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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

La esfinge de los hielos (38 page)

BOOK: La esfinge de los hielos
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—Pero —pregunté yo entonces—, ¿nos veremos obligados a invernar en este
ice–berg
?

—¡El cielo nos guarde de tan terrible eventualidad! —respondió el capitán Len Guy.

—Después de todo, si fuera preciso, ya veríamos de arreglarnos, señor Jeorling —dijo el contramaestre—. Haríamos cuevas en el hielo, de forma que pudiéramos soportar los rigores del frío polar, y mientras tuviéramos con qué apaciguar el hambre…

En aquel momento, se presentaron a nuestra imaginación las abominables escenas de las que el
Grampus
fue teatro, y en la que Dirk Peters mató a Ned Holt, el hermano de nuestro maestro velero.

¿Llegaríamos alguna vez tales extremos?

Sin embargo, antes de proceder a las instalaciones de una invernada para siete u ocho meses, ¿no sería lo mejor abandonar el
ice–berg,
si era posible?

Sobre este punto llamé la atención del capitán Len Guy y de Jem West.

La respuesta a esta pregunta era difícil, y, fue precedida de largo silencio. Al fin, el capitán Len Guy dijo:

—¡Ese será el mejor partido; y si nuestra embarcación pudiera contenemos con todas las provisiones necesarias para un viaje que había de durar tres o cuatro semanas por lo menos! yo no dudaría en volver a darnos al mar para tomar la dirección Norte.

—Pero —hice observar— nos veríamos obligados a navegar contra el viento y contra, la corriente, y apenas si nuestra goleta podría conseguirlo… mientras que continuando hacia el Sur…

—¿Hacia el Sur? —repitió el capitán Len Guy, que me miró como si hubiera querido leer hasta el fondo de mi pensamiento.

—¿Por qué no? —respondí—. Si el
iceberg
no hubiera sido detenido en su marcha, tal vez hubiera derivado hasta alguna tierra en esta dirección…; —y lo que el
ice–berg
hubiera hecho—, ¿no podría hacerlo la canoa?

El capitán Len Guy sacudió la cabeza y no respondió. Jem West tampoco dijo nada.

—¡Eh!… Nuestro
ice–berg
acabará por levar el ancla —replicó Hurligueriy—. Así, lo más seguro es esperar, puesto que la canoa no puede llevar a los veintitrés que somos.

—No es preciso que los veintitrés se embarquen —insistí—. Bastaría con que cinco o seis de los nuestros reconociesen el largo en una distancia de 12 a 15 millas, dirigiéndose al Sur.

—¿Hacia el Sur? —repitió el capitán Len Guy.

—Sin duda, capitán —añadí—. Usted no ignora que los geógrafos admiten que las regiones antárticas están constituidas por un casquete continental.

—Los geógrafos nada saben de esto, ni nada pueden saber —respondió fríamente Jem West.

—También —dije— es de lamentar que no intentemos resolver la cuestión del continente polar estando tan cerca.

No creí conveniente insistir más, en aquel momento al menos.

Aparte esto, el envío de nuestra única embarcación a descubrir tierra presentaba peligros, ya porque la corriente la arrastrara lejos, ya porque no volviese. Efectivamente, si el
iceberg
se separaba del fondo y continuaba su interrumpida marcha, ¿qué sería de los hombres embarcados en la canoa?

Gran desgracia era que la barca fuera demasiado pequeña para albergarnos a todos con las provisiones suficientes. De los antiguos tripulantes quedaban diez hombres, contando a Dirk Peters; de los nuevos trece, o sea un total de veintitrés. Once o doce personas era el máximo de los que nuestra canoa podía contener; así, pues, once de nosotros hubieran tenido que ser abandonados sobre el islote de hielo…, los que la suerte designara. Y ¿qué sería de ellos?

Con este motivo, Hurliguerly hizo una reflexión que valía la pena de tenerse en cuenta.

—Después de todo —dijo—, no sé si los que se embarcaran serían más favorecidos por la suerte que los otros. Por lo que a mí se refiere, dejaría con mucho gusto mi plaza al que la quisiera.

¿Tendría tal vez razón el contramaestre? En mi pensamiento, cuando yo pedía que la canoa fuese utilizada, no era más que para efectuar un reconocimiento al largo del
ice–berg.
En fin, como conclusión, decidióse tomar las disposiciones necesarias en vista de una invernada, aun cuando nuestra montaña se pusiera en deriva.

—Eso será duro de aceptar por nuestros hombres —declaró Hurligueriy.

—No hay más remedio —respondió el lugarteniente—, y desde hoy a la faena.

¡Triste día aquel en que fueron comenzados los preparativos!

A decir verdad, no vi más que uno que se resignara sin queja: Endicott. El negro poco cuidadoso del porvenir, de carácter frívolo, como todos los de su raza, se resignaba fácilmente con su suerte, resignación que tal vez constituye la verdadera filosofía. Por lo demás, tratándose de cocinar, le importaba poco que fuese en uno u otro lado, desde el momento en que los hornillos estaban instalados en alguna parte.

Sonriendo dijo a su amigo el contramaestre:

—Por fortuna, mi cocina no se ha ido al fondo con la goleta, y tú verás, Hurligueriy, cómo confecciono platos tan excelentes como a bordo de la
Halbrane…,
claro es que mientras no falten provisiones.

—¡Bah!… No faltarán tan pronto, Endicott —respondió el contramaestre—. No es el hambre lo que hemos de temer, sino el frío, un frío que lo convierte a uno en hielo desde que se deja de bailar el zapateado… ¡Si tuviéramos aun algunas toneladas de carbón!… Pero, ¡ea!… Mal contado, no hay más que para hacer hervir el caldero.

—¡Y éste es, sagrado! —exclamó Endicott—. ¡Prohibido tocar a él! ¡La cocina ante todo!

—He aquí. Satanás negruzco, por qué tú no piensas en quejarte. ¡Estás seguro de calentarte las patas junto a tu horno!

—¡Qué quieres! Se es cocinero o no… Cuando se es se aprovecha, y yo te guardaré un sido ante la hornilla.

—¡Bien, bien, Endicott!… Pero cada uno tendrá su tumo. ¡Nada de privilegios, ni aun para un contramaestre! No le hay más que para ti, bajo pretexto de que estás entregado a las manipulaciones de la comida… En fin, preferible es no tener el temor del hambre. El frío se puede combatir y soportar. Haremos agujeros en el
ice–berg. ¿Por
qué no hemos de habitar en una morada común, en una gruta, que abriremos a golpes de pico? He oído decir que el hielo conserva el calor. Pues bien; que conserve el nuestro, y nada más pido…

Llegó la hora de volver al campamento y dormir. Dirk Peters, a solicitud suya, quedó guardando la goleta, y nadie pensó en disputarle el puesto.

El capitán Len Guy y Jem West no volvieron a sus tiendas hasta asegurarse de que Hearne y sus compañeros estaban en sus sitios de costumbre.

Yo me acosté. No puedo decir cuánto tiempo dormí, ni qué hora era cuando rodaba por el suelo por efecto de violenta sacudida.

¿Qué sucedía? ¿Era una nueva voltereta
del ice–berg
?

En un segundo estuvimos todos en pie; después fuera de las tiendas, en plena claridad de aquella noche polar: otra masa flotante de enormes dimensiones acababa de chocar contra nuestro
ice–berg,
que había «levado ancla», como dicen los marinos, y derivaba hacia el Sur.

XXVI
ALUCINACIONES

Un cambio inesperado se había producido en la situación. ¿Cuáles serían sus consecuencias? Después de haber permanecido inmóviles cerca del punto de intersección del meridiano 39 y del paralelo 89, la corriente nos arrastraba hacia el polo… Al primer sentimiento de alegría acababa de suceder todo el espanto de lo desconocido…

Solamente, tal
vez,
Dirk Peters se regocijaba ante la idea de haber tomado de nuevo el camino en el que se empeñaba en que encontrarían las huellas de su pobre Pym. ¡Qué otras ideas pasaban por la imaginación de sus compañeros!

—En efecto: el capitán Len Guy no tenía esperanza ninguna de recoger a sus compatriotas. No cabía duda de que William Guy y sus cinco marineros hubiesen abandonado la isla Tsalal desde hacía menos de ocho meses…; pero ¿dónde se habían refugiado? En treinta y cinco días habíamos franqueado una distancia de unas 400 millas sin haber descubierto nada. Aunque hubieran llegado al continente polar, al que mi compatriota Maury, en sus ingeniosas hipótesis, atribuye 1000 leguas de extensión, ¿qué parte de este continente hubiéramos elegido para teatro de nuestras investigaciones? Además, si la mar baña este extremo del eje terrestre, ¿no habrían sido los sobrevivientes de la
Jane
devorados por los abismos que una helada costra iba a cubrir bien pronto?

Perdida, pues, toda esperanza, se impuso al capitán Len Guy el deber de llevar a su tripulación hacia el Norte, a fin de franquear el círculo antártico mientras la estación lo permitía y éramos arrastrados al Sur.

Después del primer movimiento de que he hablado, la idea de que la deriva arrastraba al
ice–berg
en aquella dirección hizo que el espanto recobrara su imperio.

Téngase presente esto: que si no habíamos naufragado no era menos preciso resignarse a una larga invernada, renunciar a la probabilidad de encontrar uno de los balleneros que se dedican a la pesca entre las Orkneys y la Nueva Georgia y las Sandwich.

Al choque que había puesto a nuestro
ice–berg
a flote, inmensos objetos fueron lanzados a la mar. Los pedreros de la
Halbrane,
sus anclas, sus cadenas, una parte de la arboladura. Pero en lo que se refiere, al cargamento, gracias a la precaución tomada el día anterior de almacenarle, las pérdidas podían ser consideradas como insignificantes. ¿Qué hubiera sido de nosotros de perderse todos nuestros víveres en el abordaje?

De los ensayos practicados por la mañana, el capitán Len Guy dedujo que nuestra montaña de hielo descendía hacia el Sudeste.

Así, pues, ningún cambio se había efectuado en lo que se refería a la dirección de la corriente. En efecto: las otras masas movientes no habían cesado de seguir esta dirección, y una de ellas era la que había chocado sobre el flanco del Este. Al presente, los dos
ice–bergs
no formaban más que uno solo, que andaba con velocidad de dos millas por hora.

Lo que merecía reflexión era la persistencia de la corriente, que, desde el banco de hielo, arrastraba las aguas de aquella mar Ubre hacia el polo austral. Si, conforme con la opinión de Maury, existía un vasto continente antártico, ¿la referida corriente le rodeaba, o este continente, separado en dos partes por un estrecho, ofrecía salida a tales masas líquidas, y también a las masas flotantes que arrastraban en su superficie?

En mi opinión, no tardaríamos en salir de dudas sobre este punto; caminando con velocidad de dos millas, bastarían treinta horas para tocar en el punto donde se reúnen los meridianos terrestres.

En cuanto a si la corriente pasaba el polo, o si se encontraba allí tierra en la que podríamos acostar, era otra cuestión.

Y como yo hablara de esto con el contramaestre, me respondió:

—¡Qué quiere usted, señor Jeorling; si la corriente pasa el polo, pasaremos con ella, y si no pasa no pasaremos! No somos dueños de ir donde nos plazca. Un témpano no es un navío; y
como
carece de velamen y de timón, va donde la deriva le lleva.

—Convengo en ello, Hurligueriy. Por eso pensaba que embarcándose dos o tres en la canoa.

—¡Siempre esa idea!…

—Siempre, porque, si hay tierra en alguna parte, ¿no es posible que los hombres de
la Jane…
?


¿Hayan llegado a ella… a 400 millas de la isla Tsalal?

—¡Quién sabe, contramaestre!

—Sea; pero permítame usted que le diga que esos razonamientos estarán en su punto cuando la tierra aparezca, si es que aparece. Nuestro capitán verá lo que conviene hacer, recordando que el tiempo apremia. No podemos permanecer mucho en esos parajes, y bien mirado, nada importa que el
ice–berg
no nos lleve ni hacia las Falklands ni hacia las Kerguelen, si logramos salir por alguna otra parte. Lo esencial es haber franqueado el círculo polar antes que el invierno le haya hecho infranqueable.

Hay que convenir en que las palabras de Hurligueriy estaban inspiradas por el sentido común.

Mientras se ejecutaban los preparativos, conforme a las disposiciones dictadas por el capitán Len Guy y vigiladas por el lugarteniente, subí varias veces a la cima del
ice–berg.
Allí, sentado en la extremidad, no cesaba de recorrer el horizonte con ayuda del anteojo. De vez en cuando la línea circular de aquel se interrumpía al paso de una montaña flotante o se ocultaba tras las brumas.

Desde el sitio que yo ocupaba, a una altura de 140 pies sobre el nivel del mar, estimaba en más de 12 millas el campo de mi mirada. Hasta entonces ningún lejano contorno se dibujaba en el fondo del cielo.

En dos ocasiones el capitán Len Guy se izó hasta aquella cima con el objeto de tomar altura.

El resultado de la observación el 30 de Enero fue el siguiente:

Longitud, 67° 19'Oeste.

Latitud, 89° 21'Sur.

De esta observación se deducía una doble conclusión.

La primera era, que desde nuestra última posición en longitud, la corriente nos había arrastrado unos 20° al Sudeste.

La segunda, que el
ice–berg
no se encontraba más que a unas 40 millas del polo austral.

Durante aquel día la mayor parte del cargamento fue transportado al interior de una ancha quebradura que el contramaestre había descubierto en el flanco Este, donde en caso de nuevo choque, cajas y barriles estarían en seguridad. En lo que se refiere al hornillo de la cocina, nuestros hombres ayudaron a Endicott para que la instalara entre dos bloques, de forma que quedase bien sujeta, y amontonaron en la proximidad varias toneladas de carbón.

Estos trabajos fueron ejecutados sin queja ni murmullo. El silencio estaba restablecido en la tripulación; verdad que el capitán ni el lugarteniente mandaban nada que no se debiese hacer y sin retrasos. Pero andando el tiempo ¿no volvería el abatimiento a hacer presa en nuestros hombres? El que la autoridad de los jefes no fuera aun menospreciada ¿significaba que no lo fueran pasados unos días? Claro es que podría contar con el contramaestre, con Hardie ya que no con Martín Holt, y tal vez con dos o tres de los antiguos. Pero respecto a los demás, sobre todo a los reclutados en las Falklands, que sólo ambicionaban que terminase campaña tan desastrosa, ¿resistirían el deseo de apoderarse de la canoa y huir?…

No obstante, en mi opinión, tal eventualidad no era de temer mientras el
ice–berg
fuera en derivación, pues la embarcación no hubiera podido ganarle en velocidad. Pero si encallaba de nuevo, si chocaba contra el litoral de un continente o de una isla ¿qué no harían aquellos desdichados para sustraerse a los rigores de la invernada?

BOOK: La esfinge de los hielos
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