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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (40 page)

BOOK: La esquina del infierno
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Sus pensamientos retornaron de nuevo a Marisa Friedman. Una isla desierta. Dos viejos espías. Se tocó los labios donde ella le había besado. No podía decir que no hubiese sentido … algo. De hecho, ella había dejado claro que estaba dispuesta a ir mucho más lejos que un beso.

¿Y su oferta de marcharse juntos? Una mujer bella. Una dama inteligente. Una mujer que había trabajado en el mismo mundo que él. Al principio Stone había pensado que era una ridiculez. Le había dicho que se lo pensaría solo para no contrariarla.

¿Ahora? Ahora tal vez sí que se lo planteara. ¿Qué le quedaba ahí? Tenía a sus amigos, pero en ese momento cualquiera que estuviese cerca de él también iba a sufrir. Ya se encargaría de ello Riley Weaver. Todo se había desintegrado a una velocidad sorprendente.

Por fin el dolor de cabeza cedió y se puso una chaqueta, dejó la casa y caminó por los terrenos conocidos de Mount Zion. Incluso en la oscuridad sabía dónde estaba cada lápida, cada sendero, cada árbol. Se detuvo delante de unas cuantas tumbas de personas fallecidas hacía mucho tiempo. A veces hablaba con ellas, las llamaba por su nombre. Nunca le respondieron, pero aun así le ayudaba. Le permitía pensar en problemas especialmente difíciles.

«Y ahora tengo unos cuantos.»

El leve crujido de una rama le hizo girarse y mirar fijamente el camino.

—Nunca duermes, ¿no?

Chapman caminó hacia él. Pantalones oscuros, blusa blanca, chaqueta de cuero. Debajo la Walther.

—Lo mismo puede decirse de ti —‌repuso.

—Te he estado buscando.

—¿Por qué?

—¿Tienes hambre?

Stone no se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que ella se lo preguntó. Ni siquiera se acordaba de la última vez que había comido.

—Sí que tengo.

—Yo también.

Miró el reloj.

—Washington no es una ciudad muy nocturna. Está todo cerrado.

—Conozco un lugar. Un restaurante que está abierto toda la noche. Del lado de Virginia.

—¿Cómo es eso?

—Es que sufro insomnio. Así que siempre hago un reconocimiento de los restaurantes que cierran tarde allá donde esté.

—Vamos.

Condujo a través del río, tomó la avenida George Washington y salió en la carretera 123 dirección Tysons Corner. No había tráfico y todos los semáforos estaban en verde, de manera que enseguida llegaron al aparcamiento del restaurante Amphora, en el barrio de Vienna. Había más de una docena de coches. Stone miró a su alrededor sorprendido.

—No tenía ni idea de que esto existía. Y parece concurrido.

Chapman abrió la puerta y salió.

—Deberías salir más. —‌Cerró la puerta de golpe con la cadera.

Entraron y los dos pidieron desayuno. Enseguida un camarero con chaqueta blanca y pajarita negra, sorprendentemente contento para casi las tres de la mañana, les sirvió el café y la comida.

—He pasado a verte antes —‌dijo Chapman‌—. No estabas en casa.

Stone comió un poco de huevos revueltos.

—Había salido.

—¿Salido adónde?

—¿Importa?

—Tú sabrás.

—Si tienes algo que decir, dilo.

Chapman engulló un poco de beicon.

—¿Así que realmente te das por vencido? —‌preguntó‌—. No pareces el John Carr del que he oído hablar.

—Empiezo a cansarme de la gente que suelta el nombre de «John Carr» como si de repente tuviera que ponerme una capa y resolver los problemas del mundo. Por si no te habías dado cuenta, eso fue hace mucho tiempo y tengo bastantes problemas personales que resolver.

Chapman se puso de pie bruscamente.

—Bueno, perdona, pensaba que todavía te importaba algo.

Stone le sujetó la muñeca y la obligó a sentarse.

—Si lo que quieres es pelea, pelearemos —‌dijo malhumorada.

—Lo que quiero es un poco de cordura y de lógica.

—¡Eh, tío!

Stone se giró y vio a un hombre grandullón, de espaldas anchas, de pie al lado de la mesa.

—Yo de ti dejaría a la señora en paz —‌espetó. Y puso una mano en el hombro de Stone.

Chapman miró rápidamente a Stone y vio la mirada en sus ojos y observó cómo los brazos se le tensaban preparados para golpear.

—No pasa nada. —‌Abrió la chaqueta para mostrar la pistola y enseñó la placa‌—. Estábamos discutiendo a ver quién pagaba la cuenta. De todos modos, gracias por salir en ayuda de una dama, cielo.

—¿Está segura? —‌preguntó el hombre.

Stone apartó la mano del hombre de su hombro.

—Sí, está segura, «cielo».

Terminaron de desayunar y regresaron en coche a la casita de Stone. Stone no hizo ademán de salir del coche. Chapman le miró, pero no dijo nada.

—Gracias por el desayuno —‌dijo.

—De nada.

Guardaron silencio mientras la noche cerrada pasaba ante ellos y el borde del cielo empezaba a clarear.

—No me gusta perder —‌dijo Stone.

—Te entiendo. A mí tampoco. Por eso cuando empiezo algo me gusta acabarlo. Estoy segura de que a ti te pasa igual.

—No tuve mucha elección cuando empecé con este caso.

—¿A qué te refieres?

—A nada.

—Explícamelo, Oliver.

—Es complicado.

—Siempre es complicado, joder.

Stone miró por la ventanilla como si esperase ver a alguien mirando.

—Supongo que era mi castigo.

—¿Castigo? ¿Quieres decir que otras personas sufrieron por algo que tú hiciste?

—Sinceramente espero que sí —‌repuso Stone.

—¿Y ahora que la misión se ha ido al carajo?

—No lo sé, Mary. La verdad es que no sé lo que eso significa para mí.

—Pues sal con tus condiciones.

La miró.

—¿Cómo?

—Pues terminando el puñetero caso.

—No sé por dónde empezar.

—Normalmente no está mal empezar por el principio.

—Ya lo hemos intentado.

—Esperan que vayamos hacia la izquierda, pues vamos hacia la derecha.

—Ya lo hicimos la última vez y mira lo que pasó.

—Pues vamos un poco más a la derecha y con más intensidad —‌contestó‌—. ¿Se te ocurre alguna idea?

Stone pensó durante un minuto o dos mientras Chapman seguía observándolo.

—No, la verdad es que no.

—Bueno, pues yo tengo una —‌añadió‌—. Tom Gross.

—Los muertos no hablan.

—No me refiero a eso.

—Entonces, ¿a qué?

—¿Te acuerdas de cuando estábamos sentados en aquel café y él nos dijo que le vigilaban?

—Sí, ¿y qué?

—Nos dijo una cosa. Nos dijo que solo confiaba en una persona.

Stone tardó tan solo un par de segundos en recordarlo.

—Su esposa —‌repuso.

—Me pregunto si confiaba lo bastante en ella como para contarle algo que pudiese ayudarnos.

—Solo hay una manera de averiguarlo.

—¿Estamos de nuevo en la cacería?

Tardó unos segundos en responder.

—De forma extraoficial. Que es exactamente mi lugar.

80

Chapman telefoneó a Alice Gross a las nueve de la mañana y le preguntó si podía verla. Stone y Chapman llegaron a la sencilla casa de dos plantas en Centreville, Virginia, a primera hora de la tarde. Alice Gross realmente presentaba el aspecto de una mujer que acababa de perder a su marido. Su piel, de natural pálida, escondía bajo la superficie una lividez grisácea. Tenía los ojos enrojecidos y estaba despeinada. Mientras les acompañaba al pequeño salón, sujetaba en una mano un pañuelo arrugado y en la otra una botella de agua.

Stone vio un cuaderno para colorear encima de la mesa de centro, un bate de béisbol y algunos tacos en una esquina. Cuando su mirada se encontró con una foto de la familia Gross en la que se veía al difunto agente junto a su mujer y sus cuatro hijos de entre tres y catorce años, Stone hizo una mueca y apartó la vista rápidamente. Miró de reojo a Chapman y vio que ella había tenido la misma reacción.

Ellos se sentaron en el sofá y Alice Gross en una silla frente a ellos.

—Su marido era un agente excelente, señora Gross. Todos lamentamos su pérdida —‌dijo Stone.

—Gracias. ¿Saben que van a celebrar un funeral en honor a Tom?

—Sí, lo hemos oído. Se lo merece.

—Pero a él le daría vergüenza. Nunca le gustó llamar la atención. No era su estilo. Se limitaba a cumplir con su deber. No le importaba quién se llevara el mérito al final.

A Stone le preocupaba que el FBI hubiese informado a Alice Gross de las circunstancias exactas de la muerte de su marido. Y del papel que él había desempeñado, pero al parecer no lo había hecho.

—Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos para apresar a los responsables de su muerte —‌añadió Chapman.

—Se lo agradezco —‌repuso Gross sorbiéndose la nariz‌—. Su trabajo era muy importante para él. Trabajaba tantas horas …

—Me dijo que estaba preocupado, que creía que le vigilaban —‌comentó Stone.

Gross asintió con la cabeza.

—Su propia gente. Me preguntaron sobre eso, el FBI quiero decir.

—¿Y qué les dijo? —‌preguntó Stone.

Gross parecía confundida.

—¿No pertenecen al FBI?

Stone dudó.

—Trabajamos con ellos.

—Yo trabajo para el MI6. Quizá su marido lo mencionase —‌añadió Chapman con rapidez.

—Ah, sí, es verdad. Usted es la inglesa. Tom me habló de usted. Pensaba que era muy buena.

—Me alegra saberlo.

Gross suspiró.

—Bueno, ellos estaban muy disgustados con eso. Me refiero a que Tom creyese que sus propios compañeros le espiaban. No creo que le creyesen.

—¿Usted le creía? —‌preguntó Stone.

—Tom lo creía y eso era suficiente para mí —‌contestó con fervor.

—Exacto —‌dijo Chapman‌—. Tiene usted toda la razón.

Stone se inclinó hacia delante.

—Tom nos dijo algo. Algo sobre usted.

—¿Sobre mí? —‌preguntó sorprendida.

—Sí. Dijo que la única persona en la que confiaba era usted.

Las lágrimas anegaron los ojos de Alice Gross. Se llevó el pañuelo a los ojos y las enjugó.

—Siempre estuvimos muy unidos. Adoraba ser agente del FBI, pero más me adoraba a mí. Sé que se suponía que no debía comentar los casos conmigo, pero lo hacía y yo le daba mi opinión. Y en algunas ocasiones acerté.

—Estoy segura de que fue una gran ayuda para él —‌añadió Chapman.

—Puesto que sabemos que confiaba en usted, ¿le mencionó por casualidad algo sobre este caso? ¿Algo que le preocupase? ¿Recuerda alguna cosa? —‌preguntó Stone.

Gross puso las manos en su regazo y frunció el ceño.

—No recuerdo nada concreto aparte de que pensase que alguien le vigilaba.

—¿Nada? —‌insistió Chapman‌—. Podría haber sido algo insignificante en el momento en que lo dijo, cualquier cosa que recuerde. No importa lo trivial que parezca.

Gross negó con la cabeza, pero de repente se detuvo. Levantó la vista.

—Una noche dijo algo.

—¿Sí? —‌preguntó Stone.

—¿Ese agente de la ATF que trabajaba con él?

—¿Stephen Garchik? —‌preguntó Stone.

—Exacto.

—¿Qué dijo sobre él? —‌preguntó Chapman.

—Bueno, ya era tarde y nos íbamos a la cama. Se estaba lavando los dientes y salió del baño y dijo que tenía que comprobar algo que Garchik le había dicho.

—¿Le dijo de qué se trataba?

Gross entrecerró los ojos, obviamente en un intento de recordar.

—Solo algo que dijo sobre la bomba, de lo que estaba hecha.

Chapman y Stone se miraron.

—Y también quería comprobar algo relacionado con eso de los nanos —‌continuó Gross.

Stone pareció sorprendido.

—¿Le habló sobre los nanobots?

—Bueno, lo intentó, pero la verdad es que no entendí nada.

—¿Pensaba que había una conexión entre lo que quería comentar con Garchik y los nanobots? —‌preguntó Chapman.

—No lo dijo. Solo dijo que tenía que comprobar esas dos cosas. Que podrían ser importantes. Por algo que recordó, pero no me dijo qué.

—¿Algo que recordó? —‌caviló Stone‌—. ¿Sabe si siguió esa pista?

—Lo dudo.

—¿Por qué?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Porque lo mataron al día siguiente.

81

—Bueno, ¿y cómo nos ponemos en contacto con Garchik? —‌preguntó Chapman mientras se alejaban en el coche de la casa de Gross‌—. Ya no somos oficiales. Supongo que yo estoy camino de Londres y tú …

—Exacto —‌contestó Stone‌—. Yo. —‌Sacó su teléfono‌—. Bueno, siempre puedo intentar llamarle. —‌Marcó el número.

—Si lo tienen escondido en algún sitio, puede que no conteste. Especialmente si le han explicado lo que ha sucedido. Podríamos estar en terreno prohibido —‌dijo Chapman.

Se oyó una voz en el teléfono de Stone.

—Hola, Steve, aquí el agente Stone. Sí. Sé que desapareciste del caso. Estábamos preocupados por ti hasta que nos informaron de tu situación. —‌Stone calló mientras Garchik le decía algo.

»Bueno, nos gustaría verte, si te parece bien.

Garchik añadió algo más.

—Lo entiendo, pero si pudiese preguntarte lo que el agente Gross estaba …

Chapman giró el coche hacia la derecha y casi se estampa contra el bordillo. La sacudida provocó que Stone se fuese hacia un lado y de no ser porque agachó la cabeza se la hubiese golpeado contra el cristal.

Stone miró por delante y por detrás a los vehículos que los habían encajonado. Los tipos ya habían salido de sus todoterrenos y se acercaban hacia ellos a grandes zancadas.

«Otra vez no.»

Uno de ellos le entregó un papel a Stone pasándolo por la ventanilla.

—¿Qué es esto? —‌preguntó Stone sorprendido.

—Una citación del Congreso. Cortesía del director Weaver. Y si de verdad eres listo, nunca volverás a acercarte a la familia de Tom Gross.

Unos segundos después los tipos se habían largado.

Stone bajó la vista hacia la citación. Oyó hablar. Se dio cuenta de que el teléfono se le había caído al suelo y lo cogió.

—¿Steve? Sí, perdona. Un pequeño problema en este extremo. Mira, puedes … ¿Hola? ¿Hola?

Stone colgó.

—Se ha cortado.

Chapman puso el coche en marcha otra vez.

—Los tipos de Weaver también deben de haber llegado hasta él.

—Seguro.

—Ahora ya no podemos averiguar qué le dijo Garchik a Gross.

—¿Y si lo que le dijo a Gross es algo que nos dijo a nosotros también? Que yo sepa, creo que estuvimos presentes todas las veces que Gross habló con Garchik.

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