La esclava de azul (12 page)

Read La esclava de azul Online

Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

BOOK: La esclava de azul
6.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es secreto profesional —alegué.

—No te preocupes. Me enteraré mañana en el Foro. En esta ciudad no hay forma de guardar nada en secreto.

—¿Qué tal tu defensa de la adúltera? —me interesé.

—Sólo regular. Luciano ha iniciado su réplica y nunca habría podido sospechar que tuviera una información tan exacta sobre mis costumbres y mis finanzas. Estos abogadillos no se detienen ante infamias y calumnias. ¡Incluso ha llegado a acusarme de imprudente con la biga!

—Hablando de infamias, ¿qué pretendía ese Tóculo?

—Me ha estado haciendo preguntas sobre ti y tu clientela. Le estaba convenciendo de que no has hecho más que empezar, pero el ver salir a Julio César no va a contribuir mucho a que te deje en paz. También se ha interesado por Baiasca. Dice que es tiempo de vendimia y que le faltan brazos en su finca rústica. Pero no te inquietes por ella. Necesitaría una orden del pretor para llevársela.

—¿También tiene una finca rústica?

—A una milla y pico de aquí. Unas viñas enormes, con su bodega y su lagar, que debió de arrebatar a algún desdichado prestatario. Por cierto, esta noche no tengo ningún banquete comprometido. Te invito a cenar en mi casa —iba a preguntar si podía asistir Baiasca, pero desistí a tiempo. Era obvio que las esclavas no cenaban en la mesa de los patricios. Sentí el cansancio propio de quien ha recorrido en una jornada las cuatro esquinas de Roma y decliné:

—Lo dejaremos para otro día —en ese momento se oyó un tronar de cascos y, guiada por su propietario, la biga de Manlio Turmo entró al trote en la plaza. Mitis ocupaba la trasera de su cubículo. Antonio siguió el vehículo con la vista, a punto de bizquear.

—¿Has visto eso? —se sorprendió.

—Me gusta más la tuya —le consolé.

—Ese bellaco se la ha hecho traer de Partia por lo menos. Los que usamos bigas nacionales estamos en desventaja con esos ricachones. ¡Y viene hacia aquí!

—Son clientes míos.

—¡Y pensar que anteayer dudabas si seguir el negocio o mendigar para volver a Atenas! —suspiró Antonio, alejándose hacia su casa.

Ni uno de los cabellos de Manlio Turmo, cuidadosamente peinados por la mañana, había osado deshacer su formación y, por algún misterioso sortilegio, su clámide ateniense no presentaba una sola mota de polvo. Saltó del pescante y ayudó a descender a su prima Mitis, mientras yo les invitaba a pasar al consultorio.

—Venimos directamente del puerto, de hablar con el capitán del Melicertes —informó la romana, muy excitada—. No pasó por Éfeso. En este viaje ni siquiera se acercó a la costa jonia.

—¿Dónde embarcó entonces la estatua?

—En Creta —contestó Turmo—. Le hice revisar las tablillas de carga para asegurarnos.

—¿Y quién fue el remitente? —Mitis palideció antes de anunciar, con un hilo de voz:

—Nos dio una respuesta espantosa.

—El capitán apenas si habla latín —aclaró su primo—. Leyó la tablilla y nos dijo que los que cargaron la estatua venían de parte de un tal señor Manes Novioduni.

—¿El señor Manes? —me extrañé—. ¡Los muertos de Noviodunum! —busqué alguna frase elocuente que resumiera mis conclusiones sobre el misterio. Ni siquiera se me ocurrió cómo empezarla. Mitis cortó el embarazoso silencio:

—También quería pedirte disculpas sobre el comportamiento de mi hermano esta mañana. Ha sido bochornoso.

—Debe de hallarse un tanto ofuscado por los acontecimientos.

—Marco está a punto de ingresar en el ejército. Es muy patriota y padeció muchísimo cuando conoció la deshonra de nuestro padre. Ahora teme que las circunstancias de su muerte divulguen la noticia de la traición y su carrera quede arruinada.

—Desde que mi tío confesó su falta las relaciones entre padre e hijo se hicieron más bien tirantes —amplió Turmo—. Y en los últimos tiempos se habían agravado sus diferencias, por culpa de unas pequeñas deudas contraídas por Marco —Mitis le lanzó la misma mirada enojada de la mañana, cuando empezó a hablar del ratón y el queso. Creí que la situación requería abandonar la diplomacia.

—¿Qué deudas? —insistí.

—No tienen ninguna importancia en proporción al patrimonio de mi padre —intervino Mitis.

—En cambio rebasaban las posibilidades del peculio particular de Marco —le corrigió Turmo—. Mi primo tiene cierta pasión por el juego y sufrió algunas pérdidas, de las que mi tío se negó a hacerse cargo.

—El juego es algo terrible —corroboré—. He tenido experiencias muy directas en mi familia.

—Pero las leyes de la sucesión son un gran invento. En estos momentos todas las deudas deben de estar liquidadas y el prestigio de Marco tan restaurado como si nada hubiese sucedido —concluyó el romano—. Bien, está anocheciendo y aún debo llevar a Mitis a su casa —su prima le estaba mirando con una expresión cercana a la de la diosa Némesis. La suavizó al volverse hacia mí.

—Espero que pronto tendremos noticias tuyas —manifestó.

—Si llego a averiguar algo iré inmediatamente a contároslo —prometí.

Salí en busca de Baiasca y, tras la experiencia del Aventino, me sobresalté al verla en compañía de un mendigo astroso, que blandía un puñal afilado. Iba a correr en su ayuda cuando identifiqué el arma como el estilete de la diosa Némesis y al pordiosero con el tracio pelirrojo.

—Odiseo ha estado examinando la daga —informó la esclava—. Antes de perder la vista trabajó de orfebre.

—Su empuñadura es inconfundible —habló el ciego, arrastrando las palabras con su acento característico—. Este arma procede de Creta —dirigí a Baiasca un gesto de indiferencia, demostrativo de que no me descubría nada nuevo, y traté de ahuyentar al pedigüeño.

—Tú no puedes saberlo —le dije— pero ya casi es noche cerrada y va a llover. Es hora de que vuelvas a tu casa —y deposité en su mano un sextercio. Lo palpó y gruñó mientras se alejaba:

—Los mendigos no tenemos casa. Y con limosnas como las tuyas no creo que lleguemos a tenerla.

Aguardé a que desapareciera y relaté a la cémpsica las revelaciones del capitán del barco.

—Quizá debería delegar la investigación en algún exquiriente de Creta —planteé—. Habría que hablar con todos los escultores de la isla. Pero aquí en Roma no parece haber mucho más que investigar.

—¿Y si interrogases al jefe de la compañía que actuaba la noche del crimen?

—¿Para qué?

—Sería interesante saber quién eligió la tragedia que representaron.

—¿Quieres decir que podría no ser casualidad que la obra seleccionada fuese precisamente un canto a las furias de la venganza eterna?

—Nada se pierde con preguntar.

—¿Cómo podremos encontrar a los actores?

—Su jefe se llama Laurencio y vive junto a la puerta Querquetulana. Mientras te esperaba en el jardín de las estatuas un esclavo me estuvo contando la representación —explicó la cémpsica ante mi ademán de asombro. Las primeras gotas de lluvia caían ya sobre la plaza. Pensé que tras los trajines de la jornada una cena bien caliente, regada con vino beodo y amenizada con una interesante conversación, podía resultar un reconfortante epílogo.

—¿Vamos a cenar? —propuse a Baiasca.

—He estado tomando alguna cosilla con Odiseo. Pero tú tienes la cena preparada en la cocina —iba a decirle que por no dejarla sola había rehusado un banquete en casa de Antonio, pero me limité a preguntar.

—¿No te interesa el enigma de Julio César?

—Mañana estaré más despejada para asimilarlo. El día ha sido un poco largo —se justificó la esclava.

—Espero que te encuentres en forma —deseé—. Ha ofrecido cinco talentos si resuelvo bien el caso —contra mis previsiones, la cémpsica no pareció en absoluto impresionada— ¿Cuánto solía cobrar Alcímenes a sus clientes? —me interesé.

—En enigmas muy sencillos, cinco talentos. En los casos muy complicados podía llegar hasta veinte.

—Temo que hasta el momento he estado malbaratando el mercado —expuse, consternado—. ¿Cuánto le pagó Junio Silano por el enigma de los pendientes de oro?

—Diez.

—Es una cifra importante. Sólo por ella habría merecido la pena mi viaje. Es extraño que muriese así, sin revelar dónde los tenía —reflexioné.

—Nunca te habrían llegado —advirtió Baiasca—. Había varios acreedores haciendo cola.

—Más de uno sospecharía que antes de perder el conocimiento de forma definitiva te reveló a ti su paradero —la esclava levantó la cabeza.

—Llegó a esta casa inconsciente. Y el médico estuvo siempre delante —meditó unos instantes y agregó:— Si desconfías de mí será mejor que me vendas.

—No digas tonterías —sobre la mesa de la cocina se alineaban los fríos restos de la noche anterior. Los miré con escaso entusiasmo—. No podemos descuidar el caso de Siderobros —recordé—. Hay que hablar con el lechero de la vía Aurelia, que fue amo de Glauco.

—Su lechería está cerca de aquí.

—Excelente. Puedes ir a primera hora a interrogarle —era mi pequeña venganza por no acompañarme en la cena—. No te entretengas, porque luego vendrá a recogernos un pretoriano para llevarnos a la villa de Cleopatra —recomendé, mientras tomaba con los dedos una gélida chuleta. Baiasca permaneció de pie junto a la puerta—. ¿De qué charlas con el ciego tracio? —me interesé, cambiando de tema—. Creía que no te gustaban los mendigos.

—Odiseo es diferente. Siempre se ha portado muy bien conmigo —aquella extraña amistad de la cémpsica me sugirió una nueva cuestión.

—¿No estás un poco sola? —pregunté.

—¿Qué quieres decir?

—A tu edad hay muchas que se han casado o están a punto de hacerlo.

—Si me caso siendo esclava mis hijos lo serán también —alegó Baiasca.

—Eso no es un problema para ti. Seguro que si te lo propusieras no tardarías en encontrar varios romanos libres, dispuestos a comprar tu manumisión.

—No me gustan los romanos —declaró con cierta firmeza, como si le desagradara la conversación—. ¿Puedo retirarme? Estoy algo cansada.

—En el patio está lloviendo a mares. Por esta noche puedes usar mi dormitorio —las velas proporcionaban una luz muy débil, pero me fue suficiente para percibir una mutación negativa en el brillo ocular de la esclava.

—Ya me las arreglaré en el vestíbulo —afirmó tajantemente.

Me apresuré a deshacer el posible malentendido.

—No vayas a imaginar nada malo —expliqué—. Sólo quería evitar que te mojaras. Yo pensaba trabajar en el consultorio.

—Claro que no —aseguró un tanto enigmáticamente Baiasca, mientras cerraba la puerta a sus espaldas. Repetí por enésima vez el filosófico encogimiento de hombros y, con tan poco humor como apetito, me concentré en los glaciales despojos de cordero amontonados en el plato.

Cuarto día

No hay zozobra ni cansancio que no remedie un buen sueño. Con tal energía me concentré en la restauración de mi organismo que cuando el viejo Hipnos levantó al fin su amoroso manto el sol brillaba en lo alto de un cielo esplendorosamente azul. Pájaros de buen agüero piaban en los aires del Janículo, una leve brisa acariciaba los matojos que crecían entre las losas del templo de Pomona. Un excelente comienzo de día, en suma, apto para despreciar, con la sonrisa en los labios, estatuas asesinas remitidas por fantasmas, conjuras orientales o lúgubres profecías sobre el reino de los muertos.

Desde el patio chirrió el brocal del aljibe, revelando que Baiasca había regresado de su misión en la vía Aurelia. Terminé de vestirme y salí en busca de noticias sobre el lechero.

—No te he servido de mucho —informó la esclava. Estuvo muy amable y contestó a todas mis preguntas, pero no sabe nada importante. Glauco se crió en su casa y era un mozo fuerte, que en los ratos libres practicaba con espadas de madera para ser gladiador. Hace unos diez días fue a hablar con el dueño del anfiteatro y éste acudió a la lechería y lo compró. Su amo ya no volvió a verlo.

—¿Para qué querría ser gladiador? Cualquier hombre sensato preferiría tratar con las vacas antes que con Alyx o los reciarios nubios.

—Según el lechero Glauco quería ser libre y pensaba que en el anfiteatro lo conseguiría más rápidamente.

—No parece muy misterioso —opiné desalentado.

—Por otro lado, tenía la intención de casarse —amplió Baiasca—. Pero eso, con ciertas excepciones, es también bastante normal.

—¿Con quién?

—Su amo sólo sabe que se trataba de una esclava. Pero nunca la llevó a la lechería. Cree que no trabajaba en la ciudad.

—¿Hablaste con otros sirvientes del lechero?

—No tenía ningún otro. Con lo que le dieron por Glauco se ha comprado un galo, pero no llegaron a conocerse.

—Temo que no quedan muchos más puntos de investigación en el caso de Siderobros. ¿Quién anda por ahí? —pregunté. Acababa de sonar un golpe en la puerta de la calle. Desde el exterior llegó la voz de un hombre.— Ya iré yo —decidí. Debe de ser algún nuevo cliente.

Abrí la puerta con la más comercial de las sonrisas, que al punto se me heló en el rostro. Mis visitantes eran Quinto Tóculo, su malencarado esclavo en jefe y un segundo sirviente, apenas más favorecido que el primero. El usurero exhibió un pergamino con gesto triunfante.

—¿En qué os puedo servir? —planteé con amabilidad, disimulando la natural animadversión ante tal bandada de rapaces.

—Por el momento en muy poco —respondió Tóculo, entregándome el pergamino—. En estos días de vendimia me será más útil tu esclava —hojeé con cierta aprensión el documento, mientras mi visitante me resumía su contenido—: Es una orden del pretor, constituyendo a la esclava en prenda —explicó—. Inmediatamente ejecutiva. Ya te dije que necesitaba brazos en mi granja.

—Pero eso no puede ser —protesté—. Está convaleciente.

—El aire del campo le sentará muy bien.

—También aquí es necesario su trabajo.

—La solución es bien sencilla. Págame los veinticinco talentos que me quedó a deber tu tío y la garantía será cancelada —pese a mis sentimientos pacíficos, es probable que de no haber estado presentes sus dos matones me hubiera arrojado al cuello de aquel execrable crisódulo.

—Esperad aquí fuera —exigí en tono seco.

Baiasca aguardaba sentada junto al aljibe. Me dio la impresión de que había palidecido.

—¿Lo has oído? ¿Qué podemos hacer? —añadí, ante su gesto afirmativo.

—Temo que por el momento nada.

—Podrías esconderte en el subterráneo. Les diría que habías salido de casa —esta vez negó con la cabeza, mientras se incorporaba muy lentamente.

Other books

The Earl Who Loved Me by Bethany Sefchick
Joker One by Donovan Campbell
The Mare by Mary Gaitskill
A Stir of Echoes by Richard Matheson
The Beloved Scoundrel by Iris Johansen
The Story Keeper by Lisa Wingate
Single Ladies by Blake Karrington
consumed by Sandra Sookoo
That Hideous Strength by C.S. Lewis