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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (26 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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En efecto, algunas semanas más, y el invierno antártico traería su cortejo de intemperies y fríos. Aquella mar, actualmente Ubre, se congelaría y no sería navegable. Quedar prisionero en medio de los hielos durante siete u ocho meses, sin tener seguridad de acostar en ninguna parte, ¿no haría retroceder a los más valientes? ¿Teman los jefes de la tripulación el derecho de arriesgar la vida de ésta por la débil esperanza de recoger a los sobrevivientes de la Jane?

En esto había pensado el capitán Len Guy desde la víspera. Después, con el corazón herido, y sin esperanza de encontrar a su hermano y a sus compatriotas, acababa de ordenar, con voz temblorosa por la emoción:

—¡Mañana, al alba, partiremos!

En mi opinión, le era preciso tanta energía moral para volver atrás como la que había mostrado para ir hacia adelante. Pero su resolución estaba tomada, y él sabría esconder en sí el inexpresable dolor que le causaba el mal resultado de aquella campaña.

En lo que a mí se refería, confieso que experimenté un vivo descorazonamiento y un intenso disgusto ante la idea de que nuestra expedición terminara de tan desconsoladora manera. Después de haberme unido tan apasionadamente a las aventuras de la
Jane,
hubiera querido no suspender las pesquisas de los continentes al través de los parajes de la Antártida.

Y en nuestro caso, ¡cuántos navegantes hubieran tenido corazón para resolver el problema geográfico del polo austral! En efecto: la
Halbrane
había avanzado más allá de las regiones visitadas por los navíos de Weddell, puesto que la isla Tsalal estaba situada a menos de 7° del punto en que se cruzan los meridianos. Ningún obstáculo parecía oponerse a que ella pudiera elevarse a las últimas latitudes. Gracias a la estación excepcional, ¿vientos y corrientes la conducirían tal vez a la extremidad del eje terrestre, del que no estaba alejada más que 400 millas? Si la mar libre se extendía hasta allí, la cosa sería cuestión de unos días. Si existía un continente, de algunas semanas. Mas en realidad nadie de nosotros pensaba en el polo Sur, y no era para llegar a él por lo que la
Halbrane
había afrontado los peligros del Océano antártico.

Además, admitiendo que el capitán Len Guy, deseoso de llevar más lejos sus investigaciones, hubiera obtenido la aquiescencia de Jem West, del contramaestre y de los antiguos tripulantes de la
Halbrane,
¿hubiera podido decidir a los veinte reclutados en las Falklands, cuyas malas disposiciones fomentaba sin cesar Hearne? No. Era imposible. Ellos se hubieran seguramente negado a aventurarse más en los mares antárticos, y ésta debía de ser una de las razones por la que nuestro capitán, había tomado la resolución de volver hacia el Norte a pesar del profundo dolor que por ello experimentaba.

Considerábamos, pues, como terminada la campaña, y juzgúese de nuestra sorpresa cuando oímos estas palabras:

—¿Y Pym? ¿El pobre Pym?

Me volví. El que acababa de hablar era Hunt. Inmóvil, aquel extraño personaje devoraba el horizonte con la mirada.

Había a bordo de la goleta tan poca costumbre de oír la voz de Hunt —acaso aquellas eran las primeras palabras que desde su embarco había pronunciado ante nosotros—, que la curiosidad llevó a su lado a todos los tripulantes. ¿Su inopinada intervención no anunciaba —yo tuve el presentimiento de ello— alguna prodigiosa revelación?

Un ademán de Jem West envió a la tripulación a proa. No quedaron más que el lugarteniente, el contramaestre, el maestro velero Martín Holt y el maestro calafateador Hardie, que se consideraron autorizados para permanecer con nosotros.

—¿Qué has dicho? —preguntó el capitán Len Guy, acercándose a Hunt.

—He dicho: ¿Y Pym? ¿El pobre Pym?

—Y bien: ¿qué pretendes al recordamos el nombre del hombre cuyos detestables consejos han arrastrado a mi hermano hasta esta isla donde la
Jane
ha sido destruida, donde la mayor parte de su tripulación fue muerta, donde no hemos encontrado uno solo de los que aquí estaban hace siete meses?

Y como Hunt permaneciera en silencio:

—Responde —exclamó el capitán Len Gay, sin poderse contener.

La vacilación de Hunt no venía de no saber que responder, sino, como se verá, de cierta dificultad para expresar sus ideas. Eran éstas muy claras, sin embargo, aunque sus frases fuesen entrecortadas. Tenía, en fin, una especie de lenguaje suyo, propio, y su pronunciación recordaba la de los indios de Far–West.

—He aquí… dijo: Yo no sé contar las cosas… Mi lengua se traba. Compréndame usted. He hablado de Pym… del pobre Pym… ¿no es eso?

—Sí —respondió el lugarteniente—. ¿Y qué tienes que decimos de Arthur Pym?

—Tengo que decir…, que no se le debe abandonar.

—¿No abandonarle? —exclamé.

—¡No! ¡Jamás! Piensen ustedes… ¡Será cruel!… ¡muy cruel! Iremos a buscarle.

—¡A buscarle! —repitió el capitán Len Guy.

—Compréndame usted. Por eso me he embarcado a bordo de la
Halbrane.
Sí. ¡Para encontrar al pobre Pym!

—¿Y dónde está —pregunté—, si no es en el fondo de una tumba, en el cementerio de su país natal?

—¡No…, él está allí…, allí… solo…, solo! —respondió Hunt extendiendo su mano hacia el Sur… Desde entonces el sol se ha levantado once veces en este horizonte.

Hunt quería indicar las regiones antárticas: era evidente. Pero ¿qué pretendía?

—¿Es que tú no sabes que Arthur Pym ha muerto? —dijo el capitán Len Guy.

—¡Muerto! —repitió Hunt con un gesto expresivo—. No. Escuchen: Yo conozco las cosas… Comprendan… No ha muerto.

—Vamos, Hunt —dije yo—. ¿Recuerdas el último capítulo de las aventuras de Arthur Pym? ¿No refiere Edgard Poe que su fin ha sido repentino y deplorable?

Verdad es que el poeta americano no indicaba de qué manera había terminado aquella vida tan extraordinaria, e insisto en ello, esto me pareció siempre bastante sospechoso. ¿Iba, pues, a serme revelado el secreto de aquella muerte, puesto que, a creer a Hunt, Arthur Pym no había vuelto de las regiones polares?

—Explícate, Hunt —ordenó el capitán Len Guy, que participaba de mi sorpresa—. Reflexiona… Tómate el tiempo que quieras, y di con claridad lo que tengas que decir.

Y mientras Hunt pasaba su mano por la frente, como para recoger lejanos recuerdos, yo hice la siguiente observación al capitán Len Guy:

—Hay algo singular en la intervención de este hombre, si no está loco.

Al oír estas palabras el contramaestre, movió la cabeza, pues, en su opinión, Hunt no gozaba de cabal sentido.

Este lo comprendió, y con voz dura dijo:

—No… No estoy loco… Los locos… allá abajo, en la Prairie… se les sujeta si no se les cree… Y a mí… es menester creerme… No… ¡Pym no está muerto!

—Edgard Poe lo afirma —respondí.

—Sí… lo sé… Edgard Poe de Baltimore. Pero él no ha visto nunca al pobre Pym. ¡Nunca!

—¿Cómo? —exclamó el capitán Len Guy—. ¿Esos dos hombres no se conocían?

—¡No!

—¿No ha sido el mismo Arthur Pym el que ha contado sus aventuras a Edgard Poe?

—¡No, capitán, no! —respondió Hunt—. Aquel que está allí, en Baltimore, no ha tenido más que las notas escritas por Pym desde el día en que se oculto a bordo del
Grampus,
escritas hasta la última hora…, la última… ¡Comprenda usted… Comprenda usted!

Indudablemente, el temor de Hunt era el no ser comprendido, y él lo repetía sin cesar. Por lo demás, lo que declaraba parecía inadmisible. ¡Según él, Arthur Pym no había jamás entrado en relaciones con Edgard Poe! ¡El poeta americano solamente había tenido conocimiento de las notas redactadas día por día durante el tiempo que duró aquel inverosímil viaje!

—¿Quién le ha entregado, pues, ese diario? —preguntó el capitán Len Guy, apoderándose de una mano de Hunt.

—El compañero de Pym… El que le amaba como a un hijo… El mestizo Dirk Peters, que volvió solo de allá abajo.

—¡El mestizo Dirk Peters!… —exclamé.

—¡Sí!

—¿Solo?…

—Solo…

—Y Arthur Pym, ¿estará?…

—¡Allí!… —respondió Hunt con poderosa voz, inclinándose hacia las regiones del Sur, donde su mirada permanecía obstinadamente fija.

¿Podía tal afirmación vencer la general incredulidad? Ciertamente que no… Así es que Martín Holt dio a Hurliguerly con el codo, y ambos pareció que compadecían a Hunt, mientras que Jem West le observaba sin expresar sus sentimientos. Respecto al capitán Len Guy, me hizo seña de que no había que tomar en serio lo que decía aquel pobre diablo, cuyas facultades mentales debían de estar perturbadas desde algún tiempo atrás.

Sin embargo, cuando yo examinaba a Hunt, creía sorprender una especie de luz de la verdad que se escapaba de sus ojos.

Entonces me ingenié para interrogarle, dirigiéndole preguntas precisas, a las que él intentó responder con afirmaciones sucesivas, en la forma que se va a ver, y sin contradecirse jamás.

—Veamos —le pregunté—. Después de haber sido recogido sobre el casco del
Grampus,
con Dirk Peters, ¿Arthur Pym vino a bordo de la
Jane
hasta la isla Tsalal?

—Sí.

—Durante una visita del capitán William Guy al pueblo Klock–Klock, ¿Arthur Pym se separó de sus compañeros al mismo tiempo que el mestizo y uno de los marineros?

—Sí —respondió Hunt—. El marinero Alien… que casi en seguida se ahogó bajo las piedras.

—Después, ¿ambos asistieron, desde lo alto de la colina, al ataque y a la destrucción de la goleta?

—Sí…

—Pasado algún tiempo, ¿abandonaron la isla, después de apoderarse de una de las embarcaciones que los indígenas no pudieron recuperar?

—Sí— Y veinte días más tarde, llegados ante la cortina de vapores, ¿ambos fueron arrastrados por la catarata?

Está vez Hunt no respondió afirmativamente… Dudó…, balbuceó palabras vagas… Parecía que pretendía reavivar el fuego de su memoria, medio extinguida.

Al fin, mirándome y sacudiendo la cabeza, respondió:

—No… Ambos no… Compréndame usted… Dirk Peters no me ha dicho nunca…

—Dirk Peters —preguntó vivamente el capitán Len Guy… —¿Tú has conocido a Dirk Peters?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Vandalia… Estado de Illinois.

—Y ¿es él quien te ha suministrado tales noticias del viaje?

—Sí… Él.

—Y ¿ha vuelto solo…, solo de allí abajo…, dejando a Arthur Pym?

—Solo…

—¡Habla… habla, pues! —exclamé.

La impaciencia me consumía… ¿Cómo? ¿Hunt había conocido a Dirk Peters, y, gracias a éste, sabía cosas que yo creía imposibles de saber nunca? ¿Conocía el desenlace de aquellas aventuras extraordinarias?

Entonces, con frases entrecortadas pero inteligibles, respondió Hunt:

—Sí… allí… Una cortina de vapores… El mestizo me lo ha dicho a menudo… Compréndanme… Los dos, Arthur Pym y él, estaban en la canoa de Tsalal… Después…, un témpano… un enorme témpano, fue sobre ellos… Al choque, Dirk Peters cayó al mar… Pero pudo agarrarse al témpano…, subir sobre él…, y, compréndanme…, vio danzar la canoa arrastrada por la corriente…, lejos… ¡muy lejos!… En vano Pym pretendió reunirse a su compañero… No pudo… La canoa se alejaba…, se alejaba…, llevándose a Pym… al pobre Pym… Por eso no ha vuelto…; está allí… ¡siempre allí!…

Realmente, si aquel hombre hubiera sido Dirk Peters en persona, no hubiera hablado con más emoción, con más fuego, del pobre y querido Pym…

Pero… si Arthur Pym había continuado elevándose hacia las más altas latitudes, ¿cómo su compañero Dirk Peters había podido volver al Norte, pasar el banco de hielo, el círculo polar y regresar a América, trayendo aquellas notas que fueron comunicadas a Edgard Poe?

A todas estas preguntas respondió Hunt conforme, según decía, a lo que varias veces le había contado el mestizo…

Según él, Dirk Peters llevaba en su bolsillo el cuaderno de Arthur Pym cuando se asió al témpano, y de este modo se salvó el diario que el mestizo puso a disposición del novelista americano.

—Compréndanme —repetía Hunt…—, pues yo les digo las cosas tal como las he sabido por Dirk Peters… Mientras la deriva le arrastraba, él gritó con todas sus fuerzas… Pym, el pobre Pym, había ya desaparecido en medio de la cortina de vapores. En cuanto al mestizo, alimentándose con los peces crudos que podía coger, fue arrastrado por una contracorriente a la isla Tsalal, donde desembarcó medio muerto de hambre.

—¡A la isla Tsalal! —exclamó el capitán Len Guy… —Y ¿cuánto tiempo hacía que la abandonó?

—Tres semanas… Sí…, tres semanas —según me ha dicho Dirk Peters.

—Entonces ha debido encontrar lo que restaba de la tripulación de
la Jane
—dijo el capitán—. A mi hermano William y a los que sobrevivan.

—No —respondió Hunt—; y Dirk Peters ha creído siempre que todos habían perecido… ¡Sí!; ¡todos! No había nadie en la isla…

—¡Nadie! —repetí muy sorprendido de esta afirmación.

—¡Nadie! —declaró Hunt.

—¿Pero la población de la isla Tsalal?…

—Nadie…, repito…, nadie… Isla desierta… ¡Sí!… ¡Desierta! Esto contradecía absolutamente algunos hechos de los que estábamos seguros. Después de todo, podía ser que, cuando Dirk Peters volvió a la isla Tsalal, la población, llena de espanto por causa ignorada, hubiera ya buscado refugio en el grupo del Sudeste, y que William Guy y sus compañeros estuvieran aun ocultos en las gargantas de Klock–Klock.

Esto explicaba la razón de no haberlos encontrado el mestizo, y también de que los sobrevivientes de la
Jane
no hubieran tenido nada que temer de los insulares durante los once años de su estancia en la isla. Por otra parte, puesto que Patterson les había dejado siete meses antes, si nosotros no los encontrábamos es que habían abandonado la isla Tsalal, convertida en inhabitable a consecuencia del temblor de tierra.

—¿De modo —insistió el capitán Len Guy— que al regreso de Dirk Peters, ni un habitante en la isla?

—¡Nadie! —repitió Hunt—. ¡Nadie! El mestizo no encontró un solo indígena.

—¿Y qué hizo entonces Dirk Peters? preguntó el contramaestre.

—¡Compréndanme! —respondió Hunt.

—Allí había una canoa abandonada, en el fondo de la bahía…, conteniendo carne seca y varios barriles de agua dulce. El mestizo se arrojó en ella. Un viento del Sur… sí, del Sur, muy vivo —el que con la contracorriente lo llevó sobre el témpano a la isla Tsalal— le arrastró durante semanas y semanas por el lado del banco de hielo, que pudo atravesar por un paso. Créanme, porque no hago más que repetir lo que Dirk Peters me ha dicho cien veces. ¡Sí! Un paso… y franqueó el círculo polar.

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