamenta y aceptó el vino que le ofrecía la esclava del faraón, su rostro no traicionaba la perplejidad que sentía. Se puso beber con lentitud, contemplando sus anillos, y aguardó.

Hatshepsut estaba enojada. Relató la historia por tercera vez, con frases cortas y concisas. Pero Ineni no rió, como lo había hecho su padre; la escuchó con atención, mirándola fijamente. Cuando por fin terminó de hablar y abría la boca para introducirse un trozo de apetitoso pan de cebada, Ineni le preguntó:

—Alteza, ¿decís que este sacerdote no es más que un
we'eb
? ¿Un campesino? Pero, a esa altura, ella ya había perdido los estribos por completo.

—Lo que digo es que te ordeno que te calles la boca y me dejes comer. Y también te digo que después responderé a todas tus preguntas, pues estoy muerta de hambre, y hasta los criados se han llenado ya el buche.

Ineni aguardó, Tutmés aguardó, Ahmose aguardó, las esclavas aguardaron, y Hatshepsut comió y bebió hasta que ya no pudo tragar otro bocado. Entonces apartó la mesa y se recostó en la silla con un suspiro de satisfacción.

—Es un jovencito inteligente y muy prometedor. Me gusta. Es bondadoso y respetuoso, y no está siempre quejándose como… —estuvo a punto de decir «como Tutmés», pero recordó justo a tiempo las palabras de su padre instándola a ser más prudente y reservada, así que dijo en cambio—:… como otras personas. Además, estoy en deuda con él y le he prometido concederle este favor, siempre y cuando mi padre consintiera. De veras, honorable Ineni, confío en que al menos le brindarás la oportunidad de demostrar si posee o no aptitudes para llevar a cabo esos estudios. Anhela con vehemencia tener ocasión de comprobarlo.

—Hmmmmm —farfulló Tutmés.

Ineni no dijo nada, pero lentamente una sonrisa burlona encendió sus ojos grises y helados. También él sentía una gran simpatía por el nuevo príncipe heredero, y le parecía una persona mucho más resuelta y capaz que el muchachito que debería llevar ese título y que, carcomido por el resentimiento, permanecía encerrado en los aposentos de su madre y rehusaba salir de ellos. Por último, Ineni dijo:

—Me complace poder satisfacer los deseos de vuestra Alteza. Enviad a esa persona a mi despacho, y yo le enseñaré lo que sé.

Lo cierto era que no deseaba tener un nuevo alumno, no a su edad. Lo que anhelaba era retirarse pronto de la profesión y gozar de los frutos de tantos años de trabajo intenso: sus esposas, su hijo, sus jardines. Pero no podía rehusar esa petición.

Ya veremos hasta qué punto el juicio de la pequeña princesa es o no atinado, pensó mientras se dirigía a la puerta y, en la entrada del palacio, llamaba por señas a sus guardias y a sus portadores de antorchas. He servido demasiado tiempo al faraón como para no estar seguro de que será un trepador incompetente y pusilánime, con más ambición de la que le conviene, reflexionó mientras caminaba hacia su casa en esa noche fragante y estrellada. Se sentía realmente cansado.

A la mañana siguiente, muy temprano, Senmut fue despertado por unos golpes en su puerta. Antes de haber tenido tiempo de levantarse de su jergón, ya la celda se encontraba colmada de gente. Su filarca, con la vista nublada y cara de fastidio, lo saludó con tono severo, y a sus espaldas había dos esclavos ataviados con los colores azul y blanco del palacio.

—Se te ordena que abandones tu celda y acudas de inmediato al despacho del noble Ineni —dijo el filarca con irritación—. No sé de qué se trata, y tampoco deseo saberlo. Apresúrate y vístete. Estos hombres recogerán tus pertenencias.

Dicho lo cual dio media vuelta y partió.

Senmut se quedó un momento de pie, medio dormido, mientras los esclavos abrían su arcón y arrojaban en él sus escasas pertenencias: el rústico tazón de madera, sus sandalias, su mejor lienzo de lino y muy poco más.

Se lavó apresuradamente la cara en la palangana de piedra y se colocó el faldellín del día anterior. Casi se dio de bruces con el guardia que lo esperaba para escoltarlo al palacio. Se excusó, pero el hombre se limitó a indicarle que lo siguiera y juntos abandonaron el templo. Senmut no miró hacia atrás. No sentía el menor pesar por irse de allí, ni el menor afecto por sus compañeros, los otros sacerdotes
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. Levantó la cabeza y aspiró el aire matinal, mientras caminaba detrás del imperturbable soldado por los senderos desiertos iluminados por la aurora.

Pocos minutos más tarde pasaron por debajo del primero de los pilones reales y se internaron en una avenida pavimentada flanqueada por estatuas doradas del Dios Tutmés. Muy pronto atravesaron los bosquecillos de sicomoros y se encontraron frente al portón occidental del palacio propiamente dicho. Allí su compañero se detuvo e intercambió algunas palabras con los guardias; traspusieron la entrada y Senmut se encontró, por primera vez en su vida, dentro de los límites del palacio imperial.

Ya se había despabilado por completo, y contempló los alrededores con una mezcla de temor y decepción. A fin de cuentas, no era demasiado diferente de las hileras de celdas de los sacerdotes.

Sólo más tarde cayó en la cuenta de que no se encontraba ni remotamente cerca de los aposentos reales o de los enormes salones de audiencias. Habían entrado directamente al ala del palacio en la que estaban ubicados todos los despachos y ministerios; un lugar dedicado al trabajo funcional y a la eficiencia silenciosa. El faraón acudía allí casi a diario, pero no para ser agasajado sino para coordinar los trabajos, por eso no se advertía ni el menor asomo de pompa. Los corredores eran pequeños, limpios y silenciosos. Las baldosas estaban decoradas con pequeñas escenas de la vida de los funcionarios: se los veía pesando cereales, escuchando causas de las Cortes de Justicia, visitando las provincias, administrando azotes o ajusticiando a los reos. Sobre las puertas que conducían a más despachos y más pasillos figuraba el emblema del poder que detentaba cada ministerio.

Jamás lograré orientarme en este laberinto, pensó Senmut con excitación. Tardaré varios hentis en volver a encontrar la salida.

Su escolta se detuvo de repente frente a una puerta de cedro delicadamente tallada, con tracería de plata. Llamó con varios golpes y fue abierta enseguida por un joven esclavo que hizo una profunda reverencia.

—Se os espera —dijo, con cierta vacilación.

Al descubrir en él cierto parecido con Benya, Senmut conjeturó que sin duda se trataría de una reciente adquisición de Siria. Su guardia también se inclinó y Senmut, un poco desolado ante la perspectiva de un futuro incierto, en ese momento sintió que estaba a punto de perder a un amigo. En un abrir y cerrar de ojos el guardia desapareció y el esclavo lo condujo a una habitación tan profusamente iluminada por la intensa luz de la mañana que lo hizo parpadear y permanecer un momento inmóvil y atónito, como un animal que emerge de su madriguera.

—Acércate —dijo una voz clara y serena—. Quiero mirarte bien.

Senmut se apartó de la puerta cerrada. Frente a él se extendía lo que parecía ser un inmenso mar de baldosas blancas y negras en cuyo otro extremo había una enorme y pesada mesa, sobre la que se encontraban apilados rollos de todo tipo y tamaño. A su derecha, la pared se alzaba recta hasta el techo, sin otro adorno que un mural en la pared superior que representaba al Dios Imhotep construyendo las Grandes Pirámides. A mano izquierda no había pared alguna sino un sendero ancho de piedra, más allá del cual centelleaban las aguas del lago real. Entre el sendero y el lago crecían infinidad de árboles y arbustos prácticamente hasta la misma habitación, y Senmut tuvo la sensación de encontrarse al borde de un bosque, mientras el sol se filtraba por entre las copas de los arbustos e iluminaba así el trabajo del maestro hasta que Ra se ocultara detrás del horizonte.

Junto al escritorio, un hombre estaba de pie. Senmut no había visto jamás a Ineni, pero inmediatamente supo que se encontraba frente al más grande arquitecto surgido en Egipto desde el Dios-hombre que había planeado las tumbas reales que el sol hacía resaltar al caer sobre el mural. Era un individuo que inspiraba respeto e incluso temor, pero Senmut intuyó enseguida que era posible llegar a venerarlo.

Ineni aguardaba, cruzado de brazos, y Senmut cuadró los hombros y fue a su encuentro. Lo saludó con una reverencia e Ineni le sonrió.

—Soy Ineni —dijo—, y tú eres el sacerdote Senmut, mi nuevo discípulo. ¿No es así?

—Sí, así es.

—¿Por qué estás aquí?

Senmut le devolvió la sonrisa, y el otro hombre pensó: éste no es, por cierto, ningún sacerdote sumiso. Ineni escrutó con la mirada las cejas espesas, los ojos oscuros y desafiantes, los pómulos altos y la boca firme y sensual del muchacho y tuvo la total certeza de que reflejaban el sello inequívoco de la grandeza. De modo que mi princesa no se equivocaba, se dijo. No cabe duda de que es un joven muy prometedor.

—Estoy aquí para aprender a plasmar los sueños imperiales. He nacido para ello, noble Ineni.

—¿De veras? ¿Y crees también poseer la voluntad, la salud, la fuerza que te permitirán seguir trabajando hasta que fracases, tengas éxito o mueras?

—No he sido probado, Maestro, pero así lo creo.

Ineni descruzó los brazos y señaló el atiborrado escritorio.

—Entonces comenzaremos enseguida. Debes leer todo eso, y no te detendrás excepto para comer y dormir, hasta que aprendas todo lo que esos rollos contienen. Allá —dijo, indicando una puerta más pequeña— tienes tu lecho. Este muchachito será tu esclavo y te traerá todo lo que necesites. Dentro de uno o dos días volveremos a hablar, y entonces… —se apartó del escritorio y avanzó hacia la puerta—… entonces veremos. Como habrás notado, comienzo muy temprano y sigo trabajando hasta tarde. Espero lo mismo de ti. Y no te preocupes —su voz retumbó en el recinto y su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta—: me caes bien. Le caes bien al príncipe heredero, ¿qué más puedes pedir?

Hizo un gesto de asentimiento y desapareció. Senmut lanzó un suspiro, levantó las cejas y se acercó a los rollos de papiro. La pila era tan imponente que no alcanzaba a ver el fondo, pero extendió las manos sobre ella, consciente de la trascendencia del momento que estaba viviendo. Allí estaba la llave de su destino, allí, debajo de sus manos; tersa e incitante.

—Tráeme algo para comer y un poco de vino —le dijo con aire ausente al muchachito que revoloteaba a sus espaldas.

Tomó el primer rollo, se sentó al otro lado del escritorio, lo desplegó y comenzó a leerlo.

Al cabo de un año de quemarse las pestañas, llegar casi al agotamiento y sentir que la cabeza le daba vueltas de tanto leer y estudiar antiguos planos y diagramas y aprender todo lo referente a su oficio, finalmente le permitieron concurrir a algunas de las numerosas obras que Ineni supervisaba. Llegó a dominar la elaboración de planos, el manejo del instrumental de control de obras, la pluma del dibujante. Su mirada atenta y su intuición innata le permitían descubrir sin tardanza un ángulo incorrecto, solucionar un difícil problema de construcción y, mientras día a día aumentaba sus conocimientos, también su placer crecía. Se sentía feliz, realmente feliz por primera vez en su vida, y nada existía para él fuera del tiempo que pasaba junto a su maestro.

Ineni, a su vez, estaba complacido y sorprendido. Llegó a disfrutar de la compañía de ese muchacho que con tanta claridad se estaba transformando en un hombre apuesto dotado de una inteligencia rápida y clara, y gradualmente fue permitiendo que Senmut expresara su opinión acerca de cada uno de los proyectos. El templo de Medinet Habu ya estaba terminado. Otros, como el de Ombos, Ibrim, Semneh y Humneh se fueron construyendo año a año. Sólo una obra le estaba vedada a Senmut: el templo de Osiris que se estaba erigiendo en Abydos y que era «la niña mimada» del faraón. Allí sólo Ineni tenía acceso y, cada vez que Su Majestad iba a conversar sobre el proyecto con su arquitecto, Senmut se veía obligado a dar un paseo por los jardines o por el lago.

Había momentos en que le habría gustado volver a ver a la princesa, aunque sólo fuera de lejos, pero ello jamás ocurrió. Era como si nunca se hubieran conocido. Solía encontrarse, en cambio, con el joven y díscolo Menkh, el hijo de Ineni, y él le relataba muchas anécdotas de Hatshepsut: por ejemplo, que cuando hizo su primera salida a los pantanos para cazar patos, había lanzado con absoluta precisión la lanza corta y abatido un ave; y tras la inicial explosión de triunfo rompió a llorar con desconsuelo y acunó en sus brazos el cuerpo ensangrentado de su víctima. También Menkh le contó que a la princesa le iba muy bien en su instrucción militar. Aahmes pen-Nekheb la acicateaba y le gritaba como a cualquier otro joven recluta, pero ella lo toleraba bien; generalmente le devolvía los gritos y conducía los caballos de combate al trote alrededor de la pista como lo haría un hombre. Senmut sentía verdadero aprecio por Menkh: exhibía el aplomo y la soltura naturales del hijo de un personaje tan importante como Ineni, pero al mismo tiempo veía con buenos ojos el deseo de Senmut de ir escalando posiciones y lo trataba con auténtico afecto. Ambos jóvenes descubrieron que tenían mucho en común a pesar de su diferente condición social.

Poco después de iniciar sus clases con Ineni, Senmut fue al mercado de Tebas y, después de contratar los servicios de un escriba, le dictó una carta para Benya, reía dándole tantas novedades de su vida como alcanzó a cubrir el dinero que llevaba, pues el escriba cobraba por palabra y éstas le brotaron a raudales. Un mes más tarde recibió una exuberante respuesta de Benya, quien no regresó hasta la primavera siguiente, época en que Senmut se encontraba demasiado atareado para pasar mucho tiempo con su amigo.

Se compró un vistoso brazalete de oro argentífero blasonado con las insignias de su nuevo cargo, para que todo el mundo lo viera, y sus ropas eran ahora de lino bordado con hilos de oro. Todavía era sacerdote y seguiría siéndolo, pero casi nunca iba al templo. Los ritos del culto no le interesaban demasiado, pero con frecuencia caminaba sin rumbo fijo entre los obeliscos y los pilones de Karnak, soñando qué haría si tuviera la posibilidad de añadir algo a ese despliegue de piedras tan formidable y vasto. Disfrutaba con los homenajes que le tributaban quienes muy poco antes pasaban a su lado sin siquiera mirarlo, y se sentía cómodo y seguro en la cantera conversando con los arquitectos, inclinándose sobre los píanos al abrigo de la sombra mientras los albañiles trabajaban bajo el sol abrasador. Pero no se volvió complaciente. Estaba demasiado atareado y era demasiado obstinado como para conformarse con eso. Sabía que desde el lugar que ocupaba hasta poder ganarse la confianza del faraón había una distancia sideral, por más que las ropas que ahora usaba refulgieran al sol y el vino que bebía procediera de Charu.

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