Beethoven sonrió al leer las palabras de su amigo en el bloc.
—Estoy componiendo una obra para ella. Será la sinfonía más grande que haya escrito nadie hasta ahora. ¡Mi décima sinfonía!
—Si esa mujer ha sido capaz de inspirarte una sinfonía aún más hermosa que la Novena —replicó Stieler— ella también merece estar en el cuadro.
El famoso retratista cogió un pincel muy fino y añadió a la mano que había en primer plano una pequeña partitura en la que dibujó con gran minuciosidad las notas musicales que correspondían al nombre de
Beba de Casas
.
—Ignoraba que conocieras tan bien los códigos musicales —le dijo el maestro, admirado.
—Me contaste la manera de transformar los nombres en música cuando te retraté con la
Misa Solemnis
en la mano, ¿ya no te acuerdas?
Beethoven no hizo ni siquiera un esfuerzo para tratar de entenderle. Descolgó el cuadro del caballete y fue corriendo a mostrárselo a su idolatrada Beatriz.
Daniel Paniagua se sirvió del teléfono para comunicarle al inspector Mateos su teoría acerca de Beatriz de Casas, pero a doña Susana prefirió decírselo personalmente, por lo que, tras cerciorarse de que Su Señoría iba a estar aquella mañana en su despacho, se personó en el juzgado. Nada más entrar en las dependencias judiciales, una oficial le dijo que esperase unos segundos ya que la magistrada estaba con una visita. Daniel aprovechó el tiempo muerto para observar detenidamente la oficina en la que trabajaban los once funcionarios que asistían a la magistrada en la instrucción de los distintos sumarios. La mayoría eran mujeres de mediana edad, que procuraban combatir con buen humor la ansiedad que les provocaba la prohibición de fumar en edificios públicos.
—Échame otra vez el aliento —le decía una gordita a la oficial que tenía a su derecha—, que si no me voy a tirar por la ventana.
La interpelada simulaba que obedecía la petición de su compañera y exhalaba una larga bocanada de humo invisible en su dirección. Ante la curiosidad de una tercera, la gordita explicaba:
—Es que se acaba de fumar un Marlboro Light
de estrangis
en el baño, y le he dicho que tiene que compartirlo.
La escasa dotación económica de la justicia española en general y de ese juzgado en particular, era apreciable en la escasez de archivadores, que hacía que los distintos papeles y legajos se hacinasen sobre las mesas y las sillas de los oficiales, y también en el deplorable aspecto de los ordenadores, algunos incluso con monitor en blanco y negro y con varias vueltas de cinta aislante negra alrededor de la carcasa de la pantalla, para evitar que esta se descuajeringase de puro vieja.
En el momento en que iba a matar el tiempo limpiando la memoria de su móvil, se abrió la puerta del despacho de doña Susana, de donde salieron dos personas con gabardina. Daniel había visto tipos con más pinta de policías que aquellos, pero solo en los telefilmes de Kojak que había devorado durante la infancia.
Doña Susana salió un momento al baño y al ver a Daniel le dijo:
—Pasa y siéntate. Ahora estoy contigo.
Al entrar al despacho de la juez vio que este no estaba vacío, sino que una de las sillas estaba ocupada por el forense, que al verle se levantó y le estrechó efusivamente la mano.
Como iban transcurriendo los segundos y Pontones no abría la boca, Daniel empezó a darle conversación, para ahorrarse la tensión del silencio.
—Siempre he querido saber cómo llegan los casos a los juzgados. ¿Cada magistrado está especializado en algún tipo de delito o de criminal?
—No —dijo el forense—. Los casos se reparten entre todos los juzgados por riguroso sorteo. Si no, un delincuente podría, teóricamente, «pedirse» a un juez determinado, o viceversa, con las lamentables consecuencias para el correcto funcionamiento del sistema judicial que puedes imaginar.
—¿O sea que el caso Thomas llegó a vosotros por puro azar?
—Sí, fue por azar. Dio la casualidad de que Susana y yo teníamos guardia de incidencias el día en que asesinaron a Thomas y por regla general, el juzgado que está de guardia se queda, por decirlo así, con el caso que le ha tocado, por el simple hecho de que estaba de guardia.
—¿Y estáis contentos con que os haya tocado este sumario?
—Sí y no. El caso, como sabes, es muy complejo, pero hay que reconocer que desde el punto de vista puramente criminológico, resulta sumamente estimulante, aunque solo sea por el hecho de que se aparta por completo del noventa por ciento de los sumarios que tenemos siempre entre manos: droga, droga y más droga.
A esta aclaración siguió cerca de un minuto de incómodo silencio, durante el cual ni él ni Pontones intercambiaron palabra alguna. Por fin, se abrió la puerta a sus espaldas y regresó doña Susana, que fue a sentarse tras la mesa de su despacho.
—¿Te han dado el talón? —inquirió la juez.
—¿Qué talón?
—Por el informe pericial.
—No. Pensaba que me lo tenías que dar tú.
—¡Solo me faltaría tener que ocuparme también de la contaduría y la caja! —respondió de buen humor la magistrada. Se llevó la mano derecha a la boca, para ocultar su deslucida sonrisa y añadió—: Luego se lo pides a Alejandra, esa oficial gordita que se sienta al fondo.
—Sí, ya la he visto.
—Bueno, ¿qué me traes? —le preguntó la juez cambiando el tono a uno más profesional.
Y viendo que Daniel miraba al forense como preguntándose si podía hablar con toda confianza en su presencia, doña Susana le tranquilizó con una sonrisa.
—Puedes hablar con toda confianza. Felipe está en el equipo.
Tras extraer un papel del bolsillo en el que figuraban las notas del cuadro y las letras correspondientes, Daniel explicó con todo lujo de detalles su teoría acerca de Beatriz de Casas.
—Nosotros —dijo el forense— también tenemos que comunicarte algo. La policía cree que el manuscrito de la Décima Sinfonía puede estar en una caja de seguridad asociada a una cuenta corriente.
—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión?
—A través de un mensaje que había en el móvil de Thomas —continuó el médico—. Por otro lado, sabemos por tu magnífico trabajo de investigación, que las notas de la cabeza de Thomas son las coordenadas geográficas de Austria, lo que nos lleva a pensar que la caja de seguridad pertenece a un banco de Viena. Solo hay un pequeño obstáculo, que por ahora nos resulta insalvable, y es que los números de la partitura son solamente ocho.
—Y una cuenta bancaria tiene veinte dígitos —explicó Daniel, completando el razonamiento del forense.
—No es correcto del todo. En Austria, el llamado Código de Cuenta Cliente no lo componen veinte números, como en España, sino dieciséis. Los cinco primeros números del código son para identificar el banco, y el resto son los dígitos de la cuenta corriente.
—¿No tienen dígito de control?
—No. Y tampoco identifican la sucursal del banco, como nosotros.
La magistrada cogió un folio en blanco y un bolígrafo y trazó una serie de signos que inmediatamente mostró a Daniel:
ESkk BBBB GGGG KKCC CCCC CCCC
ATkk BBBB BCCC CCCC CCCC
—Ahora sí que estoy perdido —dijo Paniagua.
—No me extraña, porque si los números que nos has dado corresponden a un código internacional, la cosa se complica todavía más —explicó la juez—. ¿Sabes lo que es el IBAN?
—International Bank Account Number —respondió inmediatamente el forense, antes de que Daniel pudiera contestar—. Se trata de una serie de caracteres alfanuméricos que identifican una cuenta determinada en una entidad financiera en cualquier lugar del mundo.
—La primera fila corresponde a un IBAN español —continuó la magistrada—. Las letras nos dicen que la cuenta está en España, luego hay dos dígitos de control del IBAN y a continuación los veinte números de la cuenta.
La segunda fila es un IBAN austríaco, AT son las siglas para Austria, luego dos dígitos de control, cinco números para identificar el banco, y once para la cuenta corriente.
—Veinte caracteres en total —dijo el forense—. En la cabeza de Thomas hay ocho números. ¿Dónde están los otros doce caracteres?
Viena, noviembre de 1826
Ocho meses después de que Beethoven conociera a la joven Beatriz de Casas en las dependencias de la Escuela Española de Equitación, ambos se habían convertido en amantes.
El pretexto para empezar a verse sin despertar demasiadas habladurías —la diferencia de edad entre ambos era de más de treinta años— fue relativamente sencillo. Era conocido en todo Viena que Beethoven tenía por costumbre anotar las ideas que se le iban ocurriendo mientras paseaba en unas libretas de apuntes que llevaba consigo siempre que no estaba en casa. Los fragmentos de temas o los simples motivos de tres o cuatro notas estaban, la mayor parte de las veces, escritos a lápiz y en una caligrafía que hasta el propio autor debía de tener a veces problemas en descifrar. Dado que Beatriz era alumna del Conservatorio, a Beethoven no le fue difícil convencer a su padre de que necesitaba la ayuda de un copista para pasar a limpio la ingente cantidad de material que su mente enfebrecida era capaz de garabatear cuando caía preso de un ataque de inspiración. De modo que, una vez resuelto el problema del caballo, que Beethoven acabó malvendiendo a un tercero para poder pagar a un acreedor, el músico pactó con Beatriz, con la aquiescencia plena de su padre, que era un gran admirador de su obra, que esta le visitaría tres veces por semana para trabajar como copista en su casa-estudio de la Schwarzspanierstrasse. Después de tantos años sin haber mantenido vínculos erótico sentimentales con ninguna mujer, Beethoven volvía por sus fueros, irresistiblemente atraído por la sensibilidad y el desparpajo de Beatriz, cuyas observaciones sobre los más variados temas le hacían sonreír frecuentemente, y que compensaban una apariencia física algo escuálida que la convertía en poco menos que invisible a los ojos de algunos hombres.
Beethoven estaba otra vez enamorado.
Incluso al propio compositor le hubiera resultado imposible decir, de habérselo preguntado alguno de los escasos amigos que formaban parte de su círculo de confianza, con cuántas mujeres, deslumbradas casi exclusivamente por su formidable talento musical, había mantenido algún
affaire
amoroso desde su triunfal llegada a Viena en noviembre de 1792. Su especialidad habían sido, sin duda, las alumnas de piano, entre las que había destacado con luz propia la jovencísima condesa italiana Giulietta Guicciardi. Cuando se enamoró de Beethoven tenía tan solo dieciséis años, y él le doblada la edad. Para el músico fue tan decisiva esa relación que decidió dedicarle a su amada quizá la más célebre de sus sonatas, la
Claro de Luna
. A su amigo el doctor Wegeler, Beethoven le contó en cierta ocasión por carta:
… no se puede usted ni imaginar qué triste y desolada ha sido mi vida durante los últimos años, en los que, para ocultar mi pérdida de oído, he tenido que apartarme cada vez más de la vida social y simular que soy un misántropo, cuando en realidad no lo soy. El gran cambio en mi vida ha venido de la mano de una encantadora y adorable jovencita que me quiere y a la que quiero. Por primera vez, después de dos espantosos años, tengo la sensación de que podría ser feliz gracias al matrimonio.
Beethoven tenía la sensación, en este momento concreto de su vida, de que Beatriz de Casas podía desempeñar el papel salvador que había jugado en su vida la joven condesa Guicciardi.
—¿Por qué no llegaste a casarte con ninguna de las mujeres con las que todo Viena sabe que tuviste relación? —le preguntó una tarde a bocajarro Beatriz, mientras ayudaba al maestro a terminar de pasar a limpio el último de los siete revolucionarios movimientos de la que iba a ser su última y definitiva sinfonía.
Beethoven había permanecido en silencio casi toda la tarde, mientras rumiaba hasta los más pequeños detalles de instrumentación de la obra. Pero cuando leyó la pregunta de su amada, salió inmediatamente de su ensimismamiento.
—No hables mientras copias la música —le dijo el maestro tratando de cerrar el cuaderno de conversación privado con el que se solían comunicar dentro de casa—. Acabarás por cometer algún error y tendrás que rehacer la página entera.
—Ya que desde hace una semana no recibo compensación económica alguna por mi trabajo de copista —replicó ella reteniendo el cuaderno como pudo— podrías, al menos, mostrarte algo más comunicativo.
Beethoven se atusó su imponente melena, que ahora solía llevar más limpia y ordenada para tratar de agradar a Beatriz.
—Te pagaré los atrasos en cuanto cierre el acuerdo con mi editor para los próximos cuartetos.
Beatriz volvió a escribir: «¿Por qué no te casaste?».
—¿Por qué no me casé? Tal vez porque no encontré a la mujer que me diera lo que me das tú. Debe de ser tu sangre gitana.
—Yo no soy gitana —aclaró ella—. Mi padre es del norte del país, de una ciudad llamada Bilbao, aunque nosotros la llamamos El Botxo, que quiere decir «el agujero».
—¿Se trata de una ciudad subterránea?
—No, es porque está rodeada de montañas.
—Botxo, Bonn, nuestras dos ciudades de nacimiento empiezan con b. ¿Os llaman bocheros?
—O chimbos, por los pájaros que viven en la zona. ¿Por qué te llaman a ti el español negro? ¿Tienes tú sangre española?
—Si quieres saberlo, no te queda otro remedio que venir aquí —le dijo Beethoven palmeándose los muslos, en un tono que tenía mucho de lúbrica insinuación. Beatriz permaneció en su silla, como desconfiando.
Al músico le hizo gracia la actitud recelosa de la chica:
—¿De qué tienes miedo?
—No es miedo, es que hay un tiempo para cada cosa. Ahora estamos hablando. Y no me has respondido a la pregunta que te hice antes, ¿por qué no llegaste a casarte?
A Beatriz ni siquiera le hizo falta escribirle de nuevo la pregunta; Beethoven entendió perfectamente que ella estaba insistiendo en la cuestión y que esta vez se iba a salir con la suya.
El músico permaneció en silencio durante medio minuto, bajo la mirada expectante de Beatriz. No es que se estuviera negando a contestar, sino que estaba dándole forma en la cabeza a la respuesta, para tratar de evitar alguna palabra que pudiera herir los sentimientos de la mujer. Después añadió: