—¡Un momento! —atajé a Antonio—. ¿Qué quieres decir con eso?
—¿Con qué?
—Con lo de que mi tío fue expulsado de su palacete.
—Publio Tóculo consiguió que se lo entregaran en pago de sus créditos. Con el resto de las posesiones de Alcímenes, incluida su abundante y selecta servidumbre. Es un usurero repugnante, una auténtica lacra local. Lo peor de todo es que se mudó a la mansión de tu tío y desde entonces infesta el vecindario con su presencia.
—¿Qué créditos? —pregunté con un hilo de voz. La broma empezaba a parecerme demasiado bien tramada.
—¿Conocías a fondo a tu tío?
—Sólo le vi una vez, hace unos quince años.
—Alcímenes era un gran hombre, inteligente y trabajador como pocos. Pero tenía un pequeño vicio.
—¿Cuál?
—Quizá sea muy optimista llamarle pequeño. Si un vicio destaca en Roma puedes estar seguro de que es cualquier cosa menos modesto. En el caso de tu tío puede decirse que era un vicio soberbio. Pero no vayas a pensar nada malo. Era una persona frugal en la comida, jamás se mostró borracho en público ni frecuentó las casas de placer. Incluso, contra lo que se suele contar de los griegos, nunca se le vio en compañía de un efebo. Y ni siquiera pertenecía al partido popular.
—Otro día discutiremos las necedades que se cuentan sobre los griegos —intervine—. Pero en lugar de enumerar qué vicios no tenía, ¿y si me explicas de una vez por qué se arruinó?
—Tu tío era jugador.
—¿Jugador de qué?
—De cualquier cosa, siempre que mediasen apuestas, y Roma ofrece una amplia variedad en este campo. Su debilidad concreta eran los dados. A veces ganaba, pero otras muchas perdía y una mala racha terminó con su fortuna. Quinto Tóculo le hizo un enorme préstamo, con la garantía de todas sus propiedades, y acabó por hacerse con ellas. ¡Qué mala cosa es el juego! —filosofó Antonio para sus adentros—. Especialmente si pierdes. Menos mal que yo, hasta la fecha, me voy defendiendo —quizá la hematofagia romana sea un producto de su clima, o de los vapores del Tíber. Apenas si llevaba unas horas en la ciudad y ya empezaba a sentir deseos de lanzarme a la garganta de mi interlocutor.
—¿No podías haber contado esta historia al capitán corintio? —me indigné—. Me habrías ahorrado un largo viaje.
—Las leyes de la herencia son sagradas en Roma. Los manes de los muertos requieren un heredero que acepte la sucesión.
—Mi tío era griego. Y nuestros manes saben defenderse solos.
—No hables así. Debes mantener el fuego familiar y honrar la sepultura de Alcímenes. Si no se convertirá en un lémur maléfico y volverá al vecindario para atormentarnos.
—¿De verdad?
—Eso cuentan. Pero en todas las buenas familias, aquí en Roma, el heredero acata el testamento.
—¿Dónde está ese fuego familiar? En esta chabola hace mucho tiempo que no se enciende ningún fuego.
—Es un concepto simbólico. En este caso concreto también la sepultura lo es, ya que tu tío fue incinerado, a la usanza romana. ¿Te ocurre algo? Te veo muy pálido.
—No quisiera parecer un cazafortunas, pero he gastado casi todo lo que tenía y recorrido varios centenares de leguas para recibir este cobertizo tambaleante.
—Hay algo más en la herencia. Una vasija de vidrio con las cenizas de Alcímenes, que guardé en mi casa para entregártela cuando llegases.
—Es un gran consuelo.
—Además está Baiasca.
—¿Qué es eso?
—La esclava de tu tío, la única que no pasó a manos de Tóculo. Estaba enferma de fiebres y el usurero temió que contagiase a su servidumbre. Cuando murió Alcímenes la deposité en una casa de esclavos. Si quieres te acompañaré a recogerla. Aún tengo tiempo hasta la hora de cenar. Me gustaría invitarte, pero debo acudir a un banquete de mucho compromiso.
—¿Está lejos? —pregunté. Mi interés por la sierva quedaba en aquel momento muy diluido tras los trajines de la jornada.
—Con mi biga será un paseíto. ¿Qué te parece? —planteó Antonio, palpando las ancas de los caballos—. Son auténticos apulianos. Y fíjate en las junturas del carro. Podía enviarlo a competir en el circo. ¿Estás preparado? —y antes de que abriese la boca hizo restallar su látigo y las bestias iniciaron una briosa arrancada, que a punto estuvo de hacerme volar fuera del vehículo—. Roma está imposible de gente —comentó el conductor, mientras los transeúntes, aterrorizados, se refugiaban en los portales o cerraban los ojos ante nuestro paso—. Algún día te daré una vuelta por el campo para que veas de lo que son capaces mis apulianos.
El instinto de supervivencia me hizo abandonar mis negras cavilaciones y concentrar todas las fuerzas en mantener el equilibrio sobre la inestable superficie del carro. Entretanto la resonante voz de Antonio me iba ilustrando sobre la vida, costumbres, pecadillos confesados y vicios inconfesables de cada morador del barrio frente a cuya casa transitábamos, al tiempo que éstos trataban desesperadamente de sustraerse al filo de las ruedas. Al fin los caballos frenaron entre una nube de polvo junto a la casa de esclavos, un sólido edificio con apariencia de almacén de grano. Antonio saltó del vehículo, reclamó la presencia del encargado y explicó el objeto de nuestra visita.
—Baiasca, Baiasca... —murmuró el operario, rebuscando entre sus tablillas—. Aquí la tenemos. Al fondo del patio.
—¿Se recuperó de las fiebres? —preguntó mi amigo.
—Completamente. Ha pasado los dos últimos meses al aire libre, de forma que la hallaréis con un color excelente. Seguidme —accedimos al patio del caserón. A lo largo de sus cuatro paredes se alineaba una exposición de hombres y mujeres de todas las edades, pelajes y tamaños, con el tobillo sujeto al muro por medio de una cadena—. Aquélla es —informó el encargado, con un vago ademán hacia su frente.
Dibujé una expresión de alarma. Una negra inmensa, de más de doscientas libras, repantigaba sus carnes fofas en el suelo. Al sonreímos descubrió unos dientes grandes como baldosas.
—Realmente tiene muy buen color —susurré a Antonio. Éste rió estrepitosamente.
—Esa no es Baiasca. Tu tío seleccionaba muy cuidadosamente a sus esclavas. Es la de azul, al lado de ese elefante.
Volví la vista hacia el punto indicado y me serené. Se trataba de una veinteañera, con una corta melena oscura, levemente rizada. Estaba sentada sobre las losas con las piernas cruzadas, si bien se incorporó rápidamente al vernos llegar. Iba descalza y vestía una túnica de vivo color azul, apenas un pedazo de tela cortado y anudado a la cintura con un cordel. Conjeturé que en el inventario de la herencia iba a ocupar mejor posición que la ruinosa chabola del Janículo.
—¡Maximino! —gritó el encargado—. Desencadena a la número setenta —el subalterno acudió, se inclinó sobre el grillete de Baiasca y lo abrió con un alegre chasquido.
—Es Diomedes, tu nuevo amo —presentó Antonio—. El heredero de Alcímenes —la esclava sonrió mientras me recorría visualmente de arriba abajo.
—Recoge tus cosas —le dije—. Nos vamos.
—Lo llevo todo puesto —respondió. El acento no me resultó conocido.
—¡Un momento! —medió el encargado—. Primero hay que liquidar las cuentas.
—¿Qué cuentas?
—Noventa y seis días de alojamiento a dos denarios cada uno, ciento noventa y dos denarios.
—¡Esto es un abuso! —protestó Antonio, encarándose con el infame crisódulo—. Soy abogado y no voy a consentir que estafes a mi amigo. Por ese precio habríamos podido tenerla en una villa de Capri. Con veinte denarios vas bien pagado.
—No discutiré con tan altos personajes —asintió sonriente el encargado—. Ciento ochenta y cinco denarios.
—Eso ya está mejor —aprobó Antonio. Yo asistía horrorizado a aquel intercambio.
—No sabía que hubiera que pagar nada —alegué en voz baja.
—Son las reglas —explicó mi acompañante—. Y ya has visto que he hecho rebajar todo lo posible.
—Ya pasaré otro día —propuse al encargado sin mucha convicción—. Hoy tengo ciertos problemillas de liquidez.
—Como gustes. ¡Maximino! Vuelve a encadenarla. —Baiasca retrocedió hacia la pared, con el desencanto pintado en su expresión.
—De acuerdo. Toma —accedí de mala gana. El crisódulo contó las monedas con júbilo, mientras que yo hacía otro tanto, mental y dolorosamente, con las que quedaban en mi bolsa.
—Se me ha hecho un poco tarde —informó Antonio—. Si llegas el último a un banquete el único asiento libre suele ser al lado de un filósofo, estoico las más de las veces. Baiasca te enseñará el camino de regreso.
Salimos a la calle y mientras el carro de Antonio se alejaba hacia el sol poniente, sembrando el pavor entre los viandantes, Baiasca respiró hondo. No hizo ningún comentario, pero parecía contenta.
—¿Te alegras de abandonar ese antro? —me interesé.
—No me gusta estar atada —respondió, mientras echaba a andar a mi lado. Lo hizo en silencio durante un buen rato.
—No eres romana de nacimiento —pronostiqué.
—Soy cémpsica —fue toda la respuesta. No supe si me había revelado su procedencia o confesado alguna enfermedad exótica.
—¿Esclava de origen o prisionera de guerra?
—Me cogieron en mi tierra —contestó, poniéndose seria. Deduje que prefería omitir aquel tema y desvié la conversación.
—Mañana saldré a dar una vuelta. ¿Necesitas algo?
—Solamente unos zapatos. No me gusta andar descalza.
—¿Unas sandalias de esparto? —aventuré, pensando que no podían ser muy caras.
—Prefiero el calzado cerrado.
—Intentaré conseguirlo, pero te advierto que mi bolsa anda algo escasa. Tu alojamiento en las últimas semanas me ha salido muy caro —ella volvió a sonreír, pero no contestó—. ¿Tan bien os daban de comer?
—Apenas un tazón de avena al día.
—Podías habérmelo dicho antes de que pagara a ese ladrón —la esclava se encogió de hombros.
—No me lo preguntaste.
Desandando el camino de ida estábamos llegando al Janículo. Así lo probaban los frecuentes saludos que los vecinos dirigían a Baiasca, que les respondía con un ademán.
—En cualquier forma —continué, un tanto impaciente ante la escasa locuacidad de la cémpsica— confío en recuperar pronto estas pérdidas. Estoy seguro de que nos habríamos llevado muy bien, pero voy a tener que venderte —una variación en el brillo ocular de Baiasca reveló que no le había complacido la noticia—. No es que no me convenzas, pero he hecho muchos gastos para recibir la herencia de mi tío y necesitaré hasta el último as si quiero sacar algún provecho —ella continuó callada—. ¿Cuánto crees que podría pedir por ti?
—Muy poca cosa. En Roma sobran esclavas.
—Oí que por una tocadora de cítara se llegaron a pagar cuatro talentos; y tres por una cocinera lusitana.
—No sé cocinar.
—¿Y tocar la cítara?
—Empecé a aprender, pero no tuve tiempo de pasar de la primera cuerda.
—Con lo que saque por ti y por la casa, ¿piensas que podré al menos llegar a Atenas? —la cémpsica hizo un cálculo mental.
—Con un poco de suerte, hasta Paestum.
—¿Está muy lejos?
—Más bien no —sentí aumentar mi intranquilidad. Luego supuse que estaba rebajando su valor, para debilitar mi decisión de venderla.
—¿Qué hacías exactamente en casa de mi tío?
—Un poco de todo.
—¿Y cómo se cotizan las esclavas que hacen un poco de todo?
—Bastante mal —hubo una larga pausa y, por primera vez, Baiasca empezó una frase por propia iniciativa—. Puede decirse que le ayudaba en su consultorio —la afirmación me cogió desprevenido. Jamás había pensado cómo ganó su fortuna el tío Alcímenes.
—¿Qué consultorio?
—Trabajaba de exquiriente.
—Nunca oí hablar de esa profesión.
—Era el único que la ejercía en Roma.
—¿Qué hace un exquiriente?
—Resuelve misterios.
—No entiendo.
—A veces pasan cosas extrañas. Alguien roba una joya sin dejar rastro, o se comete un crimen y nadie sabe quién puede ser el asesino. Entonces las víctimas, o sus herederos, acudían a Alcímenes y él aclaraba el enigma.
—¿Y le pagaban por eso?
—Espléndidamente.
—¿Resolvió muchos misterios?
—Muchísimos. Era famoso en toda la ciudad —medité sobre aquella revelación. Sin duda mi tío había encontrado el medio de sacar provecho de su ingenio helénico en aquel mundo de litocéfalos. Y a buen seguro su bolsa apenas si pesaba más que la mía cuando llegó a Roma. Baiasca agregó, como anticipándose a mis cavilaciones—: Su negocio ha quedado vacante —dudé si insinuaba la absurda posibilidad de continuarlo. Decidí descender a cuestiones más prácticas.
—¿No se te ocurre ninguna forma de reunir dinero para regresar al Ática?
—Los que se enrolan en las legiones tienen el viaje pagado hasta su guarnición. Pero no es seguro que te toque Atenas. Y el servicio dura veinte años.
Medité con desánimo sobre tal posibilidad y otras análogas.
—Quizá pueda compensar el pasaje ayudando al capitán de la galera. Todos los griegos entendemos algo de náutica.
—Una vez en alta mar podían decidir que eras más necesario en los remos —las palabras anteriores de Baiasca continuaban deslizándose por mi mente. Al fin y al cabo yo era tan heleno como mi tío; y no era probable que el intelecto de los cabezas de piedra hubiera progresado grandemente en tan poco tiempo.
—Provisionalmente, hasta que reúna algún dinero, ¿crees que podría ser un exquiriente? —planteé.
—Estoy segura.
—Pero yo no soy famoso en Roma. Para ser exactos, en estos momentos sólo me conocéis Publio Antonio y tú.
—La ciudad es lo bastante grande como para que muchos ignoren que tu tío ha muerto.
—¿Y qué? Cuando hablasen conmigo comprobarían que nunca he resuelto un enigma. Tras lo cual se abstendrían cuidadosamente de pagarme.
—¿Y por qué no ibas a resolverlos? —por evidente que fuera la sinrazón, el optimismo de Baiasca resultaba contagioso.
—¿Ayudabas mucho a mi tío? —pregunté.
—Solamente un poco. Las ideas eran siempre suyas. Pero aprendí todo lo que pude.
—¿Me auxiliarías a mí si intentara continuar su negocio?
—No podría negarme. Eres mi amo —le habían vuelto a brillar los ojos. Por un momento tuve la sensación de que me estaba manejando, pero la ahuyenté. No era más que una esclava y yo no había perdido nunca la iniciativa.
—Es un disparate, pero si queremos comer en los próximos días no tendré más remedio que intentarlo —manifesté—. Al menos mientras busco compradores para la casa y para ti.