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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (4 page)

BOOK: La espada del destino
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—¿Y qué pasó para que Niedamir no te llevara con él? —preguntó Geralt mientras miraba torvamente al poeta—. Pues estabas en Holopole cuando partió. ¿Acaso al rey no le gustan los artistas? ¿Cuál fue la causa de que estés aquí asándote en vez de tocar tus romances junto al estribo del rey?

—La causa fue una joven viuda —dijo Jaskier de mal humor—. Así se la lleve el diablo. Remoloneé un poco y al día siguiente Niedamir y el resto ya estaban al otro lado del río. Se llevaron consigo hasta a ese Comecabras y a los batidores de la milicia holopolaca; sólo de mí se olvidaron. Se lo estoy explicando aquí al decurión y él a lo suyo...

—Hay salvoconducto, se pasa —dijo impasible el alabardero al tiempo que se apoyaba en la pared de la caseta de guardia—. No lo hay, no se pasa. Órdenes...

—Oh —le interrumpió Tres Grajos—. Las muchachas vuelven con la cerveza.

—Y no solas —añadió Jaskier, levantándose—. Mirad qué caballo. Como un dragón.

Desde un bosquecillo de abedules venían cabalgando a paso vivo las zerrikanas, flanqueando a un jinete que iba sobre un semental enorme, rebelde, nervioso.

El brujo también se levantó.

El jinete llevaba un caftán violeta de terciopelo con cordoncillos de seda y un corto abrigo con forro de marta. Erguido en su silla, los miraba orgulloso. Geralt conocía tal mirada. Y no era especialmente de su agrado.

—Os saludo, señores. Me llamo Dorregaray —se presentó el jinete mientras descabalgaba despacio y orgullosamente—. Maestro Dorregaray. Nigromante.

—Maestro Geralt. Brujo.

—Maestro Jaskier. Poeta.

—Borch, llamado Tres Grajos. Y a mis muchachas, las que están quitando el bitoque del barrilete, ya las conocéis, don

Dorregaray.

—Cierto, de hecho —dijo el hechicero sin sonreír—, intercambiamos saludos, yo y las hermosas guerreras de Zerrikania.

—Bueno, entonces, ¡salud! —Jaskier repartió los vasillos de cuero que había traído Vea—. Bebed con nosotros, señor hechicero. Don Borch, ¿le damos también al decurión?

—Claro. Ven acá con nosotros, soldadillo.

—Juzgo —dijo el nigromante, después de haber bebido un pequeño y distinguido trago— que a los señores les ha traído a la barrera del puente el mismo objetivo que a mí.

—Si os referís al dragón, don Dorregaray —dijo Jaskier—, así es. Quiero pasar allá y componer una balada. Por desgracia, aquí el decurión, persona por lo visto sin modales, no me deja pasar. Exige un salvoconducto.

—Mil perdones pido. —El alabardero bebió su cerveza y chasqueó la lengua—. Me mandaron no dejar a ninguno pasar sin salvoconducto, so pena de mi pescuezo. Y por lo visto Holopole toda entera ha juntado carros y quiere subir al monte a por el dragón. Prohibido tengo...

—Tus órdenes, soldado —Dorregaray frunció el ceño—, se refieren a esa chusma, que podría mercadear, a las putas, que podrían sembrar el desenfreno y la repugnante flojera, a los ladrones, alborotadores y tunantes. Pero no a mí.

—No pasa nadie sin salvoconducto —se enfureció el decurión—. Maldita sea...

—No maldigas —le interrumpió Tres Grajos—. Mejor échate otro trago. Tea, sirve a este valiente soldado. Y sentémonos, señores. Beber de pie, a toda prisa y sin la solemnidad correspondiente no es propio de nobles caballeros.

Se sentaron en las vigas alrededor del barrilete. El alabardero, recién ordenado caballero, enrojeció de satisfacción.

—Bebe, valiente centurión —le animó Tres Grajos.

—Decurión soy, que no centurión.

El alabardero enrojeció aún más.

—Pero llegarás a centurión, seguro. —Borch sonrió—. Eres hombre de luces; ascenderás en un suspiro.

Dorregaray, rechazando otra ronda, se volvió hacia Geralt.

—En la ciudad aún se habla del basilisco, noble brujo, y tú ya vas detrás del dragón, por lo que veo —dijo en voz baja—. Interesante, ¿tan necesitado estás de dinero o es por simple gusto que matas a seres amenazados de extinción?

—Extraña curiosidad —respondió Geralt— por parte de alguien que se las pela para llegar a tiempo a la matanza del dragón y poder sacarle los dientes, valioso componente de pomadas y elixires hechiceriles. ¿Es acaso verdad, noble hechicero, que los que se arrancan a un dragón vivo son los mejores?

—¿Estás seguro de que por eso voy allí?

—Lo estoy. Pero ya se te ha adelantado alguien, Dorregaray. Una compañera tuya ha tenido ya tiempo de acudir con un salvoconducto que tú no tienes. Morena, si te interesa.

—¿En un caballo negro?

—Al parecer.

—Yennefer —dijo Dorregaray, abatido.

Al brujo le recorrió un escalofrío que nadie percibió.

Cayó un silencio que fue interrumpido por un eructo del futuro centurión.

—Nadie... sin salvoconducto...

—¿Bastarían veinte Untares? —Geralt sacó con serenidad la bolsa que había recibido del gordo alcalde.

—Geralt —sonrió enigmáticamente Tres Grajos—, sin embargo...

—Perdóname, Borch. Lo siento; no voy con vosotros a Hengfors. Quizás otro día. Quizá volvamos a encontrarnos.

—Nada me obliga a ir a Hengfors —dijo despacio Tres Grajos—. Nada de nada, Geralt.

—Guardad ese saquete, señor —habló con voz amenazadora el futuro centurión—. Esto, corrupción normal y corriente es. Ni por trescientos os dejaría pasar.

—¿Y por quinientos? —Borch sacó su bolsa—. Guarda tu saquete, Geralt. Yo pago el peaje. Ha empezado a divertirme esto. Quinientos, señor soldado. Cien por cabeza, contando a mis muchachas como una sola hermosa cabeza. ¿Qué?

—Ay, ay, ay —se lamentó el futuro centurión, guardando bajo el gabán la bolsa de Borch—. ¿Qué le diré al rey?

—Dile —habló Dorregaray, incorporándose y sacando del cinturón una varita de marfil muy adornada— que el miedo te paralizó cuando viste.

—¿Qué vi, señor?

El hechicero agitó la varita, gritó un encantamiento. Un pino que crecía en el talud de la orilla del río estalló en fuego, en un instante se cubrió de furiosas llamas, completamente, desde el suelo hasta la copa.

—¡A los caballos! —Jaskier, levantándose, se colgó el laúd a la espalda—. ¡A los caballos, señores! ¡Y señoras!

—¡Fuera la barrera! —aulló a los alabarderos el rico decurión que tenía muchas posibilidades de convertirse en centurión.

En el puente, más allá de la barrera, Vea tiró de las riendas; el caballo bailoteó, golpeó con los cascos sobre las tablas. La muchacha agitó las trenzas y lanzó un agudo grito.

—¡Bravo, Vea! —repuso Tres Grajos—. ¡Adelante, nobles señores, al galope! ¡Cabalgaremos a la zerrikana, con lelilíes y estruendos!

IV

—Va, mirad —dijo el mayor de los Sableros, Boholt, enorme e imponente como un tronco de roble viejo—. Niedamir no os mandó a tomar los vientos, señores míos, aunque yo seguro estaba de que iba a hacerlo. En fin, no somos quién, las gentes del común, para cuestionar decisiones de reyes. Os invitamos a la lumbre. Haceos campamento, paisanos. Y así, entre nosotros, brujo, ¿de qué hablaste con el rey?

—De nada —dijo Geralt, mientras apoyaba la espalda cómodamente en una montura que estaba puesta junto a la hoguera—. Ni siquiera salió de la tienda a vernos. Nos envió sólo a su totumfactum, como se llame...

—Gyllenstiern —dijo Yarpen Zigrin, un enano rechoncho y barbado, mientras dejaba caer un enorme y resinoso tocón que había traído del bosque—. Un currutaco arrogante. Un guarro bien gordo. Cuando nos unimos a ellos, va y viene a mí, la nariz hasta las nubes: eh, eh, recordad las cosas, enanos, quién manda aquí, a quién hay que obedecer, aquí, el rey Niedamir manda, y su palabra es ley y dale. Me levanté y le oí, y pensaba que iba a decirles a mis mozos que le tiraran al suelo y que me le iba a mear en la capa. Pero me retuvo, ¿sabéis?, el pensar que otra vez iban a decir por ahí que si los enanos son malos, que si agresivos, que si hijos de puta y que si no es posible la... cómo se dice, joder... la coensistencia, o como coño se diga. Y que otra vez iba a haber algún pogromo en algún pueblo. Le escuché, muy fino yo; movía la cabeza.

—Parece entonces que don Gyllenstiern no sabe decir otra cosa —dijo Geralt—. Porque a nosotros lo mismo nos dijo y también acabamos moviendo la cabeza.

—A mi entender —habló el segundo de los Sableras, colocando una pelliza sobre un montón de ramas—, malo ha sido que Niedamir no sus haya echado. Tanta copia de gentes va a por ese dragón que hasta da miedo. Un hormiguero. Esto no es ya una partida de caza, sino un velatorio. Pelear entre tantas apreturas no me gusta.

—Calla, calla, Devastadón —dijo Boholt—. En compañía mejor se viaja. ¿Qué te pasa?, como si no hubieras cazado ya dragones. Tras los dragones siempre una tupa de gentes va, una feria casi, un lupanar con ruedas. Pero cuando el bicho aparezca, ¿sabes quién quedará en el campo? Nosotros y no más.

Boholt calló por un instante, pegó un buen trago de una damajuana rodeada de mimbre, se sopló los mocos sonoramente, tosió.

—Otra cosa —siguió— es que la práctica nos enseña que más de una vez, después de apiolar al dragón, empieza la fiesta y la matanza, y ruedan cabezas como si fueran garbanzos. Sólo cuando se parte el tesoro se tiran los cazadores al cuello unos a otros. ¿Qué, Geralt? ¿Eh? ¿Tengo razón? Brujo, a ti te digo.

—Conozco tales casos —confirmó Geralt muy seco.

—Conoces, dices. Seguro que de oídas, porque hasta mis orejas no llegó que hubieras matado a dragón alguno. En toda mi vida no oí que un brujo cazara dragones. Por eso, más raro que nada es el que hayas aparecido por aquí.

—Cierto —ceceó Kennet, llamado el Cortapajas, el más joven de los Sableros—. Raro es. Y nosotros...

—Espera, espera, Cortapajas. Estoy yo hablando —le cortó Boholt—. Y de todos modos, no pienso hablar largo. Si el brujo ya sabe de lo que trato... Yo lo conozco y él me conoce; hasta ahora en el camino no nos estorbamos y creo que así seguiremos. Porque, mirad, muchachos, si yo, es un suponer, le quisiera estorbar al brujo en su trabajo o arramplarle el botín ante sus narices, pues entonces el brujo me partiría en dos con su garrancha y con razón. ¿Me equivoco?

Nadie afirmó ni negó. No parecía que Boholt necesitara ni una cosa ni otra.

—Así pues —siguió—, en compañía mejor se viaja, como dije. Y en una campaña un brujo puede ser de provecho. Los alrededores son selvas y despoblados; si se nos aparece un espanto o un girador, o una estrige, nos puede liar una buena. Y si Geralt está cerca, no habrá problema ninguno, porque ésta es su especialidad. Pero el dragón no es su especialidad. ¿Verdad?

De nuevo nadie afirmó ni negó.

—El señor Tres Grajos —siguió Boholt, pasando la damajuana al enano— está con Geralt y esto me basta y me sobra como garantía. Entonces, ¿quién os estorba: Devastadón, Cortapajas? ¿No será Jaskier?

—Jaskier —dijo Yarpen Zigrin, mientras le daba la garrafa al bardo— siempre aparece allá donde algo pasa, y todos saben que no estorba, no ayuda y que la marcha no retrasa. Como una pulga en el rabo de un perro. ¿No, muchachos?

Los «muchachos», unos enanos cuadrados y barbudos, se rieron mesándose las barbas. Jaskier se echó su sombrerillo hacia atrás y pegó un trago de la damajuana.

—Oooooh, la puta. —Jadeó, tomó aire—. Hasta se le come a uno la voz. ¿De qué esta hecho, de escorpiones?

—Una cosa no me gusta, Geralt —dijo Cortapajas, y aceptó la botija del ministril—. Que nos hayas traído aquí al hechicero ése. Se nos salen los hechiceros hasta por las orejas.

—Cierto —le tomó la palabra el enano—. Cortapajas con razón habla. Ese Dorregaray nos es aquí tan necesario como una montura a un puerco. Desde hace no mucho tenemos ya nuestra propia bruja, la noble Yennefer, lagarto, lagarto.

—Sííí —dijo Boholt mientras se rascaba su nuca de toro, de la que hacía un instante había descolgado un collarín de cuero armado con tachuelas de acero—. Hechiceros aquí hay demasiados, señores míos. En concreto dos de más. Y demasiado se han pegado ellos a nuestro Niedamir. Mirad sólo cómo nosotros estamos aquí, bajo las estrellas, a la lumbre, y ellos, señores míos, bien calentitos, en la tienda del rey, maquinan algo, las zorras astutas. Niedamir, la bruja, el hechicero y Gyllenstiern. Pero Yennefer es la peor. Y ¿os digo lo que traman? Cómo darnos por culo, eso es.

—Y corzo que comen, los tíos —añadió, triste, Cortapajas—. Y ¿qué hemos comido nosotros? ¡Marmota! Y la marmota, os pregunto, ¿qué es? Una rata, no otra cosa. Entonces, ¿qué es lo que hemos comido? ¡Una rata!

—Déjalo —habló Devastadón—. A poco probaremos cola de dragón. No hay nada como la cola de dragón asada a la parrilla.

—Yennefer —siguió Boholt— es una hembra malvada, perversa y deslenguada. No como vuestras muchachas, don Borch. Ellas calladitas son, y amables, oh, mirad, están sentadas al lado de los caballos, afilan el sable, y pasé al lado, les conté un chiste y se rieron, me mostraron sus dientecillos. Sí, me agradan, no como esa Yennefer que sólo trama y trama. Os digo, hay que andarse con cuidado, que si no, a la mierda nuestro acuerdo se irá.

—¿Qué acuerdo, Boholt?

—¿Qué, Yarpen, se lo decimos al brujo?

—No veo por qué no —dijo el enano.

—No queda orujo —se entrometió Cortapajas, poniendo la damajuana boca abajo.

—Pues trae más. Tú eres el más mozo, señor mío. Y el acuerdo, Geralt, nosotros nos lo pensamos, porque mercenarios o esbirros de pago no somos, y no nos va a mandar Niedamir a por el dragón echándonos un par de piezas de oro a los pies. La verdad es que nosotros nos las apañamos con el dragón sin Niedamir, pero Niedamir sin nosotros no se las apaña. Y así está claro quién vale más y a quién la parte más sustanciosa le corresponde. Y pusimos el asunto honradamente: aquellos que a una lucha mano a mano vayan y al dragón cacen, se llevan la mitad del tesoro. Niedamir, a causa de su nacimiento y sus títulos, se lleva un cuarto, lo quiera o no. Y el resto, si acaso ayudaran, se parten entre ellos el cuarto que sobra, a partes iguales. ¿Qué piensas de esto?

—Y ¿qué es lo que piensa Niedamir?

—No dijo ni que sí ni que no. Pero más le vale no ponerse en medio, al criajo. Os digo: él sólo contra el dragón no se va a echar, tiene que dejárselo a los profesionales, es decir, a nosotros, Sableros, y Yarpen y sus muchachos. Nosotros, y no otros, nos echamos al dragón a distancia de espada. El resto, incluidos los hechiceros, si prestan ayuda honradamente, se partirán entre sí un cuarto del tesoro.

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