Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
Hayward les miró, y después a D'Agosta. Sacudió la cabeza. —Tenemos que irnos —dijo Bertin—. Tenemos que volver a casa. Necesito el jarabe. Unos sorbitos de jarabe. «Lean.» ¡Sé que tienes! Es lo único que puede calmarme.
—
Du calme, du calme, maitre.
Dentro de muy poco. —Pendergast se giró hacia el grupo y dijo, levantado la voz—: ¿Sería tan amable de examinar este gancho, monsieur?
Al cabo de un momento, muy a su pesar, Bertin se adelantó, se inclinó con prudencia hacia el objeto y lo husmeó. Sudaba copiosamente, y estaba pálido. En la pequeña sala, su respiración recordaba el resuello de una gaita vieja.
—Esto es rarísimo. Nunca lo había visto. Siguió husmeando.
—Y el ataúd en miniatura que nos llevamos del nicho de Smithback. ¿Es obra de la misma secta?
Bertin se aproximó con gran cautela al pequeño ataúd, que ya tenía en su sitio la tapa, hecha con papel de color crema, decorado a mano, en tinta china, con calaveras y largos huesos. Lo habían doblado cuidadosamente, al estilo de los origami, para que encajase al milímetro en el ataúd de cartón piedra.
—El
vévé
dibujado en la tapa de papel… —dijo Pendergast—. ¿Con qué
loa
se identifica?
Bertin sacudió la cabeza.
—Este
vévé
me resulta desconocido. Imagino que se tratará de algo privado, secreto, que obra en conocimiento de una sola secta obeah. En todo caso es muy extraño. Nunca había visto nada igual.
Tendió un brazo, que un chasquido de la lengua reseca de la guardiana hizo encogerse de nuevo. Lo tendió de nuevo y levantó la tapa.
—No lo toque —dijo inmediatamente ella.
Bertin la giró suavemente entre sus manos, mientras la examinaba con grandísima atención, y murmuraba para sus adentros.
—Señor Bertin —dijo Hayward a guisa de advertencia.
Fue como si Bertin no la oyera. Giró en ambos sentidos la pequeña construcción de papel, sin dejar de murmurar en silencio, hasta que un movimiento repentino de sus dedos la partió en dos.
Los pliegues desprendieron un polvo grisáceo, que llovió sobre los pantalones y zapatos de Bertin.
Ocurrieron varias cosas a la vez. Bertin se echó hacia atrás, gimiendo de horror y consternación, mientras los trozos de papel flotaban por los aires. La guardiana los cogió, a la vez que profería imprecaciones en voz alta. El hombre corpulento cogió a Bertin por el cuello de la camisa y se lo llevó de la sala de pruebas. Pendergast se arrodilló con la velocidad de una serpiente al ataque, se sacó una pequeña probeta del bolsillo de la americana y empezó a introducir granitos del polvo gris. Y en medio de todo, con los brazos cruzados, Hayward miraba a D'Agosta, como diciendo: «Yo ya te avisé. Yo ya te avisé».
E
l doctor frenó detrás de los campos de béisbol del borde de Inwood Hill Park, en un aparcamiento vacío, y apagó las luces. Mientras Pendergast y D'Agosta bajaban del coche, Proctor fue a abrir el maletero y sacó una larga bolsa de lona que contenía herramientas, una caja de plástico para pruebas y un detector de metales.
—¿Le parece prudente dejar el coche aquí? —preguntó D'Agosta, no muy convencido.
—Lo vigilará Proctor. —Pendergast cogió la bolsa de lona y se la dio—. No nos entretengamos, Vincent.
—No me fastidies.
D'Agosta se la puso al hombro. Cruzaron los campos de béisbol vacíos, hacia el bosque.
Echó un vistazo a su reloj: las dos de la mañana. ¿Qué estaba haciendo? Acababa de prometerle a Hayward que no se dejaría arrastrar por Pendergast a ninguna otra actividad dudosa, y ahora, en plena noche, emprendía una expedición de robo de cadáveres dentro de un parque público, sin autorización ni orden judicial. Oyó en su cabeza las palabras de Hayward:
«Teniendo en cuenta su manera de reunir pruebas, dudo que Pendergast pudiera conseguir alguna condena. Igual no es coincidencia que los culpables se acaben muriendo antes del juicio».
—Recuérdeme otra vez por qué actuamos tan furtivamente, como si fuéramos ladrones de cadáveres —dijo.
—Porque lo somos.
D'Agosta pensó que al menos no les acompañaba Bertin. Se había excusado en el último minuto, diciendo que tenía palpitaciones. El hombrecillo estaba muerto de miedo, porque Charriére había conseguido algunos pelos suyos. Parecía improbable que el sumo sacerdote le hubiese arrancado alguno a él, pensó D'Agosta con lúgubre satisfacción: una ventaja de ser calvo. Acordándose de la escenita del anexo de pruebas, frunció el entrecejo.
—¿Qué narices pedía su amigo Bertin? —preguntó—. ¿Sorbitos de jarabe?
—Es el cóctel que prefiere cuando se… altera demasiado.
—¿Un cóctel?
—Más o menos. Refresco de limón, vodka, codeína soluble y un caramelo Jolly Ranchen.
—¿Un… qué?
—Bertin prefiere los de sabor de sandía.
D'Agosta sacudió la cabeza.
—Madre mía. Eso solo pasa en Luisiana.
—Pues tengo entendido que es un producto originario de Houston.
Al llegar al final de los campos de béisbol, atravesaron un hueco en la tela metálica, cruzaron campos sin cultivar y penetraron en el bosque. Pendergast encendió un GPS, cuya pantalla, de tenue resplandor azul, iluminó su rostro de modo espectral.
—¿Dónde está exactamente la tumba?
—No hay nada que lo indique, pero conozco su localización gracias a Wren. Parece ser que, dadas las sospechas de que el cuidado se suicidó, y como no tenía familia, no se pudieron sepultar sus restos en la tierra consagrada del cementerio familiar, y le enterraron cerca de donde apareció su cadáver. Según una descripción del entierro, fue cerca del monumento de Shorakkopoch.
—¿El qué?
—Es una placa en recuerdo del lugar donde Peter Minuit compró Manhattan a los indios Weckquaesgeek.
Pendergast se puso en cabeza, seguido por D'Agosta. El bosque y sotobosque que cruzaban era denso, y el suelo rocoso que pisaban, cada vez más escabroso. D'Agosta se extrañó una vez más de que aún estuviesen en la isla de Manhattan. Subieron y bajaron, hasta cruzar un arroyuelo (con poco más que un hilo de agua en su cauce) y unos afloramientos rocosos. El bosque se hizo tan frondoso que no se veía la luna. Pendergast sacó la linterna. De pronto, tras casi un kilómetro de descenso gradual por terreno muy pedregoso, apareció una roca grande en el círculo de luz amarilla.
—El monumento de Shorakkopoch —dijo Pendergast, consultando el GPS.
Enfocó la linterna en una placa de bronce fijada con tornillos a la roca, donde se relataba que en 1626, justo ahí, Peter Minuit había comprado la isla de Manhattan a los indios del lugar, a cambio de quincalla por valor de sesenta guilders. —Buena inversión —dijo D'Agosta.
—Al contrario, pésima —replicó Pendergast—. Si en 1626 se hubieran invertido los sesenta guilders a un interés compuesto del cinco por ciento, se habría acumulado una suma equivalente varias veces al valor actual del suelo de Manhattan. —Hizo una pausa, iluminando la oscuridad—. Según nuestros datos, el cadáver fue enterrado a veintidós varas al norte del tulipanero que había junto a este monumento. —¿Queda algo del tocón?
—No; el árbol fue cortado en 1933, pero Wren encontró un mapa antiguo que lo sitúa a dieciséis metros al suroeste del monumento. Ya he introducido los dados en la unidad de GPS. Dio unos pasos hacia el suroeste, muy atento al aparato. —Aquí. —Giró hacia el sur—.
Veintidós varas, a cinco metros por vara, son ciento diez metros. —Pulsó unos botones en el GPS—. Sígame, por favor.
Volvió a internarse por la oscuridad, casi espectral con su traje negro. D'Agosta fue tras él, subiéndose en el hombro la pesada bolsa. Percibía el olor de las marismas del Spuyten Duyvil. Poco después empezó a discernir, filtradas por las ramas, las luces de los bloques altos construidos sobre los acantilados de Riverdale, justo en la otra orilla. De repente salieron de los árboles a un prado de hierba aplastada que bajaba hacia una playa curva de guijarros.
Bajo el arco de luces de la Henry Hudson Parkway, el río formaba remolinos, que saltaban y cabrilleaban en la corriente, fundiéndose con las de los bloques de pisos de la otra orilla.
Sobre el agua flotaban brazos de niebla baja, y se oía el rumor de una lancha.
—Espere un momento —murmuró Pendergast, parándose al borde de los árboles.
Por el Spuyten Duyvil bajaba lentamente una lancha de la policía, cuya fantasmagórica silueta aparecía y desaparecía entre la niebla, barriendo la costa con el foco que llevaba montado en la cubierta. Se agacharon justo cuando la luz pasaba por encima de ellos, clavándose en el bosque.
—Dios —musitó D'Agosta—. Me estoy escondiendo de mis propios hombres. Esto es de locos.
—Es la única solución. ¿Tiene usted idea de cuánto se tardaría en obtener los permisos necesarios para exhumar un cadáver que no está enterrado en un cementerio, sino en suelo público, sin certificado de defunción, ni pruebas más allá de algunos recortes de prensa?
—Sí, ya me lo ha dicho.
Pendergast se levantó y salió de los árboles para bajar hasta el borde de la playa de guijarros, por el prado. A media montaña, por el este, D'Agosta adivinó la destartalada silueta de la iglesia central de la Ville, que se elevaba por encima de los árboles como un colmillo, desprendiendo un resplandor amarillo por las ventanas altas.
Pendergast se paró.
—Aquí.
D'Agosta miró las piedras a su alrededor.
—Imposible. ¿Cómo van a enterrar a alguien en un sitio tan desprotegido?
—Es más fácil de excavar. Además, hace cien años aún no existía ninguno de los edificios del otro lado del río.
—Genial. ¿Cómo se supone que desenterraremos un cadáver a la vista de medio mundo?
—Lo más deprisa que podamos.
D'Agosta se descargó la bolsa suspirando, abrió la cremallera y sacó la pala y el pico.
Pendergast enroscó los tubos del detector de metales, se puso unos auriculares, los enchufó al aparato y lo encendió. Empezó a barrer el suelo.
—Aquí hay mucho metal —dijo.
Caminó muy despacio, haciendo oscilar el detector. Unos dos metros más allá, dio media vuelta y regresó.
—Aquí, a un poco más de medio metro de profundidad, recibo una señal constante.
—¿Medio metro? Muy poco profundo me parece.
—Según me dijo Wren, la erosión general del nivel del suelo en esta zona debería rondar el metro y medio desde la época del entierro.
Dejó el detector de metales en el suelo para quitarse la americana y colgarla en un árbol.
Después cogió el pico y empezó a clavarlo con un vigor sorprendente. D'Agosta se puso unos guantes de trabajo y procedió a cavar tierra suelta y guijarros.
Un nuevo traqueteo anunció el regreso de la lancha de la policía. D'Agosta se echó al suelo justo cuando el foco corría por la playa. Pendergast se apresuró a poner cuerpo a tierra a su lado. Una vez que hubo pasado la lancha, se levantó.
—Qué inoportuno —dijo, quitándose el polvo antes de coger de nuevo el pico.
El rectángulo se hacía más profundo: treinta centímetros, cuarenta y cinco… Pendergast tiró el pico al suelo, se puso de rodillas y empezó a apartar la tierra con una paleta, para que se la llevara D'Agosta con la pala. El agujero emanaba un olor empalagoso de agua salobre y humus en descomposición.
Cuando la tumba ya tenía unos cincuenta centímetros de profundidad, Pendergast volvió a pasar el detector por encima. —Casi estamos.
Después de otros cinco minutos de trabajo, la paleta rozó algo hueco. Pendergast se apresuró a apartar la tierra suelta, descubriendo la parte trasera de un cráneo. La paleta acabó revelando el lado posterior de un omoplato, y la punta de un mango de madera.
—Parece que a nuestro amigo le enterraron boca abajo —dijo el inspector. Despejó de tierra la zona alrededor del mango de madera, hasta dejar visibles un guardamano y una cuchilla oxidada—. Con un cuchillo en la espalda.
—Creía que se lo habían clavado en el pecho —apuntó D'Agosta.
La luz de la luna atravesó la niebla. D'Agosta apartó la vista del cadáver para mirar a Pendergast. El rostro del inspector estaba muy serio y pálido.
Unieron sus esfuerzos para sacar a la luz la parte posterior de un esqueleto. Aparecieron jirones de ropa: dos zapatos arrugados que se caían a trozos de los huesos de los pies, un cinturón podrido, unos gemelos viejos y una hebilla. Cortaron el suelo alrededor del esqueleto, para dejar visibles los costados, y limpiaron de tierra los huesos antiguos y marrones.
D'Agosta se levantó (sin perder de vista el río, por si se veía alguna señal de la lancha) y enfocó la linterna en el suelo. El esqueleto estaba boca abajo, con los brazos y las piernas muy bien colocados y los dedos de los pies encogidos. Pendergast metió una mano y levantó unos trozos de tela podrida pegados a los huesos. Lo primero en quedar al descubierto fue la parte superior del esqueleto. Luego el inspector retiró los jirones de tela de las piernas, y lo introdujo todo en la caja de pruebas. El cuchillo sobresalía de la espalda, clavado hasta la empuñadura en el omoplato izquierdo, justo por encima del corazón. Al prestar más atención, D'Agosta vio algo en la parte trasera del cráneo, como una gran fractura hundida.
Pendergast se inclinó profundamente hacia la tumba improvisada, e hizo una serie de fotos al esqueleto desde varios ángulos. Después se levantó.
—Vamos a sacarlo —dijo.
Mientras D'Agosta sujetaba la linterna, Pendergast fue sacando los huesos con la paleta y se los dio a D'Agosta uno por uno para que los guardase en el contenedor de pruebas. Al llegar al pecho, desprendió lentamente el cuchillo de la tierra y se lo tendió.
—¿Se ha fijado, Vincent? —preguntó, señalando.
D'Agosta iluminó un trozo largo de hierro forjado, una especie de pincho o vara cuyo extremo se curvaba por encima de los huesos del brazo de la víctima. La punta del pincho estaba profundamente hundida en el suelo.
—Clavado a la tumba.
Pendergast extrajo los pinchos y los puso junto a los otros restos.
—Curioso. ¿Y esto? ¿Lo ha visto?
D'Agosta enfocó la linterna en el cuello de la víctima. Aún se veían los restos de una fina cuerda de cáñamo trenzado, que constreñía espantosamente el hueso del cuello.
—Le estrangularon tanto, que casi debieron de decapitarle —dijo D'Agosta.
—En efecto. El hueso hioides casi está aplastado. Pendergast reanudó su truculenta labor.