Read La espada de San Jorge Online
Authors: David Camus
Morgennes sonrió débilmente y le mostró los centenares de mariposas negras y blancas que revoloteaban en torno a ellos.
—¡Ellas también han sobrevivido!
—No es lo mismo —dijo María Comneno—. Las larvas de las que surgieron se alimentan de estas setas. Es como si fueran sus hijos, inmortales.
De pronto, después de haberse rehecho, Morgennes les preguntó, alarmado:
—¿Y el órgano?
Gargano y María Comneno intercambiaron una mirada, a la vez sorprendida y horrorizada.
—¡Lo hemos olvidado! —exclamó María.
—Cuando te caíste, corrimos hacia ti y no pensamos más en él.
Los tres amigos miraron el órgano, que parecía más viejo que nunca. Entonces, como un soldado extenuado que hubiera montado guardia hasta la llegada del relevo, el viejo órgano entregó su alma. Uno de los tubos de boca de dragón se desprendió del instrumento y cayó al pantano. Luego fue el soberbio pedalero, un sistema único en el mundo, puesto a punto por el padre de Filomena, el que se rompió y cayó a su vez al fango. El resto del órgano se descompuso justo después.
—Tenemos que marcharnos inmediatamente —dijo Morgennes.
—¿Marcharnos? —inquirió María.
—¿Para hacer qué? —añadió Gargano. —Bien. Ya veo. Vuestra memoria se está borrando.
Sin perder un instante, Morgennes desenrolló la cuerda que llevaba alrededor del torso y la ató a María y a Gargano.
—Confiad en mí. Quedaos a mi lado, seguid mis pasos y todo irá bien.
Después de haberse asegurado de la solidez de los nudos, se dirigió hacia el sur. Por primera vez en su vida debía realizar un gran esfuerzo para recordar. Para él era a la vez algo nuevo y extraño. Pero no desagradable.
—Veamos —se dijo—. ¿Por dónde debemos ir? ¡Ah sí! Por aquí, seguir el resplandor de los Montes de la Luna.
Morgennes dirigió la marcha a través de los pantanos sin dejar de hablar. Les decía todo lo que le pasaba por la cabeza, y les hablaba mucho de ellos. Le describió a María el atuendo que llevaba la primera vez que se encontraron. Y María lo recordó. Y rememoró las largas veladas pasadas con Gargano bebiendo vino y discutiendo. Gargano pretendía conocer el lenguaje de los animales.
—¿Recuerdas a Frontín?
—¡Desde luego! —exclamó Gargano—. ¡Un condenado bromista! Listo como el diablo, y de lo más espabilado. El mejor compañero que haya tenido nunca.
—Entonces, ¿por qué lo dejaste con Azim?
Gargano no recordaba a Azim. Pero dijo a Morgennes:
—Supongo que fue justamente porque le quería. No quería someterlo a algo así. Amar a alguien también es aceptar abandonarlo. O separarte de él.
Morgennes no hizo ningún comentario, pero entonces María le preguntó:
—Te llamaban el «Caballero no sé qué», ya no me acuerdo.
—El «Caballero de la Gallina» —dijo Morgennes sonriendo.
—¿Tenías una gallina? —inquirió María.
—Es verdad —dijo Gargano—. Ya me acuerdo. Una gallina rojiza muy pequeñita, que os quería mucho, a ti y a alguien más...
Ya no recordaba quién era ese «alguien más» a quien la gallina quería tanto. Por otro lado, tampoco se acordaba del nombre del animal. Pero recordó esto:
—Hablábamos mucho de ti, ella y yo. Cada mañana iba a verla, y me sorprendía que siguiera sin poner huevos. La pobre estaba aterrorizada. Pero apreciaba que la protegieras. Y tenía un sueño; porque sí, era una gallina que soñaba.
—¿Y con qué soñaba? —preguntó Morgennes.
—¿De quién estáis hablando? —dijo María.
Gargano y Morgennes miraron a María. Sus ojos empezaban a velarse. ¡Tenían que darse prisa!
—Soñaba —susurró Gargano— con ser a los pájaros lo que los caballeros son a los hombres de a pie. ¡Una hermosa ave de presa! ¡Mejor aún, un halcón peregrino! Era su sueño secreto.
Morgennes sonrió de nuevo. ¿Cocotte un halcón? Bien, por qué no.
Habían avanzado a buen ritmo, y el lindero del bosque se dibujaba ya nítidamente ante ellos. Los árboles eran tan altos que les ocultaban la cumbre de la montaña, pero seguían percibiendo su luz centelleante, que se abría paso a través de la vegetación.
—¡Ya llegamos! —dijo Morgennes—. ¡Resistid, amigos! ¡Resistid!
Tiró de la cuerda para animarles a acelerar el paso. Pero María estaba agotada; parecía apagada. Entonces Morgennes miró a Gargano y le preguntó:
—¿Aún sabes correr?
—Desde luego —dijo Gargano.
—Llevaré a María a hombros y haremos el resto del camino a paso de carrera.
—Perfecto —dijo Gargano.
Morgennes se acercó a María y se dispuso a levantarla. Sin embargo, con gran sorpresa por su parte, comprobó que era increíblemente pesada. En realidad no lo era tanto, pero Morgennes no tenía la fuerza de antes.
—¿Gargano?
—¿Quién me llama? —preguntó el gigante.
—¡Necesito tu ayuda!
—No hay problema —respondió el gigante, que empezaba a tener una expresión un poco ida.
Morgennes le pidió que llevara a María Comneno a hombros, lo que Gargano hizo sin rechistar. Luego corrieron por los pantanos, procurando evitar las pozas de agua, saltando por encima de los troncos de árbol, pendientes de no tropezar ni de trabarse los pies en la cuerda que les unía. Finalmente llegaron a la jungla y se pusieron a cubierto bajo los árboles. Los dos hombres estaban sin aliento, pero sanos y salvos.
—¡Lo logramos! —dijo Morgennes.
Gargano, que recuperaba el aliento doblado en dos, no respondió. Había depositado a María a sus pies, donde esta se había quedado dormida.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Morgennes.
—Creo que estoy bien. Gracias, amigo. Nunca olvidaré lo que acabas de hacer.
—¡Cuento con ello! ¿Y María? —añadió mirándola.
—Creo que una noche de descanso le sentará de maravilla. Pero a partir de ahora Nicéforo el Grande y toda la Compañía del Dragón Blanco pertenecen al pasado.
El pasado. En ese momento Morgennes se acordó de...
—¡Dodin!
Había gritado tan fuerte que los pájaros salieron volando asustados de los árboles, y luego se pusieron a trazar círculos sobre ellos. El propio Gargano se sobresaltó.
—¡He olvidado a Dodin! —dijo Morgennes—. ¡Tengo que volver! No puedo abandonarle en esos pantanos.
—Si vuelves allí —dijo Gargano con aire sombrío—, no regresarás jamás.
—Escucha —replicó Morgennes—, he reflexionado mucho. En cierto modo, Dodin y sus amigos me hicieron lo que yo he hecho a... —Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el nombre—. Guyana. Si no soy capaz de perdonar a Dodin, ¿cómo podrá perdonarme Guyana? ¡Tengo que salvar a Dodin!
Levantó los ojos al cielo y pidió perdón a Dios por haber dudado de Él.
—Morgennes, no vayas. Dodin no lo vale...
—Sí, lo vale. Tú, mientras tanto, velarás por María y la llevarás junto a Amaury. Todo lo que os pido es que sigáis el Nilo, cuando lo encontréis. Según los viejos escritos, pasa bajo la montaña. Allí hay un subterráneo... Exploradlo. Quién sabe, tal vez encontréis una ruta que conduzca al mar Rojo.
Gargano frotó sus grandes manos, tomó aire, contrariado, y declaró:
—No, Morgennes. Te esperaré. Te doy tres días. Si dentro de tres días no has vuelto, me iré.
—Muy bien. Oye, Gargano, hay un último favor que quiero pedirte.
—Todo lo que desees.
—Sé que es complicado; pero te lo suplico, encuentra a Guyana. Debe de estar en algún lugar en Egipto, probablemente en El Cairo. Protégela. Sobre todo, protege a su hijo. Está embarazada. Es posible que me guarde rencor, que esté enfadada conmigo. De modo que te pido, por favor, que sobre todo no le hables de mí, o te echaría. No le digas que soy yo quien te ha enviado para protegerla. Y si es posible, llévala a casa. Allí tengo un amigo, el propietario de esa gallina. Se llama... Chrétien de Troyes.
—Te lo prometo —dijo Gargano, escupiendo al suelo.
Luego abrió sus grandes brazos y sonrió ampliamente.
—¡Vaya, así que vas a ser papá!
Morgennes habló a Gargano de su futuro hijo. No tenía ni idea del número de días, semanas o meses que habían transcurrido desde que Guyana había partido, pero sabía que su hija debía nacer hacia la Navidad. Dos días antes, si había que creer a los coptos.
—El día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besen —murmuró Gargano.
—¿Qué estás diciendo? ¿De qué hablas?
—De una antigua leyenda. Según los ofitas, el día en el que la Cabeza y la Cola de la Serpiente se besen, el mundo temblará. Se supone que este día anuncia la victoria de los Hijos de la Serpiente. Y ese día debe caer justamente dos días antes de Navidad, en san Audoeno.
Gargano explicó a Morgennes que la Cabeza y la Cola de la Serpiente eran los términos empleados por los ofitas para describir las órbitas de la luna y del sol.
—Creo que lo sabía —dijo Morgennes—. Azim me había hablado de ello.
—¿Quién? —preguntó Gargano.
—El nuevo amo de Frontin.
—Ah —dijo Gargano—. Ya veo...
El gigante parecía un poco triste; de modo que Morgennes decidió no diferir por más tiempo su separación. Le pasó la mano por el hombro y le dijo:
—Hasta dentro de tres días, a más tardar.
—Hasta dentro de tres días —respondió Gargano.
Por la noche, estas piedras preciosas brillaban con tanta
intensidad que uno creía encontrarse en pleno día,
cuando luce el sol de la mañana.
CHRÉTIEN DE TROYES,
Erec y Enid
Morgennes estaba muerto, era evidente.
Después de haber esperado en vano más de una semana en el bosque, en el lindero de los pantanos, Gargano decidió partir. María quería esperar un poco más, pero Gargano le dijo:
—Prometí a Morgennes que velaría por los suyos. Además, debo acompañaros junto al rey Amaury, al que vuestro tío os prometió.
—¿Mi tío? —preguntó María.
Gargano lanzó un profundo suspiro. Ya hacía varios días que intentaba reavivar su memoria, pero María había olvidado gran parte de su vida anterior.
—Sois la sobrina nieta de un gran emperador. ¿No lo recordáis?
—No muy bien —dijo María, esbozando una tímida sonrisa. —Soñabais con ser libre.
—¿Acaso no lo soy?
Gargano parecía azorado. Se sentía a la vez avergonzado y culpable, porque echaba en falta a Nicéforo, y María le intimidaba.
De modo que le contó a María cómo se habían conocido Nicéforo y él.
«Estaba durmiendo, en mi montaña, en los montes Caspios, cuando un convoy me pasó por encima. Y si hay algo que detesto es que interrumpan mi sueño. Porque apenas hacía seis siglos y medio que dormía, cuando para mí una buena noche de sueño se alarga unos mil años. No hará falta que os diga, pues, que me encontraba de pésimo humor cuando los carros cargados de material y de víveres me magullaron el cuerpo, obligándome a ponerme de lado para dejarles pasar. Vuestros obreros creyeron que era un desprendimiento, y yo no hice nada para convencerles de su error, pero tras adoptar la apariencia de un hombre, fui a interrogarles sobre las razones de su presencia en mi dominio. Porque debo confesar que, antes que nada, soy curioso como un hurón...
»—¿Adónde vais? —pregunté a uno de los infantes.
»—Es un secreto —me respondió secamente el guardia, que hacía grandes esfuerzos para no parecer impresionado.
»—Humm... —gruñí yo, haciendo crujir las articulaciones de mis dedos.
»Mis manos eran tan enormes —doblaban en tamaño a su cabeza— que vuestros soldados palidecieron y retrocedieron.
»—¿Quién sois vos? —me preguntó uno de ellos, con voz temblorosa.
»—¿Y qué hacéis aquí? —se atrevió a preguntar otro.
»—¡Llevadnos ante vuestro jefe! —exclamó un tercero, envalentonado.
»—No —repliqué yo—. ¡Llevadme vosotros ante vuestro jefe, u os pesará!
»Y golpeé el suelo con el pie con tanta fuerza que toda la tierra tembló en millas a la redonda. Dos soldados corrieron a buscar a Nicéforo, mientras los demás me rodeaban, teniendo buen cuidado de mantenerse a una distancia prudencial.»
María escuchaba a Gargano. Estaba tan fascinada que no le preocupaba discernir lo verdadero de lo falso.
«Yo me había sentado —prosiguió Gargano—, porque todavía estaba en brazos de Morfeo. Pero apenas había tenido tiempo de esbozar un bostezo, cuando un curioso petimetre se acercó a mí. Un jovenzuelo de aire despierto y gentil, que, con las manos apoyadas en las caderas como un capitán en la proa de su barco, inquirió sonriente:
»—Os deseo un buen día, señor gigante. ¿Puedo saber con quién tengo el honor de hablar?
»"Un buen día." ¡Me había deseado un buen día! ¡Y me había llamado "señor"! ¡Tenía "el honor" de dirigirse a mí! ¡Pardiez! ¡Ese tipo me gustaba! Irguiéndome en toda mi estatura, le tendí la mano para saludarle. Por desgracia, aún medio dormido, había calculado mal mis medidas, y cuando me incorporaba alcanzaba unos buenos treinta pies de largo.
«Asustados, los humanos retrocedieron, blandiendo sus picas; excepto el doncel, que se limitó a inclinarse hacia atrás para no perder contacto con mis ojos.
»—¡No quería molestaros! —dijo sonriendo, con las manos en torno a la boca.
»Luego me tendió la mano a su vez.
»—Me llamo Nicéforo, y soy el jefe de esta expedición. Encantado de conoceros, señor.
»Le cogí la mano con suavidad, esforzándome al máximo en ser delicado, y murmuré:
»—Gargano.
»—¡Tenéis el mismo nombre que esta montaña! —dijo Nicéforo, sorprendido.
»Yo me rasqué la cabeza y repliqué en tono melifluo:
»—Es normal, ya que soy yo.
»—¡Fantástico, un genio de estos parajes! —exclamó Nicéforo entusiasmado, sin mostrar ninguna sorpresa—. ¿No os placería uniros a nosotros? ¡Veréis mundo! ¡Y además pagamos bien! ¿Cuántas piedras queréis?
»—Es tentador, pero mi noche aún no ha acabado —respondí yo—. ¿No podríais pasar un poco más tarde, cuando me despierte?
»—¿Cuánto tiempo necesitáis?
»—Trescientos de vuestros años.
»—Por desgracia, no —respondió Nicéforo—. Lo lamento, podéis creerme. ¡Pero puedo proporcionaros bebidas que os calienten la sangre! ¡Vamos, venid! Tengo un montón de hermosas historias que contaros. Estoy seguro de que os morís de ganas de oírlas, ¿no es cierto?
»—No sé... —dije yo—. Ya conozco un montón de historias. Mis amigas las marmotas y los demás animales de la región me las cuentan a millares.