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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (19 page)

BOOK: La doctora Cole
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Steve Ripley puso cara de preocupación tras tomarle las constantes vitales a la paciente. El técnico médico lanzó una mirada de perplejidad a R.J.

—¿Qué le ocurre a la paciente, doctora Cole? -preguntó, mientras extendía la mano hacia el radioteléfono.

—No llame al hospital todavía.

—Si llevo a alguien sin síntomas y sin comunicarme con el control médico de la sala de urgencias, me voy a meter en un lío.

R.J. lo miró.

—Hágame caso, Steve.

El hombre colgó de mala gana el radioteléfono y se quedó mirando a Stella Olchowski y a R.J. con creciente preocupación a medida que la ambulancia avanzaba por la carretera.

Habían cubierto dos terceras partes del trayecto cuando la señora Olchowski contrajo las facciones y se llevó una mano al corazón.

Emitió un gemido y miró a R.J. con los ojos muy abiertos.

—Vuelva a tomarle las constantes, deprisa.

—¡Dios mío, tiene una arritmia grave!

—Ya puede llamar a control médico. Dígales que está sufriendo un ataque cardíaco y que la doctora Cole va en la ambulancia.

Pídales permiso para administrarle estreptoquinasa. -Antes de que terminara de hablar, la aguja hipodérmica ya se había hundido en la carne y sus dedos empujaban el émbolo.

Las células del corazón estaban perfundidas de oxígeno, y cuando se recibió el permiso del control médico el medicamento ya había empezado a actuar. En el momento en que la señora Olchowski fue recogida por el personal de urgencias del hospital, el daño sufrido por el corazón se había reducido al mínimo.

R.J. comprobó por primera vez que el extraño mensaje que a veces recibía de sus pacientes podía salvarles la vida.

Los Olchowski ensalzaron ante sus amistades la maravillosa sabiduría de su médica.

—Se limitó a mirarme y supo lo que iba a ocurrir. ¡Es una gran doctora! -decía Stella. El personal de la ambulancia estaba completamente de acuerdo, y añadía sus propios adornos al relato. R.J. empezó a disfrutar de las sonrisas que le dedicaban mientras se dirigía a sus visitas domiciliarias.

—Al pueblo le gusta tener médico otra vez -le reveló Peg-; y para ellos es un orgullo pensar que tienen una extraordinaria doctora.

A R.J. le resultaba embarazoso, pero el mensaje se extendió por valles y colinas. Toby Smith regresó de la convención demócrata del estado, en Springfield, y le contó que un delegado de Charlemont le había comentado que había oído decir que la doctora para la que Toby trabajaba era una persona muy amable y afectuosa. Siempre le cogía las manos a la gente.

Octubre acabó con los insectos fastidiosos y desencadenó increíbles estallidos de color en los árboles y un alegre jaspeado en las colinas. La gente del pueblo le aseguró que sólo era un otoño corriente, pero ella no lo creyó. Un día del veranillo de San Martín, David y ella fueron a pescar en el Catamount, donde él capturó tres truchas aceptables y ella dos, con las agallas de vivos colores para el apareamiento. Al limpiar las truchas descubrieron que dos eran hembras cargadas de huevas. David reservó las huevas para freírlas con huevos de gallina, pero R.J. las rehusó, porque no le gustaba ninguna clase de freza.

Sentada con él junto a la orilla, empezó a contarle detalles de las experiencias que jamás se atrevería a comentar a ningún colega médico.

R.J. advirtió que David escuchaba con gran interés.

—Está escrito en la Mishná...

¿Sabes qué es la Mishná?

—¿Una escritura sagrada de los hebreos?

—Es el libro básico de la ley y el pensamiento de los judíos, compilado hace mil ochocientos años. En él se cuenta que hubo un rabino llamado Hanina ben Dosa que era capaz de hacer milagros.

Rezaba junto a los enfermos y dictaminaba: «Éste vivirá», «Éste morirá», y siempre resultaba como él decía. Un día le preguntaron:

«¿Y tú cómo lo sabes?«, y él les respondió: «Si la oración es fluida en mi boca, sé que el enfermo es aceptado. Si no lo es, sé que es rechazado.»

R.J. se turbó.

—Yo no rezo a su lado.

—Ya lo sé. Tus antepasados le dieron el nombre apropiado: es el Don.

—Pero... ¿qué es?

David se encogió de hombros.

—Un sabio religioso diría, tanto de ti como del rabino Hanina, que se trata de un mensaje que sólo vosotros tenéis el privilegio de oír.

—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué mi familia? Y un mensaje... ¿de quién? Desde luego, no de tu ángel de la muerte.

—Creo que tu padre seguramente tenía razón al pensar que es un don genético, una combinación de sensores mentales y biológicos que te proporciona información complementaria. Una especie de sexto sentido.

Extendió las manos hacia ella.

—No. Quita -protestó R.J.

cuando se dio cuenta de lo que pretendía.

Pero David esperó con increíble paciencia hasta que ella las tomó entre las suyas.

R.J. notó el calor y la fuerza del apretón, y una sensación de alivio y al mismo tiempo de enfado.

—Vivirás para siempre.

—Viviré si tú vives -dijo David.

Hablaba como si fueran almas gemelas. R.J. pensó que él ya había tenido un intenso amor, una esposa a la que había adorado y aún recordaba. Ella había tenido a Charlie Harris, un primer amante que había muerto cuando su unión todavía era perfecta y nada la había puesto a prueba, y después un mal matrimonio con un hombre egoísta e inmaduro. Siguió sujetándole las manos, sin deseos de soltarlas.

24

Nuevas amistades

Una atareada tarde de trabajo R.J. recibió una llamada de cierta Penny Coleridge.

—Le he dicho que estaba usted con un paciente y que ya la llamaría -explicó Toby-. Es comadrona.

Dice que le gustaría conocerla.

R.J. devolvió la llamada en cuanto pudo. Penny Coleridge tenía una voz agradable, pero por teléfono resultaba imposible calcularle la edad. Dijo que llevaba cuatro años trabajando en las colinas. Había otras dos comadronas -Susan Millet y June Todmanque trabajaban con ella. R.J. las invitó a cenar en su casa el jueves siguiente, su tarde libre, y tras consultar con sus colegas, Penny Coleridge dijo que irían las tres.

Penny Coleridge resultó ser una mujer morena, rolliza y afable, que quizá no había cumplido aún los cuarenta. Susan Millet y June Todman eran unos diez años mayores. A Susan empezaba a encanecérsele el cabello, pero tanto ella como June eran rubias y a veces la gente las tomaba por hermanas porque se parecían bastante, aunque lo cierto es que sólo hacía unos años que se conocían. June se había formado en el programa de maternidad de Yale New Haven.

Penny y Susan eran comadronas y enfermeras; Penny había estudiado en la Universidad de Minnesota y Susan en Urbana, Illinois.

Las tres dejaron bien claro que se alegraban de que hubiera una médica en Woodfield. Según le contaron a R.J., en los pueblos de las colinas había mujeres que a la hora del parto querían ser atendidas por un ginecólogo o un médico de cabecera, y tenían que ir bastante lejos para encontrarlo.

Otras pacientes preferían las técnicas menos agresivas utilizadas por las comadronas.

—En sitios donde todos los médicos son hombres, algunas pacientes acuden a nosotras porque quieren que sea una mujer quien les ayude a dar a luz -dijo Susan, y sonrió-. Ahora que está usted aquí, tienen más donde elegir.

Algunos años atrás, los tocoginecólogos de los centros urbanos habían maniobrado políticamente para arrinconar a las comadronas, porque las consideraban sus competidoras.

—Pero aquí en las colinas, los médicos no nos causan problemas -dijo Penny-. Hay trabajo más que suficiente para todos, y se alegran de que estemos aquí para compartir la carga.

La ley nos obliga a trabajar como asalariadas, contratadas por un médico o una clínica. Y aunque las comadronas seríamos perfectamente capaces de hacer cosas como extracciones con vácum y partos con fórceps, debemos tener el respaldo de un ginecólogo colegiado para que haga todas esas cosas, lo mismo que usted.

—¿Se ha puesto ya en contacto con algún tocoginecólogo? -le preguntó June a R.J.

—No, y les agradecería que me aconsejaran alguno.

—Nosotras trabajábamos con Grant Hardy, un ginecólogo joven muy bueno -le explicó Susan-. Es listo e idealista, y tiene amplitud de miras. -Torció el gesto-. Demasiado idealista, supongo: ha aceptado un puesto en el Departamento de Sanidad, en Washington.

—¿Se han puesto de acuerdo con algún otro tocoginecólogo?

—Sí, con Daniel Noyes. El problema es que se retira el año que viene y tendremos que empezar a buscar otro. No obstante -añadió Penny, pensativa-, podría ser la persona adecuada para usted, como lo es para nosotras. Aparentemente es gruñón e irritable, pero en realidad es un vejete encantador. Es el mejor tocoginecólogo de la región, con mucho, y si llega a un acuerdo con él tendrá usted tiempo para buscar tranquilamente otro tocoginecólogo antes de que se retire.

R.J. asintió.

—Me parece razonable. Intentaré convencerlo para que trabaje conmigo.

Las comadronas se mostraron visiblemente complacidas al enterarse de que R.J. había recibido enseñanza avanzada en obstetricia y ginecología y que había trabajado en una unidad especializada en los trastornos hormonales de la mujer.

Se sintieron aliviadas al saber que podían contar con ella si surgía un problema médico con alguna de sus pacientes, y tenían varias mujeres a las que querían que examinara.

A R.J. le gustaron como personas y como profesionales, y su presencia le hizo sentirse más segura.

Iba con frecuencia a visitar a Eva Goodhue, a veces con unos helados o algo de fruta. Eva era callada e introspectiva; al principio R.J. sospechaba que era su manera de llorar la muerte de su sobrina, pero con el paso de los días llegó a la conclusión de que esos rasgos formaban parte de su personalidad.

El comité pastoral de la Primera Iglesia Congregacionalista había limpiado a conciencia el apartamento, y Comidas Sobre Ruedas, una organización sin ánimo de lucro que atendía a los ancianos, le llevaba una comida caliente cada día. R.J. se reunió con la asistenta social del condado de Franklin, Marjorie Lassiter, y con John Richardson, ministro de la iglesia en Woodfield, para hablar de las restantes necesidades de la señorita Goodhue. La asistenta social comenzó con un sucinto informe de su situación económica.

—Se ha quedado sin nada.

Veintinueve años antes, Norm, el único hermano vivo de Eva Goodhue, había muerto soltero de una neumonía. Su muerte había dejado a Eva como única propietaria de la granja familiar en la que había vivido siempre. Eva la vendió enseguida por casi cuarenta y un mil dólares y alquiló el piso de la calle Mayor, en el pueblo. Pocos años después, su sobrina Helen Goodhue Phillips, hija de Harold Goodhue, el otro hermano difunto de Eva, se divorció de un marido que la maltrataba y se fue a vivir con su tía.

—Contaban con el dinero que Eva tenía en el banco y con una pequeña pensión asistencial -siguió explicando Marjorie Lassiter-.

Creían tener la vida resuelta, y a veces incluso cedían a la tentación de hacer compras por correo. Siempre gastaban más de lo que rentaba anualmente su cuenta bancaria, hasta que por fin se acabó el capital.

Suspiró-. No es un caso insólito, créame, que alguien dure más que su dinero.

—Gracias a Dios que todavía cuenta con la pensión -intervino John Richardson.

—No será suficiente -señaló la asistenta social-. Sólo el alquiler mensual ya asciende a cuatrocientos diez dólares. Ha de comprar comida. Está en Medicare, pero ha de comprar medicamentos.

No tiene ningún seguro médico complementario.

—Mientras viva en el pueblo, yo me ocuparé de la atención médica -se ofreció R.J. en voz baja.

Marjorie Lassiter le dirigió una sonrisa pesarosa.

—Pero aún quedan el combustible, la electricidad y alguna que otra prenda de vestir de vez en cuando.

—El Fondo Sumner -apuntó Richardson-. El municipio de Woodfield dispone de una suma de dinero que le fue dejada en fideicomiso para que la dedicara a ayudar a los ciudadanos necesitados.

Las ayudas se distribuyen discretamente según el criterio de tres administradores, que las mantienen en secreto. Hablaré con Janet Cantwell -concluyó el ministro.

Al cabo de unos días, R.J. se encontró con Richardson ante la biblioteca, y éste le aseguró que ya lo había arreglado todo con la junta de administradores: la señorita Goodhue recibiría un estipendio mensual del Fondo Sumner, lo suficiente para cubrir su déficit.

Más tarde, mientras actualizaba los historiales clínicos de los pacientes, R.J. tomó conciencia de una verdad como un templo: mientras viviera en un pueblo que estaba dispuesto a ayudar a una anciana indigente, le daba igual que los lavabos del ayuntamiento no fueran nuevos ni estuvieran resplandecientes.

—Quiero seguir viviendo en mi casa -dijo Eva Goodhue.

—Y así será -le aseguró R.J.

Por indicación de Eva, R.J.

preparó una infusión de casis, la preferida de la anciana. Se sentaron a la mesa de la cocina y comentaron el examen físico que R.J.

acababa de concluir.

—Su estado es extraordinariamente bueno, teniendo en cuenta que va a cumplir noventa y tres años.

Está claro que tiene usted unos genes fantásticos. ¿Sus padres también fueron longevos?

—No, mis padres murieron bastante jóvenes. Mi madre, de un ataque de apendicitis cuando yo sólo tenía cinco años. Quizá mi padre hubiera llegado a viejo, pero murió en un accidente: se soltó un cargamento de troncos y quedó aplastado. Eso ocurrió cuando yo tenía nueve años.

—Y entonces, ¿quién la crió?

—Mi hermano Norm. Yo tenía dos hermanos; Norm, trece años mayor que yo, y Harold, que era cuatro años menor que Norm.

No se llevaban bien. Nada bien. No hacían más que discutir, hasta que un día Harold se marchó de la granja y Norman tuvo que ocuparse de ella. Ingresó en la Guardia Costera y no volvió más a casa ni volvió a comunicarse con Norm, aunque yo recibía una postal de vez en cuando, y a veces por Navidad me llegaba una carta y algo de dinero.

-Bebió un poco de infusión-. Harold falleció de tuberculosis en el Hospital Naval de Maryland unos diez años antes de la muerte de Norm.

—¿Sabe lo que no me entra en la cabeza?

La expresión hizo sonreír a Eva.

—¿Qué?

—Cuando usted nació, Victoria reinaba en Inglaterra. Guillermo Ii era el último emperador de Alemania. Teddy Roosevelt estaba a punto de convertirse en presidente de Estados Unidos. Y

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