La decisión más difícil (47 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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—¿Por qué no se toma libre el resto del día, abogado? —le propone el juez DeSalvo.

—No, ya se me ha pasado. Y creo que es importante llegar al fondo de la cuestión. —Se vuelve hacia la secretaria del tribunal—. ¿Podría, em, refrescarme la memoria?

Ella le lee la transcripción y Campbell asiente con la cabeza, pero reacciona como si acabara de oír mis palabras, regurgitadas, por vez primera.

—Está bien, Anna. ¿Dices que fue Kate quien te pidió que interpusieras esta demanda de emancipación médica?

Una vez más me siento morir.

—No exactamente.

—¿Podrías explicárnoslo?

—Ella no me pidió que interpusiera la demanda.

—Entonces, ¿qué fue lo que te pidió?

Lanzo una mirada furtiva a mi madre. Ella lo sabe, tiene que saberlo. No me hagas decirlo en voz alta.

—Anna —insiste Campbell—, ¿qué fue lo que te pidió?

Sacudo la cabeza, con los labios apretados, y el juez DeSalvo se inclina hacia adelante.

—Anna, tienes que contestar a la pregunta.

—Sí, está bien. —La verdad sale de mí como expulsada, como un río desbocado después de romperse el dique—. Me pidió que la matara.

Lo primero que no estuvo bien es que Kate cerrara la puerta de nuestro dormitorio, que no tenía en realidad cerrojo, por lo cual o bien arrimaba un mueble o bloqueaba la manilla.

—Kate —grité, furiosa, porque venía sudada y cansada del entreno de hockey y quería ir a darme una ducha y cambiarme—. Kate, déjame, eso no está bien.

Supongo que debí armar bastante jaleo, porque volvió a abrir la puerta. Pero había otra cosa que no estaba bien, algo en la habitación. Eché un vistazo, pero todo parecía en su sitio, es más, mis cosas parecían estar en orden, y aun así Kate seguía teniendo el aspecto de acabar de borrar las huellas de un secreto.

—¿Qué problema tienes? —le pregunté, y me metí en el baño, abrí la ducha y lo olí… un olor dulzón y algo fuerte, el mismo olor a bar que tenía asociado con el estudio de Jesse. Me puse a abrir armarios y a rebuscar entre las toallas en busca de la prueba, literalmente, segura de que tenía que haber por algún lado media botella de whisky oculta tras las cajas de lampones.

—Mira por dónde… —dije, blandiéndola y volviendo a la habitación, pensando que tenía un pequeño instrumento de chantaje para utilizar durante algún tiempo en mi provecho, y fue entonces cuando vi a Kate con las pastillas.

—¿Qué haces?

Kate se dio la vuelta sobre la cama.

—Déjame sola, Anna.

—¿Estás loca?

—No —dijo Kate—. Estoy harta de estar esperando algo que tiene que suceder de todas formas. Me parece que ya he amargado la vida de los demás bastante tiempo, ¿no crees?

—Pero si todo el mundo hace todo lo posible por que vivas. No puedes matarte.

De repente Kate se puso a llorar.

—Ya lo sé. No puedo.

Tardé unos momentos en darme cuenta de que ya lo tenía decidido.

Mi madre se levanta poco a poco.

—No es verdad —dice con una voz fina y quebradiza como el cristal—. Anna, no sé por qué dices eso.

Los ojos se me llenan de lágrimas.

—¿Por qué iba a inventármelo?

Ella se me acerca.

—A lo mejor no lo has entendido bien. O quizá tenía un mal día o estaba melodramática. —Sonríe con esa expresión afligida con que la gente sonríe cuando lo que quiere es llorar—. Porque si hubiera estado tan alterada, me lo habría dicho.

—No podía decírtelo —le contesto—. Tenía mucho miedo de que si se mataba te mataría a ti también. —Me falta el aliento. Siento que me hundo en un pozo de alquitrán. Quiero correr y ha desaparecido el suelo bajo mis pies. Campbell le pide al juez unos minutos para que pueda reponerme, pero no sé si el juez DeSalvo le ha respondido, porque yo estoy llorando tan fuerte que no puedo oírle—. Yo no quiero que se muera, pero sé que ella no quiere vivir así y yo soy la única que puede darle lo que quiere. —No aparto los ojos de mi madre, aunque la veo alejarse de mí—. Yo siempre he sido la única que ha podido darle lo que ella quería.

La siguiente ocasión fue una vez en que mi madre entró en nuestra habitación para hablar del tema de donar el riñón.

—No lo hagas —me dijo Kate cuando salió.

Me la quedé mirando.

—Pero ¿qué estás diciendo? Pues claro que lo voy a hacer.

Nos estábamos desvistiendo, y me di cuenta de que habíamos elegido el mismo pijama, las dos teníamos uno de satén brillante con cerezas estampadas. Al meternos en la cama pensé que era como cuando éramos pequeñas y nuestros padres nos vestían igual porque les parecía muy mono.

—¿Crees que funcionará? —le pregunté—. ¿Un trasplante de riñón?

Kate me miró.

—Puede. —Se inclinó, con la mano en el interruptor de la luz—. No lo hagas —me repitió, y no fue hasta que oí decírselo por segunda vez cuando entendí lo que de verdad estaba diciendo.

Mi madre se ha puesto en pie, sin respiración, y en sus ojos afloran todos los errores cometidos en su vida. Mi padre se le acerca y le pasa el brazo por los hombros.

—Vamos, siéntate —le susurra en el pelo.

—Señoría —dice Campbell, levantándose—. ¿Puedo?

Se acerca a mí, con
Juez
pegado a las piernas. Estoy tan temblorosa como él. Pienso en ese perro y en lo que hizo hace una hora. ¿Cómo podía estar tan seguro de qué era lo que Campbell necesitaba y cuándo?

—Anna, ¿quieres a tu hermana?

—Por supuesto.

—¿Y en cambio estabas dispuesta a tomar una decisión que supondría su muerte?

Algo se ilumina en mi interior.

—Era para que no tuviera que volver a pasar por eso nunca más. Creí que era lo que ella quería.

Él se queda callado. Y en ese momento me doy cuenta: Lo sabe.

Algo se rompe dentro de raí.

—Y era… también era lo que quería yo.

Estábamos en la cocina, lavando y secando los platos.

—Odias ir al hospital —me dijo Kate.

—Bueno, claro. —Pongo los tenedores y las cucharas limpios en el cajón de los cubiertos.

—Sé que harías lo que fuera por no tener que volver a ir nunca más.

Me quedo mirándola.

—Por supuesto. Porque eso significaría que estarías curada.

—O muerta. —Kate sumergió las manos en el agua jabonosa, teniendo cuidado de no mirarme—. Piénsalo bien, Anna. Podrías ir a los campamentos de hockey. Podrías elegir ir a la universidad en otro país si quisieras. Podrías hacer todo lo que quisieras sin tener que preocuparte más de mí.

Había sacado esos ejemplos de mis propios pensamientos. Noté cómo me ponía roja, avergonzada de tenerlos almacenados en la cabeza a disposición de ser aireados. Si Kate se sentía culpable por ser una carga, entonces yo me sentía dos veces culpable por saber que ella se sentía así. Por saber que yo me sentía así.

No dijimos nada más en aquella ocasión. Yo fui secando lo que ella me iba pasando, tratando ambas de hacer ver que no conocíamos la verdad: que, además de la parte de mí que siempre había deseado que Kate viviera, había esa otra parte horrible que a veces quería ser libre.

Sí, ellos lo han entendido: soy un monstruo. De algunas razones por las que interpuse esta demanda me siento orgullosa, por muchas otras, no. Ahora Campbell verá por qué no podía actuar como testigo, no porque me diera miedo hablar delante de los demás, sino por todos estos sentimientos, algunos de los cuales son demasiado horrendos para expresarlos en voz alta. Como que yo quiero que Kate viva, pero que también quiero ser yo misma, y no una parte de ella. Que quiero tener la oportunidad de crecer, aunque Kate no pueda. Que la muerte de Kate sería lo peor que jamás me hubiera pasado… y también lo mejor.

Que, a veces, cuando pienso en todo esto, me odio a mí misma y desearía volver arrastrándome a como era antes, a la persona que ellos quieren que sea.

Ahora toda la sala está mirándome, y estoy segura que el estrado de los testigos, o mi piel, o ambas cosas están a punto de explotar. Desde detrás de esta lente de aumento, pueden verme hasta lo más profundo de mi podrido corazón. A lo mejor si siguen mirándome acabaré disolviéndome en forma de un humo azul y amargo. A lo mejor desaparezco sin dejar rastro.

—Anna —dice Campbell con calma—, ¿qué te hizo pensar que Kate quería morir?

—Me dijo que estaba preparada.

Da unos pasos hasta colocarse justo delante de mí.

—¿No es posible que sea la misma razón por la que te pidió que la ayudaras?

Levanto los ojos lentamente y desenvuelvo el regalo que Campbell acaba de ofrecerme. ¿Y si Kate hubiera querido morir para que yo pudiera vivir? ¿Y si después de tantos años salvándole la vida a Kate, lo único que quería ella era hacer lo mismo por mí?

—¿Le dijiste a Kate que ibas a dejar de ofrecerte como donante?

—Sí —digo en un susurro.

—¿Cuándo?

—La noche antes de contratarte a ti.

—Anna, ¿qué dijo Kate?

Hasta ahora no me había parado a pensarlo, pero Campbell había desencadenado el recuerdo. Mi hermana se había quedado quieta y callada, tanto que pensé que quizá se hubiera dormido. Y entonces se volvió hacia mí con los ojos desorbitados y una sonrisa que se abría como una falla.

Miro a Campbell.

—Dijo «gracias».

S
ARA

Ha sido idea del juez DeSalvo hacer una salida de campo, por así decirlo, para hablar con Kate. Cuando llegamos al hospital, está sentada en la cama, viendo la tele con mirada ausente, mientras Jesse hace
zapping
con el mando a distancia. Está muy delgada, con la piel mudada de amarillo, pero consciente.

—¿El hombre de hojalata —dice Jesse— o el espantapájaros?

—El espantapájaros se arrancaría el relleno —dice Kate—. ¿Chyna, de la WWF
[26]
, o el cazador de cocodrilos?

Jesse resopla.

—El tío de los lagartos. Todo el mundo sabe que la WWF es un fraude. —La mira—. ¿Gandhi o Martin Luther King, júnior?

—No firmarían la renuncia.

—Estamos hablando de «Celebrity Boxing», de la Fox —dice Jesse—. ¿Qué te hace pensar que se van a molestar en renunciar?

Kate sonríe.

—Uno de ellos se sentaría en el ring y el otro se pondría el protector bucal. —En ese momento entro yo—. Eh, mamá —me pregunta—, ¿quién ganaría en un hipotético combate de boxeo entre famosos, Marcia o Jan Brady
[27]
?

Entonces se da cuenta de que no he venido sola. Mientras el resto del grupo va entrando y haciéndose sitio en la habitación, a ella se le abren los ojos de par en par y se sube el cubrecama. Mira directamente a Anna, pero su hermana aparta la mirada.

—¿Qué pasa?

El juez da un paso al frente, cogiéndome por el brazo.

—Ya sé que quisiera hablar con ella, Sara, pero yo necesito hablar con ella. —Da un paso más, ofreciéndome la mano—. Hola, Kate, soy el juez DeSalvo. ¿Te importaría si hablo contigo unos minutos? A solas —añade, y uno a uno todos los demás salimos de la habitación.

Yo soy la última en salir. Veo a Kate recostarse contra los almohadones, de pronto exhausta, una vez más.

—Tenía el presentimiento de que vendría —le dice al juez.

—¿Por qué?

—Porque —dice Kate— la cosa siempre acaba volviendo a mí.

Hace unos cinco años, una familia recién llegada compró la casa de enfrente, al otro lado de la calle, y la echaron abajo, con la intención de construir algo diferente. Una simple excavadora y media docena de sacos de escombro fue todo lo que necesitaron. En menos de una mañana, aquella estructura que habíamos visto todas las mañanas al salir de casa había quedado reducida a un montón de cascotes. A uno le parece que una casa es para siempre, cuando lo cierto es que un fuerte vendaval o un martillo de demolición bastan para derruirla. La familia que vive dentro no es muy diferente.

Hoy apenas soy capaz de recordar el aspecto de aquella vieja casa. Cuando salgo por la puerta principal no me acuerdo nunca cuántos meses estuvo vacío el solar de enfrente, consciente de su ausencia, como un diente que falta. Les llevó su tiempo, sí, a los nuevos propietarios. Al final reconstruyeron una casa.

Cuando el juez DeSalvo sale de la habitación, sombrío y preocupado, Campbell, Brian y yo nos ponemos de pie.

—Mañana —dice—. Sesión final a las nueve de la mañana. —Y, tras señalarle a Vern que le siga con un gesto de cabeza, se va por el corredor.

—Vamos —le dice Julia a Campbell—. Estás a mi merced.

—Ésa no es la palabra. —Pero en lugar de seguirla, se acerca a mí—. Sara —dice con sencillez—, lo siento. —Y me hace otro regalo más—: ¿Llevará a Anna a casa?

En cuanto se van, Anna se vuelve hacia mí:

—De verdad que necesito ver a Kate.

Le paso el brazo alrededor.

—Pues claro que puedes.

Entramos las dos, la familia y nadie más, y Anna se sienta en el borde de la cama de Kate.

—Eh —musita Kate, agrandando los ojos.

Anna sacude la cabeza; tarda unos segundos en encontrar las palabras apropiadas.

—Lo he intentado —dice por fin, sin poder liberar la voz, prendida como algodón en espino, mientras Kate le aprieta la mano.

Jesse se sienta al otro lado de la cama. Los tres en un mismo espacio. Me recuerda la foto de postal de Navidad que les hacíamos cada mes de octubre, columpiándolos muy alto sobre las ramas de un arce o subidos a un muro de piedra, un instante congelado para recordar.

—¿Alf o mister Ed
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? —dice Jesse.

Las comisuras de los labios de Kate se tuercen hacia arriba.

—El caballo. Octavo asalto.

—Tú ganas.

Finalmente Brian se inclina y le da un beso a Kate en la frente.

—Que duermas bien, cielo. —Mientras Anna y Jesse salen al vestíbulo, me da también a mí un beso de despedida—. Llámame —dice en voz baja.

Y entonces, cuando se han ido todos, me siento junto a mi hija. Tiene los brazos tan delgados que puedo ver cómo los huesos se giran cuando ella se mueve. Sus ojos parecen más viejos que los míos.

—Supongo que tendrás preguntas que hacerme —dice Kate.

—A lo mejor más tarde —replico, sorprendiéndome a mí misma. Me inclino sobre la cama y la sostengo entre mis brazos.

Me doy cuenta entonces de que no tenemos hijos, sino que los recibimos. Y a veces no es por un tiempo tan largo como hubiésemos esperado o deseado. Pero siempre será mucho mejor que no haber recibido a esos hijos nunca.

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