Aparentemente, el fiscal adjunto Håkon Sand se dejó convencer, aunque Myhreng se atribuyó más mérito del que realmente le correspondía. Porque mientras el periodista lo esperaba, obediente como un colegial, después de que le hubiera prometido que le iba a proporcionar información de interés, Sand se fue al baño con la carpeta del caso, con la que había estado trabajando hasta altas horas de la madrugada, y se tomó una larga ducha reconfortante.
La ducha duró casi un cuarto de hora y, durante ese tiempo, Håkon esbozó una historia periodística que supondría un buen tiro de advertencia para los que estuvieran allá fuera, en el frío de noviembre, entrechocando los dientes. Porque a Håkon no le cabía ninguna duda de que ahí fuera había alguien, sólo tenían que tentarlo para que saliera, o tal vez mejor asustarlo…
Se montó la de San Quintín. Tres cámaras de televisión, innumerables fotógrafos de prensa, al menos veinte periodistas y una cantidad importante de curiosos se habían congregado en el enorme vestíbulo situado en la primera planta de los juzgados. Las ediciones dominicales se iban superando unas a otras en cuanto a titulares, aunque, analizando de cerca el contenido, se limitaban a informar acerca de un abogado de Oslo de 35 años que se encontraba arrestado, sospechoso de ser el hombre en la sombra y el cerebro de una red de tráfico de estupefacientes. Los periodistas carecían de más información; aun así llenaron portadas y páginas de sus diarios. Lograron cocinar un caldo bien aderezado de contenidos a partir de un pobre hueso sin chicha y con la inestimable ayuda de los compañeros de Lavik, quienes, según sabrosas encuestas, «estaban enérgicamente en desacuerdo con la monstruosa detención por parte de la policía de un colega apreciado y respetado». El hecho de que sus honrados colegas no supieran absolutamente nada del caso no les impidió hacer buen uso de toda la paleta lingüística. El único al que la gente de la calle Aker no había conseguido sacarle algo era precisamente el que más sabía: el abogado del Tribunal Supremo Christian Bloch-Hansen.
Fue difícil abrirse camino entre la masa de gente que bloqueaba la entrada del juzgado 17. Aunque sólo dos o tres de todos los periodistas allí presentes lo reconocieron, la muchedumbre reaccionó como una bandada de palomas cuando un tipejo de la televisión le enchufó un micrófono a la cara. El periodista televisivo estaba conectado con su micrófono mediante un cable al cámara, un hombre de dos metros que no consiguió levantar las piernas cuando el entrevistador tiró de repente del cable. Tuvo que esforzase mucho para mantener el equilibrio; durante unos segundos la gente que lo rodeaba evitó que se cayera, pero fue sólo durante unos instantes. Finalmente perdió la vertical y se llevó en la caída a seis personas, y en ese caos total Bloch-Hansen entró a hurtadillas en la sala 17.
Sand y Wilhelmsen ni siquiera lo intentaron. Se quedaron sentados en un coche con las ventanas tintadas hasta que Lavik, con la chaqueta de rigor sobre la cabeza, fue introducido en el edificio por el zaguán situado al lado de la entrada principal. A casi nadie le importó la presencia del pobre Roger de Sagene, y el chubasquero beis que se había subido hasta las orejas le confería un aspecto más bien cómico. Inmediatamente después, todos los curiosos entraron al juzgado, mientras que Hanne y Håkon penetraron furtivamente por la puerta trasera que solía utilizar la Policía, y subieron directamente del sótano a la sala.
Un ujier debilucho intentó mantener el orden en la sala, pero fracasó en el intento. El hombre mayor y uniformado no tenía la menor posibilidad de resistir la presión de la gente que se encontraba en el exterior. Håkon entendió la expresión de desesperación de aquel hombre y utilizó el interfono del juez para contactar con el sótano y pedir refuerzos. Al poco rato, cuatro agentes de Policía sacaron a todos los que no cabían en el único banco de oyentes de la sala.
La vista estaba prevista para la una en punto y el juez se estaba retrasando. A la una y cuatro minutos hizo su entrada, sin mirar a nadie, y colocó una carpeta llena de documentos encima de su mesa. Era algo más gruesa que la carpeta que había recibido el abogado Bloch-Hansen tres días antes y con la que había tenido que conformarse. Håkon se levantó y le dio al defensor unos cuantos folios suplementarios para equilibrar la cosa. Le había costado más de siete horas clasificar y seleccionar lo que deseaba presentar ante la audiencia, y el tribunal no podía disponer de más documentos que la defensa.
El juez solicitó la presencia del acusado dirigiéndose a Håkon Sand; éste miró al abogado asintiendo con la cabeza y el defensor se levantó.
—Mi cliente no tiene nada que esconder —dijo en voz alta, para asegurarse de que todos los periodistas lo oyeran—. Pero la detención, como es de suponer, ha dejado muy tocado a mi cliente, además de conmocionar a su familia. Pido que se celebre la vista oral a puerta cerrada.
Un suspiro de decepción y desesperanza recorrió al grupito de espectadores, no tanto por las expectaciones fallidas de una vista abierta al público, sino porque esperaban que fuera la Policía quien cerrara las puertas, como de costumbre. Este defensor mudo y discreto no alimentaba los buenos augurios. El único que se lo tomó todo con una sonrisa fue Fredrick Myhreng, que estaba muy satisfecho con la filtración de información de la que seguía beneficiándose. El diario Dagbladet había sido más extenso que sus competidores en la edición de la víspera. Myhreng había disfrutado de la hora previa a la vista oral. Se había regocijado al ver cómo sus colegas de mayor edad y experiencia se pegaban a él como lapas, con sus miradas interrogativas y sus preguntas camufladas; sin querer reconocer su propia ignorancia, aunque mostraran cierta curiosidad fácil de desenmascarar. El joven periodista se sentía muy bien.
El juez estampó el puño contra la mesa y ordenó vaciar el local para celebrar la vista a puerta cerrada. El ujier salió feliz y arrastrando los pies detrás del último periodista que se resistía a regañadientes a abandonar el recinto; finalmente colgó el cartel negro con letras blancas: «PUERTA CERRADA».
En realidad no hubo ninguna negociación. Con un rictus facial que recordaba vagamente a una sonrisa, el hombrecito se levantó del asiento de juez, entró en el despacho contiguo y salió con una resolución en la mano, resolución que había sido redactada con anterioridad.
—Me lo imaginaba —dijo, y firmó la hoja.
A continuación hojeó la carpeta durante unos minutos, luego volvió a coger el documento y finalmente se encaminó hacia la salida y se presentó ante el público para anunciarle lo que éste ya sabía. Al entrar de nuevo se quitó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de la silla. Seguidamente sacó punta a tres lápices con sumo esmero y se inclinó hacia el interfono.
—Suban a Lavik —ordenó, se soltó la corbata y sonrió a la algo estirada mecanógrafa que estaba escribiendo en el ordenador—. ¡Me parece Else que vamos a tener un día muy largo!
Aunque Hanne le advirtió con antelación, Håkon se impresionó al ver a Lavik entrar por la puerta detrás de su abogado Si no hubiese sido físicamente imposible, el fiscal adjunto habría jurado que Jørgen Lavik había perdido diez kilos durante el fin de semana. El traje se balanceaba y daba la impresión de que el hombre estaba hueco debajo de la ropa, el color facial era inquietantemente gris y el contorno de sus ojos hinchados estaba rojo. Parecía caminar hacia su propio entierro y, por lo que a Håkon le constaba, éste podía estar más cerca de lo que la mayoría quería pensar.
—¿Le han dado algo de comer y de beber? —le susurró con preocupación a Hanne, quien contestó asintiendo descorazonadamente con la cabeza.
—Sólo quiso un poco de Coca-cola. No ha probado bocado desde el viernes —contestó ella en voz baja—. No es culpa nuestra, lo han tratado a cuerpo de rey.
El juez también pareció preocuparse por el estado del detenido. Midió varías veces a Lavik con la mirada hasta que ordenó a los dos policías que lo custodiaban quitar la cabina de acusados y poner una silla en su lugar. La estricta mujer del ordenador se liberó por un instante de su propia imagen, bajó del estrado y ofreció a Lavik un vaso de agua y una servilleta de papel.
Una vez que el juez hubo comprobado que Lavik no se encontraba tan cerca de la muerte como aparentaba, pudieron comenzar. Sand tomó la palabra y, en el momento en que se levantaba, Hanne le dio un golpecillo de ánimo en el muslo. El impacto fue más fuerte de lo pretendido y con el dolor le entraron ganas de salir corriendo al excusado.
Cuatro horas más tarde, tanto el fiscal como el abogado defensor habían seguido el ejemplo del juez y se habían quitado la chaqueta. Wilhelmsen también se había despojado de su jersey, mientras Lavik daba la impresión de tener frío. Sólo la mujer del ordenador mantuvo el gesto impertérrito. Hacía poco más de una hora habían hecho un pequeño receso, pero nadie en la sala había tenido el valor de salir y mostrar la zarpa a los lobos que deambulaban por los pasillos. Cada vez que se hacía el silencio en la sala, era fácil comprobar que el exterior seguía repleto de gente.
Lavik aceptó hablar, pero lo hizo con una lentitud exasperante; medía cada palabra con una balanza de oro. La historia del abogado no aportó nada nuevo, lo negó todo y se ciñó a la versión que en su día le dio a la Policía. Incluso pudo explicar, de alguna manera, por qué habían encontrado sus huellas dactilares en los billetes. Su cliente sencillamente le había pedido dinero prestado, cosa que Lavik afirmó que no era inusual. A la ácida pregunta por parte de Håkon de «si se dedicaba a repartir dinero entre todos sus clientes más desfavorecidos», él contestó afirmativamente, y añadió que podía aportar testigos y testimonios para corroborarlo. Evidentemente, Lavik no pudo explicar por qué un billete de mil coronas, legalmente adquirido, había acabado junto al dinero sucio del narcotráfico en una bolsa de plástico debajo de un entablado en la calle de Moss, pero no se le podía achacar que su cliente hiciese cosas raras. Sobre su relación con Roger, relató una historia bastante creíble: en alguna ocasión había echado un cable al hombre ayudándole con cosas como la declaración de la renta, alguna que otra multa de tráfico, etc. El problema de Håkon Sand era que Roger había contado exactamente la misma historia.
En cualquier caso, la explicación sobre el billete de mil coronas fue bastante vacua. Aunque era muy difícil leer o captar algo en el rostro del pequeño juez, Håkon se sintió relativamente tranquilo. A este respecto, estaba claro que uno de los pilares de la imputación iba a aguantar. ¿Sería suficiente? Ya se vería al cabo de un par de horas, ahora tenía que jugarse el todo por el todo. Håkon inició el procedimiento.
El dinero y las huellas dactilares conformaron la parte más importante de su argumentación. Luego repasó la relación misteriosa entre Roger y Lavik y habló de los números de teléfono codificados. Hacia el final, derrochó veinticinco minutos en exponer lo que Van der Kerch le había contado a Karen, antes de culminar con una retahíla tenebrosa acerca del peligro de destrucción de pruebas y el de huida.
Eso era todo lo que tenía, punto final. No dijo ni una sola palabra sobre las vías de comunicación y suministro que manejaba Hans A. Olsen a través del difunto y desfigurado Ludvig Sandersen, nada sobre las hojas de códigos, absolutamente nada sobre la presencia de Lavik en la cárcel los días en que Van der Kerch entró en psicosis y Frøstrup tomó la sobredosis.
El día antes se había mostrado muy seguro de sí mismo, lo habían estudiado y comentado, lo habían discutido y argumentado. Kaldbakken se había mostrado favorable a lanzarse con todo lo que tenían, invocando la convicción que había abanderado Håkon tan sólo unos días antes. Pero finalmente el inspector había tenido que rendirse, Håkon estuvo convincente y seguro de sí mismo. Ya no lo estaba. Buscaba febrilmente la réplica final y contundente que se había pasado toda la noche ensayando, pero ésta se había desvanecido. En su lugar tragó saliva un par de veces, antes de balbucear que la Policía mantenía la demanda. Luego se le olvidó sentarse y durante unos segundos se produjo un silencio embarazoso, hasta que el juez carraspeó y le recordó que no necesitaba permanecer de pie. Hanne le obsequió con una leve sonrisa alentadora y otro golpecito en el costado, más flojo que la primera vez. .
—Respetado tribunal —empezó diciendo el abogado defensor ya antes de ponerse totalmente de pie—. No cabe duda de que nos encontramos ante un asunto ciertamente delicado. Nos enfrentamos a un abogado que ha violado lo más sagrado.
Los dos compañeros que ocupaban el banquillo de la acusación se sobresaltaron. ¿Qué demonios era esa? ¿Pretendía el abogado Bloch-Hansen apuñalar por la espalda a su propio cliente? Miraron en dirección a Lavik intentando captar alguna reacción, pero el rostro triste y cansado del abogado no contrajo ni un músculo.
—Es una buena máxima no utilizar palabras más fuertes que las que uno mismo pueda respaldar —continuó Bloch-Hansen, que se puso de nuevo la chaqueta como para asumir una actitud formal que hasta entonces no había resultado perentoria en la enorme sala sobrecalentada. Sand se arrepintió de no haber hecho lo mismo, hacerlo ahora sería absurdo—.
Pero resulta lamentable… —Hizo una pausa retórica, casi pedante, para subrayar sus palabras—. En cualquier caso, resulta lamentable constatar que la abogada Karen Borg, que me consta que tiene una reputación y un criterio intachables como letrada, no se haya percatado de que ha violado el párrafo 144 del Código Penal. —Una nueva pausa, el juez buscaba la mencionada disposición, mientras que Håkon esperaba paralizado el desarrollo de los acontecimientos—. Karen Borg está sujeta por la ley de secreto profesional —prosiguió el defensor—. Y la ha quebrantado. Entre los documentos que ha incluido veo algo que se parece a un consentimiento por parte de su difunto cliente, supongo que pretende que sirva de coartada a la terrible infracción que ha cometido. Pero esto no puede, en modo alguno, ser suficiente. En primer lugar quiero hacer hincapié sobre el hecho de que el cliente en cuestión se encontraba en estado psicótico, lo cual es fácilmente demostrable, y que, por lo tanto, no estaba en condiciones de decidir lo que mejor le convenía. Y, en segundo lugar, quiero dirigir la atención del tribunal sobre la llamada carta de despedida del suicida, documento 17-1. —Pasó parsimoniosamente las páginas hasta dar con la copia de aquella carta desesperada—. A tenor del contenido, resulta bastante poco claro, diría incluso muy poco claro, que los términos utilizados encierren una exención del secreto profesional. Tal y como yo interpreto este escrito, partiendo de que es una despedida, parece más bien una patética declaración de amor a una abogada que, seguramente, fue muy buena y cercana.