La delicadeza (7 page)

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Authors: David Foenkinos

BOOK: La delicadeza
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—Ya hablaremos más tarde del expediente 114.

Abrió la puerta e invitó a Markus a salir de su despacho. Éste obedeció con dificultad. Se sentía como Amstrong en la Luna. Ese beso era un gran paso para su humanidad. Se quedó un momento inmóvil delante de la puerta del despacho. En cuanto a Nathalie, ya había olvidado por completo lo que acababa de ocurrir. Su acto no tenía ningún vínculo con la sucesión de los demás actos de su vida. Ese beso era la manifestación de una anarquía repentina en sus neuronas, lo que podría llamarse un acto gratuito.

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El invento de la moqueta

Parece difícil llegar a saber quién inventó la moqueta. Según el diccionario Larousse, la moqueta no es más que «una alfombra que se vende por metros».

Esta definición plasma la naturaleza patética de su existencia.

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Markus era un hombre puntual y le gustaba volver a su casa a las siete y cuarto en punto. Se sabía los horarios del tren de cercanías como otros se saben los perfumes preferidos de su mujer. No le disgustaba esa vida cotidiana idéntica a sí misma. A veces tenía la impresión de ser amigo de esos desconocidos con los que se cruzaba cada día. Aquella tarde tenía ganas de gritar, de contarle su vida a todo el mundo. Su vida con los labios de Nathalie sobre los suyos. Quería levantarse y apearse en una estación cualquiera, así porque sí, sólo para tener la impresión de salirse de la costumbre. Quería estar loco, lo cual era la prueba de que no lo estaba.

Mientras caminaba hacia su casa, volvieron a su mente imágenes de su infancia sueca. Fue bastante rápido. La infancia en Suecia se parece a la vejez en Suiza. Pero, pese a todo, volvió a pensar en aquellos momentos en que se sentaba al fondo de la clase para contemplar la espalda de las chicas. Durante años, había admirado las nucas de Kristina, Pernilla, Joanna y otras muchas chicas cuyos nombres terminaban por A, sin poder nunca rozar siquiera otra letra. No recordaba sus caras. Soñaba con volverlas a ver, sólo para decirles que Nathalie lo había besado; para decirles que no habían sabido ver su atractivo. Ah, qué bonita era la vida.

Una vez delante de su edificio, vaciló. Estamos asediados por un sinfín de cifras que memorizar. Los números de teléfono, las contraseñas de acceso a Internet, las tarjetas de crédito... De modo que, sin remedio, llega un momento en que todo se confunde. Intentas entrar en tu casa utilizando tu número de móvil. Markus, cuyo cerebro estaba perfectamente organizado, se sentía al amparo de esa clase de problema; sin embargo, eso fue exactamente lo que le ocurrió aquella tarde. No había manera de que recordara el código del portero automático. Probó varias combinaciones, en vano. ¿Cómo podía uno olvidar por la tarde aquello que por la mañana recordaba perfectamente? ¿El exceso de información nos empujará ineluctablemente hacia la amnesia? Por fin, llegó un vecino y se colocó delante de la puerta. Podría haber abierto enseguida, pero prefirió saborear ese momento de evidente superioridad. A juzgar por su mirada, uno casi hubiera dicho que
recordar el código
era señal de virilidad. El vecino se decidió por fin a abrir, y dijo pomposamente: «No, por favor, pase usted primero.» Markus pensó:
Gilipollas, si supieras lo que tengo en la cabeza, tengo algo tan bonito que borra todos los datos inútiles...
Subió la escalera, y enseguida olvidó el desagradable contratiempo. Seguía sintiéndose ligero y repasaba en su cabeza una y otra vez la escena del beso. Era ya una película de culto en su memoria. Abrió por fin la puerta de su apartamento, y su salón se le antojó muy pequeño comparado con sus ganas de vivir.

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Código de acceso al edificio de Markus:

A9624

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A la mañana siguiente, se despertó muy temprano. Tanto, que ni siquiera estaba seguro de haber dormido. Esperaba el sol con impaciencia, como una cita importante. ¿Qué pasaría hoy? ¿Cuál sería la actitud de Nathalie? ¿Y él, qué debía hacer él? ¿Quién sabe cómo actuar cuando una mujer hermosa te besa sin darte la más mínima explicación? Se sentía asaltado por un sinfín de preguntas, lo cual nunca era buena señal. Tenía que respirar despacio (...) y (...), sí, así, eso es (...), muy bien (...). Y decirse que era simplemente un día como otro cualquiera.

A Markus le gustaba leer. Era un bonito punto en común con Nathalie. Aprovechaba sus trayectos cotidianos en tren para entregarse a esa pasión. Hacía poco había comprado muchos libros, y ahora debía elegir cuál de ellos acompañaría ese gran día. Estaba ese autor ruso que le gustaba mucho, un autor bastante menos leído que Tolstoi o Dostoievski, vaya usted a saber por qué, pero el libro era demasiado gordo. Quería un texto que pudiera leer a salto de mata según le apeteciera, pues sabía que no conseguiría concentrarse. Por ese motivo se decidió por
Silogismos de la amargura,
de Cioran.

Una vez en la oficina, trató de pasar el mayor tiempo posible junto a la máquina de café. Para que pareciera natural, se tomó varios. Al cabo de una hora, empezó a sentirse un pelín nervioso. Varios cafés cargados y una noche sin dormir nunca son buena combinación. Fue al baño, y se encontró gris. Volvió a su despacho. Hoy no había prevista ninguna reunión con Nathalie. ¿Quizá simplemente debía ir a verla? Utilizar el pretexto del expediente 114. Pero no había nada que decir sobre el expediente 114. Sería una tontería. Ya no aguantaba más estar así, dejándose carcomer por la indecisión. ¡Después de todo, la que tenía que ir a verlo era ella! Ella lo había besado a él, y no al revés. Nadie tiene derecho a actuar así sin dar explicaciones. Era como robar algo y salir corriendo. Era exactamente eso: había salido corriendo de sus labios. Sin embargo, Markus sabía que Nathalie no iría a verlo. Puede que incluso hubiera olvidado ese momento, ¿quizá él no había sido para ella más que un acto gratuito? Su intuición era acertada. Percibía una injusticia terrible en esa posibilidad: ¿cómo podía el acto del beso ser gratuito para ella cuando para él tenía un valor incalculable? Sí, un valor exorbitante. Ese beso estaba ahí, por todas partes dentro de él, moviéndose en el interior de su cuerpo.

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Fragmento de un análisis del cuadro
El beso
de Gustav Klimt
:

La mayoría de las obras de Klimt pueden dar pie a numerosas interpretaciones, pero su utilización anterior del tema de la pareja en el friso
Beethoven
y el friso
Stoclet
permite ver en
El beso
la realización postrera de la búsqueda humana de la felicidad.

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Markus no lograba concentrarse. Quería su explicación. Sólo había una manera de obtenerla: hacerse el encontradizo. Ir y venir delante del despacho de Nathalie, todo el día si era necesario. En algún momento tendría que salir, y entonces... ahí estaría él, de pura casualidad, yendo y viniendo delante de su despacho. Al final de la mañana, estaba empapado en sudor. Pensó de pronto: «¡Así no le voy a causar buena impresión!» Si saliera ahora, se cruzaría con un hombre sudado que perdía el tiempo yendo y viniendo por el pasillo sin hacer nada. Iba a parecer un tipo raro que camina sin motivo.

Después de comer, volvieron a asaltarle atropelladamente los pensamientos de la mañana. Su estrategia era acertada, debía seguir yendo y viniendo por el pasillo. Era la única solución. Es tan difícil caminar fingiendo que se va a alguna parte... Tenía que adoptar un aire preciso y concentrado; lo peor era desplazarse haciendo como si caminara deprisa. Al final de la tarde, agotado ya, se cruzó con Chloé. La joven le preguntó:

—¿Estás bien? No sé, te encuentro como... raro.

—Sí, sí, estoy bien. Estoy estirando las piernas un poco. Me ayuda a pensar.

—¿Sigues con el expediente 114?

—Sí.

—¿Y qué tal lo llevas?

—Bien. Bueno, más o menos.

—Pues chico, a mí el 108 me está dando un montón de quebraderos de cabeza. Quería hablarlo con Nathalie, pero no ha venido hoy.

—¿Ah, no? ¿No... ha venido hoy? —preguntó Markus.

—No... Tenía una reunión fuera de París, creo. Bueno, te dejo, voy a ver si soluciono esto.

Markus no reaccionó.

Había caminado tanto que a estas alturas él también habría podido estar fuera de París.

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Tres aforismos de Cioran leídos
por Markus en el tren de cercanías:

El arte de amar
consiste en saber unir a un temperamento de vampiro
la discreción de una anémona.

*

En el corazón de cada deseo se enfrentan
un monje y un carnicero.

*

El espermatozoide es un bandido en estado puro.

44

Al día siguiente, Markus llegó al trabajo con un estado de ánimo muy diferente. No comprendía por qué se había comportado de tan extraña manera. A quién se le ocurría ir y venir sin tregua por un pasillo. El beso lo había alterado mucho, y hay que decir también que últimamente su vida afectiva había sido especialmente tranquila, pero no era razón para mostrarse tan pueril. Debería haber conservado la calma. Seguía queriendo que Nathalie le diera una explicación, pero ya no trataría de cruzarse con ella haciéndose el encontradizo. Sencillamente iría a verla a su despacho.

Llamó con decisión a la puerta. Ella dijo «adelante», y él obedeció sin vacilar. Entonces se encontró cara a cara con un gran problema: Nathalie había ido a la peluquería. Markus siempre había sido muy sensible al cabello. Y tenía ante sí un espectáculo desconcertante: ahora el de Nathalie era completamente liso. De una belleza que quitaba el hipo. Si se lo hubiera recogido, como lo hacía a veces, todo habría sido más sencillo. Pero ante tamaña manifestación capilar, Markus sintió que le faltaba el habla.

—Sí, Markus, ¿qué quería?

Interrumpió sus divagaciones, y al fin pronunció la primera frase que se le ocurrió:

—Me gusta mucho su pelo.

—Gracias, es muy amable.

—No, de verdad: me maravilla.

A Nathalie le sorprendió esa declaración matinal. No sabía si debía sonreír o sentirse incómoda.

—Sí, bueno, ¿y aparte?

—... 

—¿No habrá venido a verme sólo para hablarme de mi pelo?

—No... no...

—¿Para qué entonces? Le escucho.

—... 

—Markus, ¿está usted aquí?

—Sí...

—¿Y bien?

—Quería saber por qué me besó.

El recuerdo del beso volvió a su memoria, en primer plano. ¿Cómo había podido olvidarlo? Cada instante se recomponía, y Nathalie no pudo contener una mueca de asco. ¿Estaba loca? En los últimos tres años no se había acercado a ningún hombre, ni siquiera había pensado interesarse por nadie, y ahora, de buenas a primeras, había besado a ese colega insignificante. Dicho colega esperaba una respuesta, lo cual era perfectamente comprensible. El tiempo pasaba. Tenía que decir algo.

—No lo sé —confesó en voz baja Nathalie.

Markus había querido una respuesta, un rechazo incluso, pero desde luego no es nada.

—¿No lo sabe?

—No, no lo sé.

—No puede dejarme así. Tiene que darme una explicación.

No había nada que decir.

Ese beso era como el arte moderno.

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Título de un cuadro de Kasimir Malevich:

Cuadrado blanco sobre fondo blanco (1918)

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Más tarde, Nathalie estuvo reflexionando: ¿por qué ese beso? Porque sí, y nada más. No somos dueños de nuestro reloj biológico interno. En este caso, el del duelo. Nathalie había querido morirse, había intentado respirar, había conseguido respirar, y comer, hasta había sido capaz de reincorporarse al trabajo, de sonreír, de ser fuerte, de ser sociable y femenina, y el tiempo había pasado con esa energía tambaleante de la reconstrucción, hasta el día en que había ido a ese bar; pero había salido huyendo, pues no soportaba el circo de la seducción, convencida como estaba de que nunca más podría interesarle ningún hombre, y, sin embargo, al día siguiente se había puesto a andar sobre la moqueta, así de pronto, un impulso robado a la incertidumbre, había sentido su cuerpo como un objeto de deseo, sus curvas y sus caderas, y hasta había lamentado no poder oír el sonido de sus tacones de aguja. Todo ello había sido repentino, el nacimiento, sin anuncio previo, de una sensación, de una fuerza luminosa.

Y entonces, en ese momento, Markus había entrado en su despacho.

No había nada más que decir. Nuestro reloj biológico no es racional. Es exactamente como la pena de amores: no sabes cuándo se te pasará. En el momento más crudo del dolor, piensas que la herida siempre estará abierta. Y, de pronto, una mañana te extrañas de no sentir ya ese peso terrible. Qué sorpresa darse cuenta de que el dolor ya no está. ¿Por qué ese día? ¿Por qué no más tarde, o antes? Es la decisión totalitaria de nuestro cuerpo. Para ese impulso del beso, Markus no debía buscar una explicación concreta. Había aparecido en el momento adecuado. La mayoría de las relaciones se resumen de hecho a esa simple cuestión del momento adecuado. Markus, que se había perdido tantas cosas en la vida, acababa de descubrir su capacidad de aparecer en el momento ideal en el campo visual de una mujer.

Nathalie había visto el desamparo reflejado en la mirada de Markus. La última vez, se había marchado despacio. Sin hacer ruido. Tan discreto como un punto y coma en una novela de ochocientas páginas. No podía dejarlo así. Se sentía muy incómoda por haber hecho lo que había hecho. Pensó, por otra parte, que era un colega adorable, que respetaba a todo el mundo, y ello hacía que se sintiera aún más culpable por haberle hecho daño. Nathalie lo volvió a llamar a su despacho. Markus se llevó el expediente 114, por si acaso quería verlo por un motivo profesional. Pero el expediente 114 le traía al pairo por completo. De camino al despacho de Nathalie, dio un rodeo por el cuarto de baño para mojarse un poco la cara. Abrió la puerta, curioso por oír lo que tenía que decirle.

—Gracias por venir.

—No hay de qué.

—Quería disculparme. No sabía qué contestarle. Y, para serle sincera, tampoco lo sé ahora...

—...

—No sé por qué actué así. Seguramente fue un impulso físico... pero trabajamos juntos, y debo decir que fue un gesto del todo inapropiado por mi parte.

—Habla como una americana. Eso nunca es buena señal.

Nathalie se echó a reír. Qué réplica más extraña. Era la primera vez que hablaban de otra cosa que no fuera un expediente. Nathalie estaba descubriendo un indicio de la verdadera personalidad de Markus. Tenía que recuperar la seriedad:

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