Authors: Antonio Garrido
Aguardó bajo un árbol sin tomar una decisión. Por un instante pensó en hablarle, pero enseguida concluyó que resultaría una majadería. Un nuevo cacareo le hizo esperar un poco más. Pasado un rato oyó un carro acercándose por el camino. Cuando llegó a su altura, observó que se trataba de los mismos centinelas que había visto momentos antes frente a la casa de Rutgarda. Al alcanzar el portalón, los hombres llamaron a Bernardino, quien de inmediato les abrió y se acercó al carro con una tea para identificar a sus ocupantes.
—¡Maldita lluvia! ¿Ya de relevo? —preguntó el enano mientras trataba de protegerse.
Los hombres asintieron con desgana, limitándose a arrear al caballo.
Gorgias aprovechó la oportunidad. Al paso del carro se agazapó tras su lateral y avanzó al tiempo protegido por la negrura. Una vez franqueada la puerta, se ocultó tras unos arbustos hasta que los soldados desaparecieron. Respiró cuando el enano cerró el portalón y se refugió bajo el chamizo sin percatarse de su presencia.
Al poco, cuando los ronquidos le confirmaron que el frailecillo dormitaba, se arrastró entre la hojarasca en dirección a los corrales, donde permaneció un rato observando la gallina que le pareció más rolliza. Esperó a que estuviesen tranquilas y abrió la puerta despacio, con el sigilo de un zorro que entrase de cacería. Cuando se acercó lo suficiente, enganchó por el pescuezo a su presa, pero el ave comenzó a cacarear como si la estuviesen desplumando. De repente todas las gallinas despabilaron, armando tal alboroto que Gorgias pensó que hasta los muertos se despertarían.
Al instante les dio de patadas, obligándolas a desperdigarse. Luego se escondió fuera del corral y esperó a que Bernardino apareciera. El enano no tardó en presentarse, sin comprender bien lo que sucedía, y Gorgias aprovechó la confusión para correr hacia el portalón y escapar con la gallina.
Cuando llegó a la mina aún era noche cerrada. Volvió a guarecerse en el barracón de los esclavos, junto a los toneles, uno de los cuales empleó como jaula para recluir a
Blanca
, la nueva inquilina. Pese al dolor de su hombro, concilio pronto el sueño, que se prolongó hasta bien entrada la mañana. Al despertar y mirar a
Blanca
, advirtió que la gallina le saludaba con un huevo bajo las patas.
Gorgias la correspondió con un par de lombrices que encontró por las inmediaciones. Guardó otras pocas en un cuenco de madera que tapó con una piedra, y bebió un poco del agua fresca recién caída. Después, pese al temor que le inspiraba, se despojó de la venda para comprobar el estado del muñón. Zenón había serrado el hueso por encima del codo, y cosido un colgajo que, no sabía de qué modo, también había cauterizado. Aún se apreciaban las ampollas de las quemaduras, que aceptó como mal menor, a sabiendas de que era la única forma de evitar que la podredumbre regresara. Con cuidado volvió a vendarse y se sentó a meditar sobre la situación en que se encontraba.
En su cabeza ordenó los acontecimientos desde la mañana en que un desconocido de ojos claros le atacó para robarle el pergamino. Después vino el incendio y la pérdida de su hija. Lloró. Tras el entierro, Wilfred le había conminado a que le entregara la Donación de Constantino, pero el documento había ardido en el taller del
percamenarius
. Luego intervino Genserico, quien al parecer, y en connivencia con el propio Wilfred, le encerró en una cripta para asegurarse de que cumplía con su cometido. Tras un mes de cautiverio, y sin noticias de la delegación papal, intentó la huida, cosa que logró merced a la extraña muerte de Genserico. Entre medias quedaba la presencia de un hombre con una serpiente tatuada, y la amputación de su brazo maltrecho.
Meditó sobre el cometido que habría desempeñado Genserico. En un principio había supuesto que actuaba por su cuenta, incluso que había sido él quien le atacó para robarle el pergamino, pero las insólitas circunstancias de su muerte y el hecho de que Wilfred vigilara a Rutgarda le llevaban ahora a la duda. ¿Y quién sería el hombre de la serpiente? Desde luego alguien al tanto de lo que estaba sucediendo. Además, por la forma en la que amenazó a Genserico, sin duda parecía por encima de este último.
Apoyado contra los barriles, advirtió que la gallina miraba con estúpido interés las vendas de su hombro y sonrió con amargura. Había perdido su brazo derecho, el que empleaba para escribir, por culpa de un vil documento. Sacó el pergamino de su talega y lo observó con detenimiento. Por un instante se vio tentado de romperlo y ofrecérselo a
Blanca
como pienso. Sin embargo se contuvo diciéndose que al fin y al cabo, si tanto valor tenía, tal vez le pagaran por recuperarlo.
Había dejado de llover, así que se levantó para pasear por los alrededores y bosquejar una lista de prioridades. En primer lugar debía garantizarse el sustento, tema aún sin solucionar pese a la buena voluntad de la gallina. De camino a la mina había pasado por un bosque de nogales. Las nueces y bayas podrían complementar los huevos, pero aun así necesitaría más comida. Pensó en capturar algún animal utilizando como cebo a
Blanca
, aunque pronto concluyó que lo más probable sería que se quedara sin gallina.
Cazar le resultaría difícil. Con un solo brazo y sin las trampas adecuadas, hasta un pato se le escaparía; sin embargo, pescar tal vez le fuera posible. En la mina disponía de cordeles y cabos, puntas arqueadas para confeccionar anzuelos y suficientes lombrices para ofrecer un banquete. El río quedaba cerca y mientras los peces picaban podría confeccionar más anzuelos.
Se alegró de solucionar el tema del alimento. Luego recordó a su mujer Rutgarda.
Aunque desconocía cuánto tiempo la mantendrían vigilada, anhelaba volver a verla. Pensó en alguien que pudiera ayudarle; alguien que le transmitiera lo que hacía y cómo se encontraba. Se daría por satisfecho con sólo hacerle saber que se acordaba de ella, y, sin embargo, el temor de que le descubrieran era mayor que sus ansias, así que decidió esperar hasta encontrar la oportunidad. Rutgarda estaba bien, y eso era lo que importaba.
Transcurrido un rato, sacó el documento y lo examinó con mimo. Allí estaba la transcripción perfectamente terminada, que leyó una y otra vez deteniéndose en los extremos que durante la copia le habían sorprendido. Había algo oscuro en aquel pergamino. Algo que tal vez ni el mismo Wilfred hubiera advertido. Lo guardó de nuevo en su talega y buscó un lugar donde esconderlo. Así, si le capturaban, siempre podría negociar su entrega. Inspeccionó los alrededores hasta encontrar una viga que consideró adecuada, se encaramó sobre unas barricas y ocultó allí el documento. Luego trasladó las barricas haciéndolas rodar, para que nadie sospechara. Miró a las vigas y se mostró satisfecho. Después desató a
Blanca
y la llevó a comer lombrices mientras él preparaba los anzuelos.
Pasó una semana con terribles dolores. La fiebre le subió impidiéndole levantarse, pero igual que vino, desapareció. Esos días se entretuvo con
Blanca
, dándole cuerda para que buscara gusanos de día, y recogiéndola por la noche para tener cerca los huevos. Por los alrededores descubrió unas viejas mantas que utilizó para acomodarse. En ocasiones ascendía hasta lo alto de la cima para observar la ciudad, o admirar a lo lejos las montañas que ya comenzaban el deshielo. Se dijo que cuando los pasos quedaran libres, podría huir a otra ciudad en compañía de Rutgarda.
Conforme se sucedían los días, su brazo fue mejorando. Poco a poco comenzó a mover el hombro sin que la herida se resintiese, los puntos se cayeron y la cicatriz adquirió un tono rosado similar al resto del hombro. Una mañana, el muñón dejó de dolerle y ya no le molestó más.
Al comienzo de la tercera semana decidió explorar las galerías que se adentraban en la mina. En la más cercana encontró un eslabón, así como yesca suficiente para prender las teas que aparecían esparcidas a lo largo de los túneles. Más al interior rescató unos flejes de hierro que podría emplear como utensilios de cocina. Durante sus excursiones catalogó los túneles en cuevas, pasillos y pozos. Los dos primeros, que consideró entradas preparadas para el trasiego de animales y materiales, los juzgó útiles como refugio. Los últimos eran tan resbaladizos que sólo los utilizaría en caso de peligro.
Con el tiempo maduró el volver a Würzburg. Cada día se veía más delgado, y si permanecía en la mina, tarde o temprano le descubrirían. Se convenció diciéndose que podría parlamentar con Wilfred y alcanzar algún acuerdo. Al fin y al cabo, el conde era un impedido, y si lograba encontrarle a solas podría abordarle sin riesgo. Quizás aceptase canjear el documento a cambio de un salvoconducto para él y su familia. Sólo debía repasar los recorridos del conde para establecer el momento más adecuado.
La mañana en que se cumplía el tercer mes de la muerte de su hija decidió regresar a Würzburg. El día anterior lo había dedicado a preparar una suerte de indumentaria de mendigo, algo que logró con facilidad debido al aspecto que habían adquirido las únicas ropas que poseía. A ello había añadido un gorro que encontró en los túneles y una capa de lana raída. Se disponía a encasquetarse el atuendo cuando percibió en la lejanía el tañido de unas campanas que reconoció como de aviso a rebato. Era la primera vez que sonaban así desde que el incendio asolara los talleres del
percamenarius
, y dando por hecho que encontraría la ciudad revuelta, decidió esperar a la noche para no despertar sospechas.
Durante el descenso temió que las campanadas obedeciesen a algún ataque sajón, pero aun así continuó la marcha. Sin embargo, al llegar a la ciudad se encontró con las puertas cerradas. Habló con un centinela a quien se presentó como un vagabundo recién llegado, pero el soldado le sugirió que regresara a su lugar de procedencia. Desanimado, se perdió entre las callejas del arrabal, inusualmente desiertas. Escondido en una choza, descubrió a un viejo que miraba por una rendija. Cuando le preguntó qué sucedía, éste atrancó la ventana, pero ante su insistencia, finalmente le informó de la muerte a cuchilladas de varios muchachos.
—Por lo visto ha sido un tal Gorgias. El mismo que hace poco asesinó a Genserico.
Gorgias enmudeció. Se caló aún más el gorro y, sin dar siquiera las gracias, escapó hacia las montañas.
Los días pasaron, con la tripa de Helga
la Negra
engordando al mismo ritmo que las calabazas que jalonaban el huerto del obispado. Theresa nunca había visto un vientre semejante, y al tocarlo se sorprendió deseando que Hóos Larsson la llenara con un hijo. Sin embargo, los problemas que solían acarrear los embarazos le llevaron a desterrar la idea, contentándose con admirar la forma en que Helga devoraba cuanto alimento quedaba a su alcance.
Pero a la Negra no sólo le había cambiado la barriga. Al parecer, la preñez había transformado a la abandonada mujer en una laboriosa hormiga, pues días atrás había trocado su taberna por una casa más grande próxima al obispado, ya no se pintarrajeaba los labios y sus atuendos comenzaban a asemejarse a los de cualquier mujer decente. No obstante, lo que más asombraba a Theresa era la facilidad con que Helga se desempeñaba entre los pucheros y los fogones. Favila decía que sus manos parecían santas para los guisos, y hasta tal punto lo creía que comenzó a desentenderse de las ollas para dejar esa responsabilidad a la nueva cocinera. Theresa se dijo que, finalmente, lo único que quedaría de la antigua Helga sería la infame puñalada que su amante le había asestado en la cara.
A Helga, sin embargo, tan sólo parecía importarle el futuro de su hijo. Se mecía su gordo vientre como si fuera una cuna, hablaba con su barriga canturreándole melodías inventadas, le explicaba los secretos de un buen pavo asado, tejía diminutos gorros que abrigarían su cabecita, rezaba por ella porque pensaba que sería niña, y visitaba a Nicolás, el viejo carpintero que en su tiempo libre, y a cambio de unos dulces, le estaba construyendo una preciosa cuna.
Pese a todo, ni Helga ni su barriga descuidaban sus deberes con la cocina del obispado. Precisamente aquella noche estaba prevista la celebración de una cena de desagravio a favor de Alcuino de York a la que asistirían el rey y su séquito. Para atender bien la misma, había cocinado capones y pichones, faisán a la parrilla y venado recién cazado, lo que unido al estofado de buey y la tarta de queso elaborado por Favila, haría las delicias de los invitados. Por lo general, la cena se servía en el refectorio después del oficio de
sexta
, pero en esta ocasión Ludovico, el secretario de Lotario, había habilitado un aposento menor situado sobre el calefactorio porque no asistirían demasiados comensales.
Para Theresa, aquel convite habría supuesto una cena más, de no ser porque ella misma también había sido invitada.
—El rey insiste —le había informado Alcuino.
Desde ese momento, Theresa anduvo nerviosa intentando memorizar el
Appendix Vergiliana
, los poemas épicos de Virgilio que Alcuino le había encomendado recitara durante el ágape.
—No es que necesites aprendértelos —le había aclarado el fraile—, pero sí repetirlos varias veces para encontrar la entonación adecuada.
Sin embargo, la mayor preocupación de Theresa consistía en saber si le ajustaría el vestido usado que Helga le había comprado aquella tarde en el callejón de los telares.
Cuando acabó en el
scriptorium
, se dirigió a casa de la Negra temblando como un pollo, y no dejó de hacerlo hasta que se enfundó en el traje y comprobó que le sentaba como a una dama fina. Se moría por enseñarlo, pero Helga la obligó a esperar los últimos retoques. Finalmente, ésta se retiró para comprobar la silueta de Theresa. Ciñó un poco más el vestido y la abrazó con cariño.
—Demasiado entallado, ¿no? —se avergonzó Theresa. —Estás preciosa —le dijo la Negra, y la urgió a que corriera a la cena.
Cuando llegó al comedor, advirtió que los invitados ya se habían acomodado. La recibió Alcuino, quien se encargó de disculparla por su tardanza. Theresa reverenció al monarca y corrió a pasitos hasta el sitio que le habían reservado, justo al lado de una muchacha elegantemente vestida. La joven la saludó con una sonrisa que dejó al descubierto unos diminutos dientes blancos. Aparentaba veinte años, aunque luego supo que rondaba la quincena. Un sirviente le informó que se trataba de Desideria, la hija mayor de Carlomagno, y que no era la primera vez que visitaba Fulda porque, a excepción de a los campos de batalla, acompañaba a su padre allá donde éste fuera. Theresa contabilizó a otras veinte personas, la mayoría hombres del monarca, además de cinco o seis tonsurados que supuso pertenecían a la diócesis. Carlomagno presidía la larga mesa rectangular, vestida con impecables manteles de lino y adornada con flores de invierno. Varias fuentes colmadas de caza competían en abundancia con las de queso, embutido y frutas, mientras que, apiñadas entre los platos, decenas de jarras de vino anunciaban una celebración digna de reyes. A una voz del monarca, brindaron sin entrechocar las copas y empezaron a comer como una piara hambrienta.