Authors: Antonio Garrido
Eran dos cuerpos ensangrentados unidos en un macabro abrazo, ocultos bajo un manto de cieno. Unos pasos más allá, semihundido en una zanja, se distinguía el cadáver mutilado de un tercero.
—Éste no es sajón —dijo Althar dando con el pie al que yacía bajo el primero.
La muchacha no respondió. Pese al lodo, reconocía aquellas ropas. Las había visto en la cabaña de los Larsson. Con el corazón encogido, se acercó a los cuerpos grotescamente abrazados. Lentamente apartó el que estaba encima y al instante la vista se le nubló. Althar la sujetó. El cuerpo que yacía bajo aquella mortaja de sangre no era otro que el de Hóos Larsson, el joven que días atrás le había salvado la vida.
Transcurrió un rato antes de que Althar advirtiera que Hóos Larsson aún respiraba. De inmediato avisó a Theresa, y entre ambos lo trasladaron al carro para atenderlo. El viejo examinó sus heridas con preocupación. Ella le preguntó con la mirada, pero él no contestó.
—¿Y dices que él te salvó? —le preguntó mientras lo arrastraba.
Ella asintió entre lágrimas.
—Pues lo siento por él, pero tendremos que dejarlo.
—No podéis hacer eso. Si lo abandonáis, morirá.
—Morirá de todas formas. Además… fíjate en esa rueda —dijo señalando el rayo reparado—. Vosotros, yo y el cargamento… Con tanto peso no aguantaría ni una milla.
—Pues deshagámonos de las pieles.
—¿De las pieles? ¡No me hagas reír! Son mi alimento para el próximo año.
Las palabras de Althar rezumaron determinación. Theresa dudó. Comprendió que si pretendía ayudar a Hóos, debería resultar convincente.
—El hombre a quien queréis abandonar se llama Hóos Larsson y es
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del rey —mintió—. Si sobrevive, podría alimentaros a vos y vuestra familia durante el resto de vuestras vidas.
Althar se desembarazó del muerto que estaba registrando y miró el cuerpo exánime de Hóos. Luego escupió con extrañeza.
Pese a que le incomodara reconocerlo, tal vez la muchacha llevara razón. Al examinar al joven ya había apreciado lo delicado de sus ropajes, y aunque entonces los había juzgado procedentes de algún robo, quizá se había precipitado. Observó detenidamente lo entallado de la casulla y el perfecto ajuste de sus zapatos, mientras se decía que un ladrón no habría tenido tanta fortuna.
Soltó una maldición. Posiblemente aquel joven fuera quien Theresa afirmaba, si bien eso no cambiaba lo delicado de su estado. Quizá no se salvara, pero tal vez durara lo suficiente para llegar con vida a Aquis-Granum. Maldijo de nuevo y se dirigió hacia las riendas del caballo que pacía entre la capa de nieve. Lo pensó detenidamente y volvió a escupir.
—Tal vez no muera —refunfuñó.
Theresa asintió complacida.
«Al menos, no hasta que yo reciba una recompensa», rumió Althar para sus adentros.
A Theresa le tocó caminar. Althar condujo la montura manejando el látigo con la misma presteza con que escupía juramentos. Durante el camino prohibió a Theresa agarrarse a la carreta porque, según dijo, no aguantaría la carga; sin embargo, le ordenó empujar con fuerza cuando llegaron los repechos.
La mayor parte del tiempo, Althar marchó junto a Theresa. Ella le dijo que los cepos que había mencionado antes, en realidad pertenecían a Hóos Larsson, pero eso a él no le importó. Avanzaron sin descanso, deteniéndose lo indispensable para remediar los desajustes de la rueda reparada. Cuando alcanzaron el barranco, las trampas seguían junto a la osamenta del caballo. Theresa dedujo que los lobos eran animales obstinados.
Mientras Althar recuperaba la impedimenta, ella se ocupó de Hóos. El viejo le había comentado que tenía varias costillas rotas y que tal vez le hubieran alcanzado el pulmón. Por eso lo había acomodado boca arriba sobre unos fardos.
Respiraba débilmente.
Tras humedecerle la cara, se preguntó qué habría llevado a Hóos a cambiar de itinerario. Pensó que quizá la había seguido para recuperar la daga, e instantáneamente se palpó bajo la falda, donde la llevaba escondida. Luego continuó limpiando a Hóos, hasta que Althar regresó cargado.
—Había más de lo que prometiste —anunció sonriendo—. Ahora veremos cómo lo llevamos.
—No pensará abandonarle…
—Tranquila, muchacha. Si en verdad este hombre conducía esa carga, haré lo imposible por curarlo.
Después de comer prosiguieron en dirección a las montañas. Althar le comentó que años atrás había residido en Fulda, dedicado, como el resto de sus habitantes, al servicio de la abadía. Él y su mujer Leonora consiguieron arrendar una parcela en la que habían construido una bonita cabaña. Por las mañanas laboreaban la tierra y por las tardes se trasladaban a las de la abadía para sufragar los gastos de las conreas. Aquella ocupación les proporcionó lo suficiente para adquirir un pequeño terreno; no mucho, unos cuarenta arpendes sin roturar en los que cultivar su propia cosecha. Le explicó que no tuvieron hijos, un castigo del Señor, señaló, tal vez en pago por la poca fe que le profesaba. Como buen campesino, aprendió varios oficios sin llegar a dominar ninguno. Era hábil con el hacha y la azuela, construía sus propios muebles y en otoño reparaba el tejado con la ayuda de su esposa. Pasaron los años y pensó que acabaría sus días en Fulda, pero cuando una noche de otoño alguien asaltó el cercado para robarle su único buey, él cogió un hacha y sin mediar palabra se la hundió en la cabeza. El ladrón resultó ser el hijo del abad, un joven alocado dominado por el vino. Después del entierro se presentaron en su casa, lo prendieron y lo juzgaron. De nada le valió su declaración, porque doce hombres juraron que el muchacho había saltado la valla buscando un poco de agua, y él no pudo demostrar que mentían. Le quitaron cuanto tenía y lo condenaron al destierro.
—A resultas de la sentencia, Leonora cayó enferma de melancolía —continuó—. Por fortuna, sus hermanas se ofrecieron a cuidarla mientras yo la esperaba en las montañas. También me ayudaron un par de vecinos que me conocían bien. Rudolph me suministró una azuela vieja, y Vicus me prestó un par de cepos a condición de que se los devolviera junto con las pieles que capturara. Encontré refugio al sur, en los montes de Rhön —señaló con el índice una montaña cercana—, en una osera abandonada, así que cerré su acceso, la acondicioné y pasé el invierno trampeando. Cuando regresé por Leonora, supe que algunos de los cabrones que me habían acusado habían confesado su falso testimonio, pero para entonces ya habían sembrado mis tierras con sal. Aun así, el abad se negó a venderme semillas y arrendarme nuevos terrenos, e incluso amenazó con igual trato a aquellos que me auxiliaran. Entonces Leonora y yo decidimos mudarnos a la osera y vivir solos para siempre.
—¿Y desde entonces no habéis vuelto a Fulda? —se interesó Theresa.
—Por supuesto que sí. ¿De qué forma si no iba a vender mis pieles? El abad murió al poco tiempo —sonrió—. Reventó como una cucaracha. Después, el que le sucedió olvidó las amenazas, pero ya nada volvió a ser como antes. Viajo a menudo a Fulda, a cambiar miel por sal o cuando necesito grasa, que por aquí no se encuentra. Antes me acompañaba Leonora, pero ahora tiene los pies mal y parece que todo le cuesta.
Al atardecer dejaron atrás el verdor de los bosques para adentrarse en un terreno más agreste. Los árboles comenzaron a escasear y el viento se sumó a la comitiva.
Anochecía cuando arribaron a las inmediaciones de la osera; una zona tan pedregosa que a Theresa le extrañó que las dos ruedas del carro resistieran. Althar le indicó que sujetara a Hóos con firmeza, pero a pesar de sus esfuerzos, el traqueteo provocó que por primera vez el joven se quejara.
Al pie de una enorme pared de granito, Althar detuvo el carro y echó pie a tierra. Dio un par de gritos y se puso a canturrear.
—Ya puedes salir, querida. —Y silbó una tonta melodía—. Tenemos compañía.
Una cara rechoncha apareció tras unos arbustos, soltó un gritito estúpido y entonó la misma cancioncilla. A la sonrisa contagiosa le siguió un corpachón achaparrado moviéndose con un sugerente contoneo.
—¿Qué me ha traído mi príncipe? —preguntó la mujer mientras corría hacia los brazos de Althar—. ¿Una joya, o algún perfume de Oriente?
—Aquí tienes tu joya —bromeó, y apretó la entrepierna contra el vientre de la mujer haciéndola reír alocadamente.
—¿Y estos dos? —preguntó ella.
—Verás —murmuró Althar alzando una ceja—: a él lo confundí con un venado, y ella se enamoró de mi melena.
—Bueno —rió—. En ese caso, pasad y hablemos dentro, que aquí fuera comienza a hacer un frío del demonio.
El cargamento lo dejaron fuera. Luego trasladaron a Hóos al interior de la osera y lo acomodaron sobre un manto de pieles.
Theresa observó que en el techo habían practicado un hueco para extraer los humos, y conformado a su alrededor la zona de la cocina. El crepitar del fuego mantenía caliente la estancia. Leonora les ofreció pastel de manzanas que ellos aceptaron complacidos. Apenas había muebles, pero aun así Theresa se sintió como en un palacio. Mientras cenaban, Althar le explicó que disponían de otra cueva que empleaban como almacén y una cabaña adonde se trasladaban cuando el clima mejoraba. Cuando terminaron, Theresa ayudó a Leonora a recoger la mesa. Después volvió con Hóos para arroparle.
—Tú dormirás aquí —señaló la mujer a Theresa. Apartó una cabra y dio un manotazo a las gallinas—. Y no te preocupes por el joven: de haberlo querido, Dios ya se lo habría llevado.
Theresa asintió. Al acostarse, volvió a preguntarse si Hóos la habría seguido para recuperar su daga.
Aquella noche apenas durmió, preguntándose por la trascendencia que tendría aquel pergamino. Antes de acostarse lo había extraído de la talega para leerlo en un suspiro. Le pareció un documento legal que detallaba el legado dejado por Constantino, el emperador romano fundador de Constantinopla. Supuso que sería algo muy importante, o su padre no lo habría escondido. Luego en su mente bulló el incendio de Würzburg: las llamas en el taller de Korne, la sonrisa infame del
percamenarius
y el fuego devorando a aquella pobre muchacha. Soñó con dos horribles sajones, mitad hombres mitad monstruo, que la retenían y la violentaban. Luego fueron los lobos los que tras devorar el caballo de Hóos, intentaron despedazarla. En su delirio creyó ver al propio Hóos frente a ella, acercándose despacio a su cuello, empuñando la daga que le había robado. Varias veces no supo si dormía o imaginaba. En esos instantes, cuando acertaba a abrir los ojos, evocaba la figura protectora de su padre, y aunque eso la tranquilizaba, al poco, de entre las tinieblas de la entrada surgía un nuevo demonio que volvía a atormentarla.
En aquella osera alejada de cualquier sonido distinto al ulular de una lechuza o el crepitar de una llama, se le hacía difícil pensar. Mientras aguardaba el nuevo día, se dijo que tanto infortunio debía responder a alguna clase de designio, a algún aviso, a una señal que Dios le enviaba. Repasó cuál podría haber sido su pecado, diciéndose al final que tal vez todo procediese de sus mentiras.
Recordó haber mentido a Korne haciéndole creer que el conde revisaría la prueba de acceso; haber engañado a Hóos diciéndole que trabajaba como oficial de
percamenarii
, en lugar de aceptar que sólo era una simple aprendiza; y de igual forma había procedido con Althar al asegurarle que escapaba de una boda impuesta, cuando tan sólo huía de sus propios actos.
Se preguntó si el
percamenarius
llevaría razón. Si resultaría cierto que la mujer era el caldo donde hervía la inmundicia de la mentira. Si en verdad sería un ser corrompido desde su nacimiento, a merced de la compasión del Todopoderoso. Cientos de veces había refutado a quienes proclamaban que las hijas de Eva eran un compendio de todos los vicios: débiles, impulsivas, mutables según sus flujos, tentadas por la lascivia… Sin embargo, en aquel instante, comenzaba a dudar de sus propias convicciones.
Se cuestionó si sus mentiras no procederían de la mano del diablo. ¿Acaso no era él quien con sus engaños había seducido a la primera hembra? Y en tal caso, ¿no habría sido esa misma mano la que guió el odio de Korne hasta transformarlo en una hoguera?
Pero ¿a quién pretendía engañar? Por mucho que le doliese, no podía negar en lo que se había convertido. ¿Y qué haría cuando Hóos despertara? ¿Decirle que se había confundido de puñal? ¿Que en la oscuridad no acertó a coger el burdo
scramasax
que él le había ofrecido?
A cada mentira le seguiría otra, y a esa última le sucedería otra aún mayor.
Lloró desconsoladamente, pero cuando se quedó sin lágrimas se prometió que nunca más volvería a decir una mentira. Lo prometió por su padre. Aunque él no pudiera verlo, esta vez no le fallaría.
Con las primeras luces filtrándose por el techo, Theresa decidió que era hora de levantarse. Le extrañó comprobar que Althar y Leonora continuaran acostados, aunque pronto comprendió que en aquel lugar las cosas funcionaban a un ritmo diferente. Recogió la capa que la había abrigado y se acercó en silencio al lecho donde Hóos descansaba. Su respiración se percibía profunda, y eso la tranquilizó. Hacía frío, así que se volvió hacia las ascuas y las atizó con cuidado. El ruido despertó a Althar, que se desperezó al tiempo que soltaba una ventosidad escandalosa. Aún con los ojos medio cerrados, achuchó cariñosamente a Leonora.
—Mmm… ¿Ya estás en pie? —le gruñó a Theresa mientras terminaba de rascarse la entrepierna—. Si necesitas agua, sendero arriba encontrarás el riachuelo.
Ella se lo agradeció. Tras abrigarse, sorteó al jamelgo que como el resto de los animales había pernoctado dentro de la osera, y salió al exterior empujando la portezuela que aseguraba la entrada.
Satán
ladró y la siguió meneando la cola. Una vez fuera, comprobó que la temperatura había descendido tal como profetizara Leonora. Se arrebujó con la capa y observó los alrededores de la osera.
Frente a la entrada permanecía el carro vacío, por lo que supuso que Althar lo habría descargado. Más allá descubrió un corral de espino con rastros de haber sido vaciado recientemente.
Por todas partes se veían restos de leña entremezclada con maderos partidos, cuñas usadas, troncos de diversos tamaños, montones de virutas y distintas mazas, en una suerte de extraño estercolero. No halló huerto o algo que se le pareciera.
Cuando fue a lavarse advirtió que su sexo le sangraba. Le molestó que
Satán
se acercase a olisquearla y lo ahuyentó con un grito. El flujo era abundante, de modo que se aseó bien antes de colocar el paño doblado que normalmente llevaba encima, en previsión de la hemorragia mensual. Luego se santiguó y volvió a la osera. Para entonces, Althar ya había sacado a los animales y Leonora atendía a Hóos.