«Codicia. La codicia es el peor enemigo del delincuente. La moderación es la clave del éxito», se dijo.
Hacía un frío de perros; a esas alturas la montaña llevaba ya muchas semanas cubierta de nieve. En Dokka cambió las ruedas y puso unas cubiertas de invierno; se decidió tras un peligroso patinazo con el coche que lo había obligado a invadir el carril contrario. Aun así, tuvo enormes problemas para subir la larga y abrupta cuesta que atravesaba el bosque hasta la cabaña, hasta el punto de tener que hacerlo dando marcha atrás. Sólo una vez había experimentado dificultades parecidas, y eso que la cabaña era propiedad de la familia desde hacía más de veinte años. ¿Qué fue lo que le jugó esa mala pasada, la calzada o los nervios? El pequeño aparcamiento estaba vacío y sólo podía divisar el contorno de las cuatro cabañas que poblaban el lugar. Sin ninguna fuente humana de luz, pero con la luna para ayudarle a caminar con sus raquetas de nieve en los pies, recorrió los doscientos metros que lo separaban de la cabaña. Tenía las manos congeladas y se le cayeron dos veces las llaves en la nieve antes de conseguir abrir la puerta.
Al entrar olía a moho y a cerrado; aunque no era necesario, cerró la puerta de la entrada con llave. Le costó mucho prender la mecha de la lámpara de parafina, debido a la propia falta de combustible y a la humedad ambiental. Tras algunos intentos consiguió encenderla y las amenazadoras nubes de hollín empezaron a amontonarse en el techo. El grupo que proporcionaba energía solar estaba vacío de corriente, debía de estar estropeado. Colgó la linterna del techo, se quitó el gabán y se puso un jersey gordo de lana.
Al cabo de una hora estaba todo en su sitio. El quemador de parafina había dejado su lugar a la antigua pero inmejorable chimenea. El cuarto estaba aún lejos de haber alcanzado una temperatura agradable, sobre todo porque había estado ventilando durante media hora, pero el fuego ardía con ímpetu y el tubo de evacuación parecía aguantar la avalancha de fuego y humo. El horno de gas seguía funcionando, así que decidió obsequiarse con una taza de café. Decidió que el importante asunto que lo había llevado hasta allí debía esperar hasta haber calentado la cabaña lo suficiente; además de pasar frío, iba a tener que calarse hasta los huesos para poder cumplir su misión. Reparó en el revistero de mimbre repleto de viejos cómics de los sesenta, agarró uno de ellos y empezó a hojearlo con los dedos todavía yertos. Los había leído cientos de veces, pero cumplían con su propósito de pasatiempo, aunque el desasosiego le atormentaba.
Eran ya las doce de la noche cuando volvió a vestirse, esta vez con un mono de invierno Nelly-Hansen que encontró en el desván junto a unas botas militares desgastadas, que seguían acoplándose a sus pies a la perfección después de treinta años, desde que las sustrajo del ejército. La luna continuaba llena y luminosa en el cielo austral y hacía que el uso de la linterna fuese de momento innecesario. Llevaba una cuerda enrollada al hombro y una pala quitanieves, de aluminio, en la mano; sin embargo, dejó las raquetas atrás: podía vadear sin problemas los cuarenta metros que separaban el pozo de la cabaña.
El pozo se encontraba dentro de una caseta que asomaba como una señal en medio de lo que aparentaba ser un humedal. En el letrero de la puerta, se advertía sobre la posible insalubridad del agua, pero aquello nunca había afectado a nadie, el agua siempre estaba fresca y dulce, con distinto sabor según las estaciones. Cuatro troncos, atados en un extremo y separados en el otro, formaban sencillamente los cuatro pilares de una tienda tipo lapona. Los cuatro laterales vestían, a su vez, tableros contrachapados recortados en forma de A con una abertura en uno de los costados, a modo de puerta que se cerraba con un simple candado. Al principio, la caseta era diminuta y sólo era posible introducir el cubo, pero la había agrandado hacía cuatro años. Ahora una persona tenía que reptar para entrar, algo que no le hacía mucha gracia a la familia, pero sin duda era más fácil sacar el agua de esta manera.
Tardó casi quince minutos en quitar la nieve y desenterrar la puerta hasta poder abrirla. Sudaba y respiraba con dificultad. Acto seguido clavó la puerta en la nieve para mantenerla abierta, se acurrucó y se deslizó por el resquicio hacia dentro. La parte interior de la caseta medía apenas un metro cuadrado, y el armazón se cerraba a poca altura e impedía que una persona pudiera ponerse de pie. Con mucho empeño consiguió acercar la linterna para iluminar el fondo del pozo oscuro y silencioso. Aquella postura tan forzada hizo revivir una vieja lesión que tenía en el hombro; se le escapó una ventosidad entre quejidos y esfuerzos. Al final, logró dirigir el haz de luz hacia un pequeño saliente situado medio metro más abajo, cerca de la superficie del agua. Introdujo una pierna, posó el pie con mucho cuidado sobre el pequeño saliente y notó, como era de esperar, que el firme estaba muy resbaladizo, así que dio un par de patadas hasta conseguir un buen apoyo. Repitió el mismo ejercicio con el otro pie hasta que pudo mantenerse erguido con las piernas abiertas y sentirse relativamente seguro. Se quitó los guantes y los colocó encima de la viga de madera que cruzaba el pozo a la altura de su cintura. A continuación, abrió la parte superior del mono Nelly-Hansen para sacar el brazo, pero era tremendamente difícil por el grosor y la dureza de la tela; además, sus dedos empezaban a entumecerse, por el frío. Al final tuvo que desistir, se agachó y sumergió el brazo derecho en el agua helada y se agarró con el izquierdo a la sujeción del caldero. El brazo se entumeció a los pocos segundos, el corazón latía con más fuerza y empezó a sentir una opresión en el pecho. Los dedos rebuscaban por la pared del pozo a medio metro bajo la superficie del agua, pero no encontraban lo que buscaban. Empezó a proferir juramentos y tuvo que recoger el brazo; se tapó la mano con la manga y frotó los dedos con vigor a la vez que soplaba para calentarlos. Al cabo de unos minutos, se atrevió a intentarlo de nuevo.
Esta vez tuvo más suerte. Al cabo de unos segundos consiguió atrapar una piedra suelta de la pared y la sacó con cuidado del agua. La espalda mojada, el brazo congelado y el corazón que latía con mucha fuerza intentaban convencerle de que abandonara. Apretó las mandíbulas antes de volver a sumergir el brazo en el pozo. Ahora conocía el camino. Atrapó con sumo cuidado un objeto del tamaño y la forma de un maletín grueso alojado en el mismo hueco de la pared. El asa de uno de los extremos asomaba por el orificio; el hombre se aseguró de tenerlo bien asido antes de extraerlo del todo de su cámara oculta.
Cuando el maletín, que resultó ser un cofre, emergió del agua, sus dedos entumecidos no aguataron más. El hombre soltó la caja e hizo varios movimientos desesperados con los brazos para atrapar a su presa. Eso provocó que perdiera el equilibrio y el pie izquierdo se deslizó y se separó del saliente donde había reposado. Se hundió en el agua junto con el cofre.
No veía nada. Los oídos, la boca y la nariz se llenaron de agua; el traje pesado se empapó enseguida y notó que la ropa y las botas lo arrastraban hacia el fondo. Se puso como loco; el miedo y la ansiedad no pretendían proteger su propia vida, sino la urna. Con inusitada presteza, enganchó la caja que había quedado atrapada entre su cuerpo y la pared del pozo en su hundimiento hacia las profundidades. Con un increíble esfuerzo, consiguió estirarse lo bastante hacia la puerta de la caseta como para arrojar el cofre sobre la nieve del exterior. Luego se asustó mucho. Seguía revolviéndose agitadamente, pero empezó a notar que sus movimientos eran cada vez más lentos y que los brazos y las piernas no obedecían las órdenes que él daba. Por fin logró aferrarse al enganche del cubo y cruzó los dedos en su mente para que los pernos del finísimo tablero aguantaran. Sacó medio cuerpo a pulso y consiguió estirar el brazo hasta el marco de la puerta. Se atrevió a soltar la fijación del cubo y alcanzó a sacar el torso al exterior de la caseta. Un minuto después, el contorno de su cuerpo se dibujaba bajo la luz de la luna, chorreando agua y buscando aire a bocanadas. El corazón había intensificado sus protestas e intentó retener el estallido en el pecho con las manos. Los dolores eran insoportables. No cerró la puerta de la caseta antes de recoger el cofre y volver tambaleándose en dirección a la cabaña.
Se despojó de la ropa y se quedó de pie, desnudo delante de la chimenea. Estuvo tentado de meterse hasta el fondo de la hoguera, se acurrucó sobre la plancha metálica en el suelo, a tan sólo veinte centímetros de las llamas. Luego se acordó de ir a por un edredón, estaba todavía helado y húmedo, pero tras unos minutos comprendió que no iba a morirse de frío. La garra del pecho lo fue soltando poco a poco, pero la piel le picaba y quemaba, y los dientes parecían castañuelas, aunque se lo tomó como una buena señal. La temperatura de la cabaña había alcanzado, al menos, los quince grados; al cabo de media hora, estuvo ya tan recuperado que consiguió ponerse un chándal viejo, un jersey de lana, calcetines de lana y zapatillas de fieltro. Asimismo, fue capaz de calentarse otra taza de café y se instaló cómodamente para abrir la caja. Estaba hecha de metal y recubierta de caucho y cerraduras.
Todo estaba en su sitio. Veintitrés hojas codificadas, un documento adjunto de nueve páginas y una lista con diecisiete nombres. Sacó los papeles de una bolsita de plástico, una medida de seguridad innecesaria ya que la urna era totalmente estanca. Levantó la bolsa. Debajo había siete fajos de billetes que cubrían la práctica totalidad del cofre, con doscientas mil coronas en cada uno. Cinco de través y dos a lo ancho: un millón cuatrocientas mil coronas.
Sacó la cuarta parte de uno de los fajos y formó un pequeño mazo. Dejó el resto en la caja, la cerró con esmero y la posó en el suelo.
Los papeles estaban secos. Primero echó un vistazo a la lista de nombres y luego la quemó en la chimenea. La sostuvo mientras ardía hasta que tuvo que soltarla para no quemarse los dedos, insensibles. A continuación, hojeó el documento de nueve páginas.
Se trataba de una organización sencilla en su estructura, él mismo se sentía como un padrino retirado y desconocido, y había elegido a sus dos ayudantes con mucho celo. Hansa Olsen porque tenía mucha mano con los criminales, un marcado sentido por el dinero y una relación tortuosa con la ley. Jørgen Lavik porque daba la impresión de ser el antagonista de Olsen: hábil, afortunado, sensato y frío como el hielo. La histeria manifestada últimamente por el más joven de ellos demostraba que el mayor se había equivocado. Al principio, había empezado tanteando al diligente joven como si fuera a seducir a una virgen. Un comentario ambiguo por aquí, algunas palabras de doble sentido por allá; al final, decidió quedarse con aquellos dos candidatos. Nunca se había visto directamente involucrado en el trabajo, bajo ninguna circunstancia. Él era el cerebro y tenía el capital inicial, conocía todos los nombres, planificaba cada jugada. Tras innumerables trabajos como defensor sabía dónde se encontraban las trampas. Codicia, la codicia acababa por derribarlos a todos. Era fácil hacer contrabando de drogas, sabía de dónde procedían y qué conexiones eran fiables. Numerosos clientes le habían advertido, aseverando con un movimiento de cabeza, de la pequeña equivocación que acababa por tumbarles a todos: la codicia desmesurada. El meollo del asunto residía en delimitar cada operación, en no dejar que fueran demasiado lejos. Era mejor un flujo continuo, aunque las ganancias fueran menores, que dejarse cazar por un par de éxitos que supuestamente lleven al gran golpe.
No, el problema no residía en la importación de la mercancía, el riesgo radicaba en la comercialización. En un entorno lleno de soplones, compradores colgados y camellos ávidos de dinero uno debe medir sus pasos con prudencia. Por eso nunca se había mezclado directamente con la parte «baja» de la organización.
Sólo un par de veces habían salido mal las cosas. En aquella ocasión, los correos se llevaron la peor parte, pero las transacciones fueron demasiado pequeñas como para que la Policía sospechara de la existencia de una organización detrás de todo ello. Los chicos mantuvieron la boca cerrada y aceptaron sus condenas, como hombres, con una promesa implícita que les garantizaba una prima considerable una vez que salieran de la cárcel de Ullersmo, al cabo de no mucho tiempo. La condena más larga fue de cuatro años, pero sabían que ganaban un buen sueldo anual por cada año que pasaban detrás de las rejas. En caso de que los correos hubiesen elegido hablar, habrían tenido poco que decir. Al menos eso pensaba, pues hasta hacía muy poco tiempo no había tenido claro que los dos herederos de la corona se habían excedido en sus atribuciones. Además de un sueldo anual legal y elevado, había amasado cantidades considerables de dinero que le proporcionaban una vida muy holgada. Sus gastos eran controlados y paulatinos, de modo que siempre podía justificarlos a tenor de su legítima economía. El dinero del pozo era suyo, así como otra cantidad similar oculta en una cuenta suiza. La mayor parte de los beneficios descansaba en una cuenta de la que no era usuario, podía ingresar dinero, pero no sacarlo. Ese dinero se destinaba a la «causa», y sentía cierto orgullo por ello. La felicidad por poder contribuir a la «causa» había reprimido eficazmente la convicción de toda una vida basada en la distinción del bien y el mal, y acerca del crimen y el acatamiento de la ley. Era el elegido y hacía lo correcto. El destino que había salvaguardado con su mano protectora las operaciones durante tantos años estaba de su lado. Los escasos traspiés eran previsibles y los acontecimientos ocurridos últimamente representaban sólo una advertencia que provenía del mismo destino: tocaba liquidar el asunto. Eso implicaba que la tarea había acabado. El hombre entrecano consideraba el destino como un buen amigo y prestaba atención a las señales que le mandaba. Había acumulado millones, ahora les tocaba a otros seguir con el negocio.
La prima de los dos correos había mermado el capital, pero valía la pena. Sólo aquellos dos colegas sabían quién era él. Olsen estaba muerto y Lavik mantenía la boca cerrada, al menos, de momento. Se ocuparía del asunto sobre la marcha, lo tenía todo pensado y planeado.
Hansa Olsen fue su primera víctima en tiempos de paz; no le había costado tomar la decisión. Fue necesario y realmente no fue muy distinto de aquella vez, cuando dos soldados alemanes yacieron en la nieve delante de él con sendos balazos mortales en el uniforme. En aquel entonces tenía diecisiete años y se dirigía hacia Suecia. La detonación proveniente de la pistola retumbó en sus oídos mientras desvalijaba a los muertos de sus bienes; después, lleno de euforia nacional, prosiguió hacia Suecia y la libertad. Ocurrió justo antes de las Navidades de 1944 y ya sabía que pertenecía al equipo ganador. Había matado a dos enemigos y no sintió pena alguna por ello.